Bahía Blanca | Miércoles, 09 de julio

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26 de julio de 1890: la Revolución del Parque

La presidencia de Juárez Celman fue en pleno crecimiento económico, pero derivó en una fiebre especulativa que se multiplicó en un festival de bonos.(Primera parte)

Ricardo de Titto / Especial para “La Nueva.” 

   La designación de Miguel Juárez Celman como candidato presidencial, acuñada por su concuñado y predecesor Julio A. Roca cae en la sociedad ilustrada como una “reelección” solapada una suerte de garantía de continuidad del “régimen” de “Paz y Administración” instalado en 1880. Todo parece tranquilo. 

   Contando algunas pocas deserciones políticas –en particular los problemas con la Iglesia Católica–, el sistema está en expansión e imbuido de un pragmatismo que le confiere unidad política al régimen.

   Un solo aspecto encierra posibles dificultades: Juárez Celman no es Roca... y algunos síntomas económicos y sociales son como esas nubes grises que, en el horizonte, preanuncian tormentas.

Juárez Celman, el unicato

   El modelo es de gobierno oligárquico con democracia restringida, limitada a los círculos aristocráticos del Jockey Club y el Club del Progreso. En el círculo oficial hay euforia. Eduardo Wilde profetiza: “Su gobierno se inaugura bajo los auspicios más favorables. ¡Adelante! ¡Adelante en todo! ¡Ya verá la república y también las demás naciones del continente! ¡La nuestra será para ellas lo que Grecia para el mundo antiguo!”. Roca, no menos inmodesto, vestido en la ocasión con sus galas militares de teniente general que no acostumbra usar, le señala a su sucesor el día que le entrega el mando: “Os entrego el poder con la República más rica, más fuerte, más vasta y con más crédito y amor a la estabilidad, con más serenos y halagüeños horizontes que cuando lo recibí yo”.

   El 12 de octubre de 1886, en ese clima de euforia, asume la presidencia el cordobés Juárez Celman. Pero el súbito crecimiento económico favorecido por la inmigración y por la extensión de la frontera agropecuaria tras la “Campaña al Desierto” deriva en una fiebre especulativa que se multiplica en un verdadero festival de bonos, movimientos en la bolsa, tierras e inversiones. 

   Los que se enriquecen viven en un “micromundo” de despilfarro. El embajador de Estados Unidos informa que siente “la atmósfera cargada”, que “el oro sigue subiendo” y que “sin embargo, el despliegue de carruajes y caballos rusos en Palermo fue realmente soberbio, no inferior a lo que uno ve en el Bois de Boulogne, en París. La gente que posee esos carruajes está evidentemente viviendo en un paraíso de locos, dichosamente, ignorantes del volcán sobre el que descansan”.

“¡Tu quoque juventud!”

   Los “incondicionales” de Juárez Celman –un grupo de jóvenes adictos al gobierno– realizan un banquete el 20 de agosto de 1889. El mismo día un artículo aparece en La Nación –el diario dirigido por el austero Bartolomé Mitre– que desafían abiertamente al régimen. Francisco A. Barroetaveña, el autor de “¡Tu quoque juventud!” (Tú también, juventud!) (en tropel al éxito)” señala: “Contemplamos los estragos del azote que impuso a la República el general Roca. 

   Durante los cuatro años que gobernó Juárez, todos aquellos vicios del gobierno nacional fueron multiplicados y extendidos de una manera pasmosa y brutal a toda la Nación; cada provincia fue una factoría, y cada oficina pública un puesto, de mercado; desaparecieron las leyes que habían salvado del gobierno de Roca; se suprimió radicalmente el sufragio libre en todo el país, el régimen municipal, las autonomías provinciales; se fomentó, la desatinada especulación; con las explotaciones bancarias y las emisiones clandestinas se precipitó la ruina económica del país; se confundió el tesoro público con el patrimonio de los administradores; en fin, la República fue aterrorizada por las escenas de sangre de Tucumán, mareada con un falso engrandecimiento material, oprimida y esquilmada con los mil atentados del gobierno más corrompido y corruptor, que haya tenido la nación argentina”.

