Bahía Blanca | Jueves, 02 de mayo

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Un encuentro con mi amigo "Gabito"

En un rincón de la noche de Cartagena, un periodista de este diario se cruzó con Gabriel García Márquez. Y hasta lo escuchó cantar un tango con su acento caribeño. "Hay cosas peores que ser periodista", le dijo el Premio Nobel colombiano.

Por Abel Escudero Zadrayec / abel@lanueva.com

   Sí, así es. La foto no miente. Estará borrosa, porque se sacó con un teléfono celular en una noche de luna llena en Cartagena de Indias, pero no miente.

   Gabriel García Márquez me abrazó, se divirtió conmigo un rato, me cantó un tango, me trató de amigo y me alentó a seguir haciendo periodismo.

   Estaba 100% borracho.

   Él, no yo.

   Y a mí qué me importa. Probablemente, Gabito (así le decimos en su círculo íntimo) no recuerde absolutamente nada de ese encuentro. Yo lo tengo tatuado en mi espantosa memoria.

* * *

   No tendría que haber sucedido lo que sucedió, si todo hubiera sucedido como se suponía. Porque mi primer destino colombiano era la capital, Bogotá, donde debía hacer noche para ir al día siguiente (sí: como el caimán) a Barranquilla.

   Y ahí, en coincidencia con el Carnaval, que es el segundo más famoso e importante del mundo después del de Río de Janeiro, tendría que pasar una semana cursando un taller de periodismo cultural con otros 15 colegas del continente, elegidos por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano que preside Gabriel García Márquez.

   En eso ando ahora. De hecho, anteanoche desfilé en la Guacherna durante cinco horas... disfrazado de leopardo.

   La cuestión es que cuando salí del aeropuerto bogotano había una chica que levantaba un cartel con mi nombre.

   Supuse que pertenecía al hotel, porque yo había pedido que me fueran a buscar para evitar cualquier contratiempo. Cuando me acerqué e identifiqué, ella me dijo:

   -Usted debe irse ahora mismo a Cartagena.

   Caramba: no sonó a orden, aunque sí a extraño cambio de planes.

   Pero como la chica -una morena de postal con sus ancas desarrolladas- no lucía cual enviada de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, la seguí.

   En el mostrador de AeroRepública le pidió cuatro veces a una mujer que me canjeara el tramo Bogotá-Barranquilla por Bogotá-Cartagena. Y las cuatro veces le respondió que eso no era posible.

   La chica se alteró: el vuelo a Cartagena estaba a punto de despegar. Y yo me alteré: ¿qué demonios estaba pasando? Se lo pregunté y me miró con cara de "Callate, estúpido".

   No le respondí porque empecé a dudar sobre su pertenencia o no a las FARC. Ella se fue y volvió al minuto. Le dijo a la mujer que una supervisora había autorizado el cambio con una penalización de 40.000 pesos (colombianos: unos 60 nuestros). Fue entonces cuando vi que detrás del cartel con mi nombre estaba anotado otro: Augusto Otero.

   Conocí a Augusto en diciembre de 2005, cuando coincidimos en otro taller de la FNPI en Buenos Aires. Entonces, además de las parrandas con el resto de la inolvidable mafia periodística latinoamericana, llevé a él y al brasileño Bruno Lima, del diario Folha de San Pablo, a la cancha para ver a River. Para que conocieran otra de las maravillas de la Argentina.

   Augusto escribe en El Universal de Cartagena, y cuando se enteró de que yo era el argentino seleccionado para Barranquilla, me dijo que no podía irme de Colombia sin visitar su ciudad.

   Así que él y Gina Benavides, la divina coordinadora de talleres de la FNPI, se las arreglaron para que la chica de las ancas desarrolladas me depositara en el avión a Cartagena.

   Cosa que sucedió casi de milagro, porque no me aceptaron dólares para pagar la multa. Y en la casa de cambio hasta me hicieron dejar la huella del pulgar derecho (y no es broma). Y la policía aeronáutica me revisó hasta los calzoncillos porque la máquina de Rayos X detectó que yo podía ser un terrorista: llevaba un cortauñas en la mochila...

