Edmundo Rivero, el cantor nacional que dejó una huella imborrable
Poseedor de una voz única, dejó grabadas múltiples composiciones con un inconfundible estilo que lo caracterizaba.
José Valle / Especial para "La Nueva."
Tenía una voz profunda, que no admite ninguna semejanza en el tango, de barítono con tendencia a bajo, era un cantor sobrio, de técnica depurada, con aires criollazos, poseedor un estilo único e irrepetible.
Había nacido el jueves 8 de junio de 1911, en un barrio de tango del conurbano bonaerense, Valentín Alsina, partido de Lanús, donde su padre Don Máximo Aníbal era el jefe de la estación Ferroviaria. Su madre, Juana Anselma Duró, era una gran lectora, fanática de la obra del escritor francés Alejandro Dumas que deslumbrada por el libro El conde de Montecristo decide que el niño se llame Lionel, por un bisabuelo inglés de apellido Walton (aunque por un error del escriba en el registro de las personas, salió Leonel), y Edmundo por el protagonista de la novela del autor galo.
Siendo aún muy pequeño, su padre fue trasladado al pueblo de Moqueguá partido de Chivilcoy. Edmundo enferma y la familia debe irse a vivir a Buenos Aires para que lo atiendan.
Alquilaron una casa en Saavedra, años después se mudaron a Núñez y, en la adolescencia de Rivero, ya vivían en el barrio de Belgrano, en las inmediaciones de Cuba y Quesada.
Su primer acercamiento con la música tuvo lugar a los 8 años. En la familia había muchos músicos, los padres y varios tíos tocaban la guitarra; uno de ellos, Alberto -bohemio y solterón-, que tocaba en un trío de tango compuesto por bandoneón, violín y guitarra, fue quien le enseñó las primeras notas en la viola.
La madre le inculcó la pasión por la lectura, Edmundo devoraba libros desde el Martín Fierro de José Hernández o La Divina Comedia traducida por Bartolomé Mitre, hasta El Quijote, pasando por Alejandro Dumas y todos las obras de Víctor Hugo, Julio Verne, Honoré de Balzac, Emilio Salgari y Mark Twain.
A los 18 años Rivero ya era un guitarrista con cierto nombre en el barrio y frecuentaba distintos bodegones y bares, uno de ellos bastante bravo, “El Cajón”, viejo boliche con parroquianos variados, obreros, malandrines, políticos de poco monta, burreros, payadores y carreros. Allí conoció los misterios del lunfardo.
Edmundo inició sus estudios formales de canto y guitarra clásica en el conservatorio nacional de música y comenzó a acompañar cantores de la zona y más tarde a figuras de renombre como la cantora Nelly Omar, Agustín Irusta, el bahiense Francisco Amor y el dúo Ocampo-Flores (integrado por Carlos Alberto Montbrun Ocampo y Hernán Videla Flores).
Realizó el servicio militar en el mítico Regimiento de Granaderos a Caballo.
Después pasó por las orquestas de José y Julio De Caro, Emilio Orlando y Humberto Canaro.
Al poco tiempo cantó acompañándose con la guitarra en La Voz del Aire, que estaba frente a Radio El Mundo, emisora propiedad del legendario Emilio Karstulovic, dueño también de la icónica revista Sintonía.
Durante tres años formó parte de la orquesta de Horacio Salgán, hasta el año 1947 (de ese periodo no quedaron registros discográficos).
Terminó el contrato y una vez que estaba actuando en “El Jardín de Flores” de avenida Rivadavia, fue a escucharlo Aníbal Troilo y le ofreció que fuera el cantor de su orquesta en reemplazo del tano Alberto Marino. Con Pichuco dejó 22 grabaciones, en algunas de las cuales cantó a dúo con Aldo Calderón y con el “Tata” Floreal Ruiz.
Participó en las películas El cielo en las manos (1949), Al compás de tu mentira (1951), Pelota de cuero (1963), La diosa impura (1964), Buenos Aires, verano 1912 (1966) y Argentinísima II (1973).
Realizó giras por todo el país y el mundo, estuvo en Japón, España y Estados Unidos, donde fue por un mes y tuvo que quedarse siete: cantó en el Lincoln Center, donde 2.600 personas lo aplaudieron de pie durante cinco minutos, y en las universidades de Harvard y Georgestown para estudiantes que aprendían español. Esa gira comprendió Los Ángeles, San Francisco, Washington, Nueva York y terminó en Colombia.