   (…) El cuadro desolante que presentaba nuestro país, el vivo deseo de provocar una reacción cívica saludable, la justa indignación de ver que se pretendía complicar a la juventud con el sensualismo del gobierno de Juárez, y el propósito de impedir que la nueva generación se contaminara con tanto oprobio, fueron las causas que me movieron a publicar en La Nación, el mismo día que se celebraba el banquete llamado incondicional, y bajo mi firma un artículo enérgico, pero justiciero”.

El mitin de Jardín Florida

   Los jóvenes opositores organizan un acto en el Jardín Florida que logra abarcar a un amplio arco opositor. Entre las figuras políticas que se nuclean destaca la de Leandro Alem, un hombre de los suburbios que se convierte en una especie de símbolo de austeridad, probidad y desinterés. 

   El mitin, supera todas las expectativas de concurrencia y origina la Unión Cívica de la Juventud que, poco después, se convierte en la Unión Cívica.

  El movimiento se propone erradicar los vicios del “régimen funesto” como lo define Alem en carta a Carlos Pellegrini que asegura el predominio político –como define el Manifiesto de la Junta Revolucionaria– de una “ominosa oligarquía de advenedizos que ha deshonrado ante propios y extraños las instituciones de la República”.

   El agrupamiento se autodefine. Socialmente, se integra con “el consejo de patriotas ilustres, de los grandes varones, de los hombres de bien de todas las clases sociales, de todos los partidos, del voto íntimo de las provincias oprimidas” y políticamente expresa que “no es la obra de un partido político. Esencialmente popular e impersonal, no obedece ni responde a las ambiciones de círculo y hombre público alguno. No derrocamos al gobierno para separar hombres y sustituirlos en el mando; lo derrocamos para devolverlo al pueblo a fin de que el pueblo lo reconstruya sobre la base de la voluntad nacional”.

   “En el mitin de Jardín Florida –describe Emilio Mignone– habló Pedro Goyena, líder católico y en el frontón Buenos Aires además del mismo Goyena y de don Miguel Navarro Viola, lo hizo Estrada, el cual pronunció el último de sus discursos: ‘Simpaticé desde su primer momento –exclamó con su arrebatadora oratoria– con la Unión Cívica, porque veían en ella un fulgor de esperanza para la República y un acto de virilidad de parte de la juventud’”. Los católicos más connotados también decían presente.

   El torrente opositor reúne así voluntades provenientes de cauces políticos opuestos y voces dispares, como las de Estrada y Mitre. Dice Don Bartolo: “Falseado el registro cívico y cerrados por el fraude los comicios electorales, lo que da por resultado la complotación de los poderes oficiales contra la soberanía popular, el pueblo, divorciado de su gobierno, está excluido de la vida pública”.

   El escritor y ensayista, que tan duramente polemizara durante los debates educativos, levanta severos cargos morales al régimen: “La República Argentina en su tormentosa existencia ha pasado por muchas horas duras y sombrías. Ciegos arrebatamientos de las muchedumbres la han desorientado, y despotismos sanguinarios han clavado la garra en sus entrañas. [...] Veo bandas rapaces, roídas de codicia, la más vil de todas las pasiones, enseñorearse del país, dilapidar sus finanzas, pervertir su administración, chupar su sustancia, pavoneare insolentemente en las más cínicas ostentaciones del fausto, comprarlo y venderlo todo, hasta comprarse y venderse unos a otros a la luz del día... Bendita la adversidad que, desacredita oligarquías corrompidas y corruptas y disipa los sueños enervantes de los pueblos”.

La sordera del poder

   El gobierno, sordo ante los acontecimientos, no aprecia que el movimiento cívico crece y se extiende. En todas las parroquias de la capital y muchas ciudades y pueblos del interior de Buenos Aires se forman grupos de apoyo. 

   El 13 de abril de 1890 una verdadera multitud asiste a escuchar a sus líderes al Frontón Buenos Aires, una cancha de pelota a paleta. Habla Mitre; después Barroetaveña presenta a Alem que es recibido por una gran aclamación. 