   -Sí, claro: ahora yo con ese poderoso alicate pienso secuestrar el avión y estrellarlo contra un McDonald's al grito de "¡¡Viva la revolución, muera el payaso Ronald!!".

   -Señor, por favor no bromee.

   OK, no era broma.

* * *

   En Bogotá, cuando llegué a las 18 del lunes 13 de febrero, hacía 14 grados y lloviznaba. En Cartagena, a las 21:30, me recibió un sauna despejado y la ausencia de Augusto.

   Hice un poco de tiempo, charlando con un guardia del aeropuerto sobre los tres colombianos que juegan en River y sobre cómo Maradona corría por esta costa del Mar Caribe después de volverse flaco en una clínica local.

   Augusto apareció al rato, sonriendo su delgadez como siempre, y me llevó hasta su casa. Conocí a su mujer Irina, que pacientemente oyó cómo nos poníamos al día y recordábamos 342 anécdotas del taller porteño.

   Cuando nos dimos cuenta, ya eran casi las 12 (las 2 en la Argentina) y los tres teníamos hambre. Acá cenan temprano, tipo 21, así que salimos en el auto en busca de una estación de servicio salvadora.

   Arrancamos hacia el Centro Histórico, un enclave colonial alucinante protegido por unas murallas levantadas entre 1529 y 1530. Augusto me iba marcando lugares y referencias, hasta que al doblar en una callecita me dijo:

   -Ahora vamos a pasar por la casa de Gabo.

   Sin embargo, un guardia armado obligó a frenar de golpe porque salía una camioneta. Sólo iba un conductor, y no era García Márquez.

   -Che, ¿no habrá posibilidad de cruzarlo, aunque sea?

   -Mira -dijo Augusto-, el carro va vacío. Quizá lo estén yendo a recoger.

   Fuimos detrás hasta que se detuvo junto a unos taxis amarillos, en la esquina de un restorán.

   -Paremos, che, a ver si todavía aparece...

   Bajamos Irina y yo, mientras Augusto buscaba dónde estacionar. Ella aprovechó para llevarme hasta el tope de la muralla, desde donde a un lado revientan las olas y al otro se copian las construcciones multicolores de más de cuatro siglos.

   Por un rato nos olvidamos de la comida y del cansancio. En la puerta del restorán había seguridad privada y apenas pasaba algún turista trasnochado. Quizá...

   Esperamos unos minutos. Y nada. El chofer de la camioneta estaba igual que nosotros. Irina, que es abogada, recordó que durante un caso había conocido a uno de los vigilantes y fue a consultar si García Márquez estaba dentro.

   Le dijeron que ahí no. Que posiblemente estuviera en el restorán de mitad de cuadra, sobre la calle Baloco, el de las luces azules. Mientras nos acercábamos, Augusto señaló a una mujer y dijo:

   -Esa es la señora Mercedes.

   Era la esposa de Gabito, quien lo guía y quien, si le caés bien, puede arrimarte al hombre.

   En un arrebato la abordé para caerle bien. Supongo que la aturdí: con mi mejor cara de nene urgido de mimos, en 20 segundos le expliqué quién era, de dónde venía, para qué, y le pregunté si él pensaba darse una vueltita por los carnavales de Barranquilla.

   Dos mujeres que la acompañaban me miraron más con espanto que con ternura, como si les hubiera vomitado encima. Y ella me contestó:

   -No creo.

   Justo cuanto evaluaba si me convenía largarme a llorar, Irina me gritó desde la puerta del restorán de las luces azules. Ella y Augusto estaban charlando con Gabito.

   -¡Gracias, señora Mercedes! -alcancé a decir antes de salir corriendo.

* * *
   Por todos los cielos, los planetas, los telescopios, El astrónomo de Vermeer y la NASA... Hacía tres horas que había llegado a Cartagena, inesperadamente, ¡¡y de pronto tenía enfrente a Gabriel García Márquez!!

