Bahía Blanca | Lunes, 29 de abril

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Hambre sin justicia social

El problema en la República Argentina no es “qué hacemos con la pobreza”, sino “qué hacemos con la riqueza”: la que no se declara y termina en paraísos fiscales.

   Me impacta que, antes de iniciar el Sermón de la Montaña, Jesús fue advertido por uno de los apóstoles: “Señor, tienen hambre”. Y Jesús hizo traer peces y panes para multiplicarlos y calmar tantos estómagos vacíos. Después dijo: “Bienaventurados los  que ahora tenéis hambre, porque quedareis saciados. Ay de vosotros los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo, y los que ahora estáis hartos, porque tendréis hambre”.

   Agrego yo: Ay de los que hoy gozan depositando sus viejos como mostrencos descartables, o los que les negáis una jubilación digna y sin acceso a los medicamentos, o gozáis con las muertes de ancianos, mujeres y niños -“daños colaterales”- en Gaza o en estos pagos con chicos hoy desnutridos, que en el futuro colapsarán los hospitales por sus neuronas atrofiadas, o con escuelas transformadas en aulas vacías y niños sin escolaridad. Tal como lo proclamó Llach padre en su libro Una  Argentina para 10  millones -y siguió Llach hijo, asesor del “ángel exterminador” (según J. Asís dixit)-, todos profetas del odio con la motosierra  que adrede se la agarraron con el pueblo llano y se asociaron con la verdadera “casta”.

   El problema en Argentina no es “qué hacemos con la pobreza”, sino “qué hacemos con la riqueza”. La que se mueve en el circuito perverso y sin pudor de producir alimentos para 400 millones de habitantes, que se comercian por parte de las agroexportadoras que subfacturan falseando las declaraciones juradas en miles de millones de dólares, que se guardan en paraísos fiscales donde ya se acumulan más de 500.000.000.000 de dólares. Esa sí que es “casta”, o los nuevos mañeros “intocables”, o mejor dicho “los desconocidos de siempre”, como también hacen los beneficiarios de miles de millones de dólares en subsidios al transporte cuyo barro salpica impunemente los despachos oficiales. 

   ¿Entonces? Amén del hambre de comida que escandaliza en nuestros pagos, hay millones de personas que viven sin cloacas y mueren sin cloacas. La vida no se ha logrado prolongar por arte de cremas antiarrugas ni por la medicina. Es mucho más que por ello: es el resultado de las alcantarillas y el agua corriente. Reténgase este dato: en el mundo, entre 2000 y 2010 murieron más chicos por diarrea que soldados  en todos los conflictos desde la Segunda Guerra Mundial. 

   Recuerdo cuando mi padre me llevó a conocer el “agua fuerte” en el que un pobrerío en Esquel saciaba (?) el hambre con el agua en que hervían unos tornillos de acero. La insensibilidad, la crueldad, la anestesia emocional con que los 10 millones de futuros argentinos privilegiados sacan conclusiones aptas para adormecer sus conciencias de estómagos llenos es tan ingeniosa como variopinta: “Esto no es de ahora. Siempre hubo pobres y son pobres porque no hacen lo suficiente. Son brutos, perezosos, se cargan de hijos para cobrar subsidios por ellos. Pasan hambre porque no les gusta laburar, que se jodan” y sigue la noria. 

   Un estudio de la Facultad de Ingeniería de la UBA determinó que la Ciudad de Buenos Aires tira unas 250 toneladas de alimentos por día: 550.000 raciones de comida  Unos tiran lo que necesitan tanto otros argentinos. Y el litio, y Vaca Muerta, y el petróleo, y el oro, la plata y las vacas, los arrozales, y el trigo, y la mar en coche. Bienvenidos a “Quemaiken”, parque temático de la pobreza, o de no saber qué hacer con tanta riqueza.