   El reclamo de pluralismo, libertad, de funcionamiento pleno de la Constitución, de fin del “unicato” es masivo. Alem, con el índice en alto, define: “¡Esto no tiene vuelta!... ¡No hay, no puede haber buenas finanzas, donde no hay buena política. Buena política quiere decir respeto a los derechos; buena política quiere decir aplicación recta y correcta de las rentas públicas; buena política quiere decir protección a las industrias útiles y no especulación aventurera para que ganan los parásitos del poder”. Y, para cerrar, convoca: “¡Vamos a reconquistar nuestras libertades!”. Después de Alem habla Aristóbulo del Valle y concluyen el acto tres oradores del catolicismo: Estrada, Goyena y Navarro Viola. Pero el discurso de Alem queda en la memoria de los presentes, que han sido convocados a rebelarse contra el gobierno.

El levantamiento, según Lisandro De la Torre

   La demostración del Frontón había resultado contundente. Alem reúne y compromete a oficiales militares y la Junta Ejecutiva de la Unión Cívica se amplía a diez miembros. La conspiración toma estado público. Mientras los partes confidenciales de la policía se refieren a Alem como “Cristo” el general mitrista Manuel J. Campos es designado jefe militar del alzamiento. El día fijado, el 17 de julio; el lugar, el Parque de Artillería, donde ahora está el Palacio de los Tribunales.

   A fin de evitar una tediosa descripción de los incidentes del levantamiento, daremos por seria y atinada la que realizó Lisandro de la Torre en una carta a Elvira Aldao de Díaz, fechada el 17 de mayo de 1937: “El ambiente revolucionario del 90 fue hecho por la descollante actuación de Aristóbulo del Valle en el Senado; en la coordinación de las fuerzas militares tuvo el papel principal; y en la jornada misma fue el hombre de acción más definido, dentro del proceso desgraciado del movimiento.

   [...] Yo estuve en muchas interioridades de la Junta Revolucionaria debido a la amistad que, a pesar de mi juventud, me mostraba Del Valle y Alem, y actué como centinela del gobierno revolucionario en su despacho del Parque y vi con mis ojos muchas cosas que no aparecen en los partes, que podrían vincularse a trascendentales acontecimientos posteriores.

   El movimiento es sabido que lo delató un mayor Palma tres días antes del 21 de julio, que era la fecha primeramente fijada para el estallido, y el general (Luis M.) Campos, jefe militar de la revolución fue arrestado e incomunicado en el cuartel del batallón 10 de infantería. La revolución quedaba, de hecho, suspendida y la Junta Revolucionaria lo entendió así. El 10, adonde fue recluido el general Campos, no era hasta ese momento un cuerpo comprometido con el movimiento.

   A los cuatro días de la prisión del general Campos, cuando en el comité se estaba a mucha distancia de pensar que pudiera realizarse de inmediato, surgió en la junta una posibilidad y los sucesos marcharon tan rápidamente que, el 25 de julio, se resolvió el estallido para esa noche, a las 4, es decir en la madrugada del 26 de julio. El general Campos, según lo afirma en el parte que elevó a la junta después del movimiento, pudo ser avisado por un oficial del 10 a las 3 de la mañana. ¿Cómo era eso posible? ¿Qué habría ocurrido?

   Los partes solo permitían inducir que la incorporación de la oficialidad del 10 de infantería a la revolución, posterior a la prisión del general Campos, unida a la presión de los otros cuerpos comprometidos (5º, 9°, 1º de artillería y batallón de Ingenieros) determinaron la decisión de salir a la calle.

   [...] El general Campos ya no estaba incomunicado, pero era lo mismo que si lo estuviera, porque solo se le permitía recibir visitas de cinco minutos cada una, en presencia de un oficial. Del Valle lo vio en esas condiciones. Solo el general Roca estuvo solo con él cerca de una hora. Del Valle tenía confianza en los oficiales comprometidos, y estaba decidido a que se lanzara la revolución. Él en persona había pactado con los oficiales del 10º su incorporación, sin el jefe.

   [...] El hecho es que, sin mediar autorización alguna de la Junta Revolucionaria, ni el gobierno que lo había sucedido, el jefe militar resolvió apartarse del plan convenido, que consistía en atacar a las fuerzas del gobierno apenas estuviera terminada la concentración de las tropas revolucionarias en la plaza Lavalle. 