   No aguardé presentación ni nada. Le extendí la mano derecha mientras le decía:

   -Hola, Maestro, cómo le va.

   -Bien, y tú -dijo, y del apretón normal giró hasta hacer el apretón de las pulseadas, típico acá entre los hombres.

   De nuevo la emoción me hizo hablar a la velocidad del sonido. Su hermano Jaime, que trabaja en la FNPI, le tradujo que yo era el argentino que iba a participar de un taller en Barranquilla.

   -Ajá -dijo Gabito-. Y eres de la tierra de Gardelito. Y si eres de la tierra de Gardelito, eres mi amigo. Me sé las letras de todos sus tangos, ¿sabes?

   -¿En serio? -escupí, como un reflejo canino.

   -Pues claro... A ver...

   Entonces García Márquez bajó los escalones hasta la calle, apoyándose en mí. Después me abrazó y empezó:

   -"Si arrastré por este mundo/ la vergüenza de haber sido/ y el dolor de ya no ser/ bajo el ala del sombrero/ cuántas veces embozada/ una lágrima asomada/ yo no pude contener./ Si crucé por los caminos/ como un paria que el destino/ se empeñó en deshacer./ Si fui flojo, si fui ciego/ sólo quiero que comprendan/ el valor que representa/ el coraje de querer./ Era, para mí la vida entera/ como un sol de primavera/ mi esperanza y mi pasión./ Sabía/ que en el mundo no cabía/ toda la humilde alegría/ de mi pobre corazón./ Ahora/ cuesta abajo en mi rodada/ las ilusiones pasadas/ ya no las puedo arrancar./ Sueño/ con un pasado que añoro/ el tiempo viejo que lloro/ y que nunca volverá./ Por seguir tras de su huella/ yo bebí incansablemente/ en mi copa de dolor/ pero nadie comprendía/ que si todo yo lo daba/ en cada vuelta dejaba/ pedazos de corazón./ Ahora/ triste en la pendiente/ solitario y ya vencido/ yo me quiero confesar./ Si aquella boca mentía/ el amor que me ofrecía/ por aquellos ojos brujos/ yo habría dado siempre más."

   ¡¡García Márquez me cantó todo Cuesta abajo!! ¡¡Y bien cantado, con su suave acento caribeño!! ¡¡Mi madre!!

   De vez en cuando me miraba, como quien busca una segunda voz. Y yo, que no sé mucho de tango, por ahí acertaba alguna línea y me concentraba en sus arrugas, en su sonrisa, en los ojitos detrás de los lentes, en las cejas que hacían cortes y quebradas, en el gustito a whisky que subrayaba sus frases...

   Después del chanchán final, todos lo festejamos. Y él me sacudió:

   -Eso, para que no digas que hablo mierda.

   Y caminamos hacia la esquina sosteniéndonos como dos amiguísimos borrachos: yo de alegría por mi suerte; él también supongo que por la vida, y por los vasos de Old Parr 12 que había empinado en el restorán "Quebracho", que es una parrilla argentina aunque Gabito esa noche le entró al pescado y salió con una botella de vino Navarro Correas en la mano.

   Yo no sabía qué hacer. Le oteaba su forma de caminar con el pecho erguido a lo Maradona, sus cabellos blancos desordenados, el bigotito gris, su vestimenta de jean azul (camisa y pantalón), los zapatos de cuero negros...

   -¿Y qué tú haces, amigo? -me dijo.

   -Trabajo un un diario, La Nueva Provincia, de la ciudad de Bahía Blanca.

   -Ajá... La Nueva Provincia... ¿Y qué tu haces?

   -Escribo. Trato de hacer periodismo.

   -Bueno, hay cosas peores que ser periodista... Yo fui periodista hasta antes de ayer, y me ha dado de comer bien... Sigue haciéndolo, amigo, sigue.

   Augusto, sonriente igual que siempre pero más, entendió mi súplica y desenfundó su teléfono celular para disparar una foto, así como nos ven: en la penumbra de una callecita de Cartagena, borrosos y abrazados y quiero creer que felices.