Fue compositor y autor de varios temas No mi amor, Malón de ausencia, A Buenos Aires, Falsía, Quién sino tu, Arigato Japón y El jubilado. Compuso también: Pelota de cuero (con Héctor Marcó), Biaba (Celedonio Flores), La señora del chalet, Poema número cero y Las diez de última (los tres con Luis Alposta), Calle Cabildo (Dionisio De Biasi), Acuérdate (José María Contursi), Todavía no (Eugenio Majul), Aguja brava (Eduardo Giorlandini), Amablemente (Iván Diez), Coplas del Viejo Almacén (Horacio Ferrer), Milonga del consorcio (con Arturo de la Torre y Jorge Serrano), P'al nene y Bronca con Mario Battistella), entre otras.
Escribió los libros Una luz de almacén y Las voces, Gardel y el tango.
En el año 1965 grabó El Tango, un disco único con poesías de Jorge Luis Borges, música de Astor Piazzolla y recitados del actor Luis Medina Castro.
A fines de la década de 1960 fue acompañado por el conjunto de guitarras dirigido por Roberto Grela.
El 9 de mayo de 1969 fundó la tanguería “El Viejo Almacén”, en Balcarce 793, en el barrio de San Telmo.
Dejó grabaciones magistrales de Sur, Cafetín de Buenos Aires, Yo te bendigo, La casita de mis viejos, Mi noche triste, El último organito, Canchero, Trenzas, Cuando me entrés a fallar, Mis Consejos, Pucherito de gallina, Cambalache, Duelo criollo, Jacinto Chiclana, Segundos Afuera, A Don Nicanor Paredes, Los ejes de mi carreta y En un feca.
Fue un amante del boxeo, no se perdía velada en el mítico Luna Park ni pelea de algún argentino por el mundo. Acompañó a Carlos Monzon, Nicolino Locche, Miguel Ángel Cuello, Victor Emilio Galíndez, Miguel Ángel Castellini, Hugo Pastor Corro, entre otros, en sus combates mundialistas en el exterior.
El sábado 18 de enero de 1986 falleció en Buenos Aires a los 74 años.
El Dr. Eduardo Giorlandini -maestro en todos los sentidos de la palabra- fue íntimo amigo de Edmundo Rivero, a quien conoció en la cárcel. Al relatar aquel primer encuentro, el “tordo” se apuraba a aclarar que su expresión no fuera mal interpretada: era la época en que los presidios eran visitados por artistas. A su vez, Giorlandini frecuentaba este ámbito para investigar sobre lunfardo; con permiso de las autoridades, charlaba con los presos para desentrañar el lenguaje malandraco, carcelario, delictivo o canero, que tanto nutrió el diccionario lunfa.
El mejor amigo que tenía Rivero en ese momento en Bahía Blanca era Adelino Silvetti, albañil y bandoneonista, amigo del padre de Giorlandini. Él los presentó socialmente e inmediatamente nació la amistad.
En el año ´65, se reencontraron en la ciudad de La Plata y desde entonces compartieron múltiples viajes, presentaciones (principalmente en Caño 14) y momentos signados por un sincero afecto.
Rivero cantaba horas a la intemperie, sin importar el frío y sin ningún inconveniente debido al gran cuidado que prodigaba a su garganta.
Giorlandini destacaba del cantor que, además de su gran profesionalidad, se compenetraba con los lugares y la gente para los que actuaba. Era un guitarrista de academia. De joven, mientras estudiaba, le comentó a su profesor que iba a tocar con “un tal Gardel”, a lo que el docente respondió: “No... no vaya con esos cantores que arruinan a los guitarristas”.
Giorlandini equiparaba la calidad y preparación artística de Rivero con la del Zorzal: eran estudiosos, les importaba lo que la gente pensaba y sentía con sus obras; generosos, prolijos y cuidadosos de las formas, la imagen y el trabajo.
Además, destacaba la gran labor de difusión que realizó con el lunfardo. Esa pasión que a ambos los desvelaba fue motivo de algunas piezas conjuntas con letra del bahiense y música del gaucho: “Aguja brava” y “Chorro viejo” (inédito).
El autor es historiador del tango, escritor, productor cultural.