   En vez de hacerlo, se dispuso intimarles rendición por medio de notas, que llevaron a los respectivos cuarteles emisarios civiles. Se ordenó enseguida que la tropa "churrasqueara", y mientras llegaba la carne se tocó el Himno Nacional. Y esas vacilaciones no tenían su origen, sin duda, en que el general Campos le faltara valor para atacarla.

   El gobierno, entre tanto, desplegaba una acción rápida y enérgica impulsado por Pellegrini y Levalle. Se dio orden de concentración en el Retiro a las fuerzas adictas, y apercibidos de la inacción de los revolucionarios, se trasladó al campamento a la plaza Libertad, a las 8 de la mañana. Fuerzas revolucionarias habían querido ocupar la plaza Libertad y se les había dado orden de no hacerlo. (…)

   La jefatura militar de la revolución se había impuesto una consigna que fue funesta. Esperaba, evidentemente, algo que no sucedió, del lado de las fuerzas del gobierno. Después de dos días de combates sangrientos, hubo que parlamentar y rendirse.

   Se le ha hecho el cargo al gobierno revolucionario –con el propósito de repartir responsabilidades– de que no ordenara imperativamente al general Campos que cumpliera el plan acordado –y aun cuando no fuera ése su papel, contrajo una responsabilidad–, pero yo fui también testigo de que por lo menos Del Valle y el doctor Lucio V. López, cada vez que el general Campos se aproximaba a la puerta del Parque, lo instaban a que atacara. Una vez le dijo: ‘Ustedes son abogados, y no les gustaría que un cliente les indicara el modo de dirigir el pleito; yo tengo la responsabilidad de ese pleito, déjenme proceder’.

   [...] En lo concerniente a Alem, tendría la satisfacción de desmentir una invención perversa que lo pinta ebrio, caído en el suelo en el momento final de la revolución. El doctor Alem era un hombre de valor personal probado, pero no de acción rápida en las circunstancias confusas. Desde el momento en que fue necesario parlamentar daba la impresión de un sonámbulo y delegó todo en Del Valle. Solo se le oía decir: “Nosotros tenemos la culpa”.

¿Una revolución traicionada?

   Como surge de los comentarios de De la Torre, la primera parte del alzamiento, dejar sin armas al gobierno y el plan de controlar el Parque de Artillería se cumplió. Pero la orden de avanzar sobre otros objetivos estratégicos como la Casa de Gobierno y la Aduana nunca llegó y por ese motivo tampoco se cumplió el nombramiento del gobierno provisorio aparentemente acordado, que encabezaría Alem, como presidente provisional secundado por los ministros Juan E. Torrent, Bonifacio Lastra, Juan José Romero, Pedro Goyena Y Joaquín Viejobueno, con Hipólito Yrigoyen como jefe de policía y Mariano Demaría en la vicepresidencia. El compromiso de estos hombres era convocar a inmediatas elecciones autoexcluyendo sus candidaturas.

   ¿Fueron estos movimientos el resultado de la reunión de Campos y Roca? Lo que resulta evidente es que el mitrismo y Campos jugaron a dos puntas. Movilizar para provocar la caída de Juárez Celman pero frenar a tiempo para que Alem no fuera ungido y asegurar la “salida institucional”, con el vicepresidente Pellegrini, un hombre de confianza del establishment. Mitre y Roca usaron la movilización de los cívicos para fines propios: don Bartolo, para recuperar la iniciativa política que había perdido, el Zorro, para desembarazarse de su cuñado que pretendía disputarle el aparato del PAN. “He sido víctima de la conjuración más cínica y más ruin de que haya memoria en los anales de la miseria humana”, asegurará, exagerando un tanto el cordobés desplazado de la presidencia.

  Como se aprecia... una revolución con muchos puntos de vista…

Del Manifiesto Revolucionario

“No derrocamos al gobierno para derrocar hombres y sustituirlos en el mando: lo derrocamos porque no existe en su forma constitucional; lo derrocamos para devolverlo al pueblo, a fin de que el pueblo lo reconstituya sobre la base de la dignidad nacional [...] destruyendo esa ominosa oligarquía de advenedizos que ha deshonrado ante propios y extraños las instituciones de la República”.

Con las firmas de Alem, Del Valle, Lucio López y otros.