Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

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El ADN bahiense, a través de su arquitectura

“La arquitectura es el producto de factores de todo género: sociales, económicos, científicos, técnicos y etnológicos. Por más que un período intente engañarnos, su auténtica naturaleza se manifestará a través de la arquitectura”. (Sigfried Giedion)

Fotos: Pablo Presti, Emmanuel Briane y Rodrigo García-La Nueva.

Por Mario Minervino / mminervino@lanueva.com

   Las moléculas del ADN contienen la información genética que heredamos de nuestros padres y que trasmitimos a nuestros hijos, el conjunto de características físicas, bioquímicas y fisiológicas que transmitimos a nuestra descendencia.

   El patrimonio arquitectónico y urbano tiene una definición similar: son bienes que heredamos y por los cuales debemos velar para ceder a las generaciones venideras. Pero además esos edificios, en sus usos, formas y estilos, materializan el ADN de la sociedad que los generó.

   “La arquitectura tiene mucho de manifestación social. Todo edificio está construido siguiendo unos procedimientos que son la cristalización de los valores culturales de sus hacedores”, señaló Leland Roth.

   La arquitectura es una forma de comunicación. Una representación física del pensamiento del hombre, una crónica de sus creencias y de su cultura. 

   Varios edificios locales definen de alguna manera ese ADN bahiense: contradictorio, ambicioso, crítico, visionario, optimista. 

   Parte de nuestra historia y de nuestra conciencia escrita en piedra.

Un palacio oriental sobre huesos

   El último día de 1904 se colocó la piedra fundamental de la “primera obra grande levantada por el esfuerzo colectivo de los hijos de Bahía Blanca”: el palacio Municipal de calle Alsina.

   Fue decisión del intendente Rufino Rojas disponer de un edificio que manifestara la importancia que iba tomando Bahía Blanca. Un concurso definió que sea un portentoso palacio de líneas barrocas y aires afrancesados, con su elevada torre marcando la presencia y el poder del estado.

   En el inicio de la obra se mencionó que la misma tenía “un gran significado moral”, que venía “desde que las sociedades se forman con la aspiración de una vida mejor”. Claro que no todas fueron alabanza. 

   Otras voces consideraban que había cuestiones más importantes que atender antes que “aventurarse a construir un castillo oriental, un mueble de lujo inservible”. 

   "El hotel de Ville bahiense se levanta en detrimento de la ciudad: veremos al palacio sostenido por los esqueletos de aquellos que murieron por la negligencia de los funcionarios encargados de velar por la salud pública", se dijo.

   La construcción del palacio comunal se inició en 1905 y se comenzó a ocupar a fines de 1909. Su inauguración fue “silenciosa, sin discursos ni champán ni ruidos". 

   El edificio, sin embargo, ya había tenido un primer uso: en agosto de ese año su hall principal fue utilizado para velar los restos de Ángel Brunel, destacado vecino y ex intendente municipal.

Inauguración ignorada en el barrio de las ranas

   Cuando en 1908 cerró sus puertas el Politeama Argentino, en O’Higgins 70, la ciudad se quedó sin una sala teatral acorde a sus aspiraciones. Eso impulsó al municipio a construir un teatro que diera cuenta de la cultura de sus habitantes.

   Luego de varios intentos fallidos, en 1911 se pusieron en marcha los trabajos, ocupando parte de la quinta Erize adquirida por la comuna y financiada la obra con un empréstito al que adhirieron más de 200 vecinos.

   Inspirada su estética en la Ópera de París, de líneas barrocas, y rodeado de plazoletas, el gran cuestionamiento al teatro fue su ubicación, “alejada del centro”. 

   “Quien sabe si el edificio no termina siendo un pabellón para enfermedades infeccionas”, se dijo.

   “El grandioso teatro quedará más allá de la loma del diablo, donde no se oye hasta más concierto que los que cada noche dan las ranas”, se escribió.

   En 1911, el constructor Francisco Luisoni comenzó a materializar el proyecto de Gastón Mallet y Jacques Dunant. A mediados de 1913 estaba terminado. 

   Sus puertas se abrieron por primera vez al público el 9 de julio de ese año, en la velada de gala de la fecha patria, con un celebradísimo y variado programa con artistas locales y una sala completa. Sin embargo, pronto se instaló la idea que ese programa no estaba a la altura de una auténtica inauguración. 

   Un mes más tarde, el 9 de agosto, una compañía porteña representó la ópera Aída y el coliseo quedó, ahora sí, inaugurado de manera oficial. Las críticas mencionaron, no obstante, que la compañía era de segundo orden y que el espectáculo no había pasado de discreto.

El club Argentino, un lugar donde encontrarse

   Cuando en febrero de 1903 cerró sus puertas el Club Progreso, primer centro social de Bahía Blanca, la ciudad se quedó huérfana de un lugar de encuentro y esparcimiento. Se perdió su “salón ricamente decorado, con alfombras y cortinados europeos”, un estilo que manifestaba, desde 1882, las aspiraciones del pueblo.

   "A El Progreso se entra con todo gusto. Es como una reunión íntima donde todos sabemos quiénes somos y hasta nos conocemos nuestro lado flaco", detallaba una crónica de 1888.

   Su cierre impulsó a un grupo de vecinos a fundar otro centro social similar, donde realizar grandes veladas. Fue la génesis del club Argentino, fundado en 1906 y que en 1910 inauguró su sede propia en la esquina de Vicente López y avenida Colón.

   Es, por lejos, uno de los edificios más atractivos de la ciudad, diseñado por el arquitecto Alberto Coni Molina y financiado con el aporte de sus socios, un fragmento de París trasladado a nuestra tierra, con sus impecables salones y comedores, sus salas de juegos, un lugar donde cualquier personalidad que llegaba a Bahía Blanca podía tomar el té, dormir una siesta y conocer a lo más granado de la sociedad. 

   Su presencia todavía sorprende y emociona, dando cuenta de una sociedad que, en 1910, expresaba sus aires de elegancia.

La sanidad bien atendida

   En 1886 se desató la segunda epidemia de cólera que sufrió nuestra ciudad en el siglo XIX, la cual diezmó a su población. En medio de un dramático panorama emergió la figura de Leónidas Lucero, médico municipal, radicado en nuestra ciudad cinco años antes. 

   Por entonces el pueblo contaba con dos precarias salas médicas en el edificio municipal, sobre calle Belgrano 65. A partir de esta epidemia, Lucero levantó las banderas para construir un hospital municipal, adecuado para atender las necesidades cada vez más crecientes de la población. 

   El establecimiento comenzó a funcionar en 1889, con lo cual lleva atendiendo generaciones de tres siglos. 

   Su emblemático frente de calle Estomba al 900 data de 1906, rematado por una cúpula con pizarras, ornamentado con dos escudos con la cruz sanitaria. Desde 1967 lleva el nombre de Leónidas Lucero. Es una clara manifestación de la ciudad por atender la salud de sus habitantes.

La catedral del básquetbol

   Si uno busca un manifiesto claro y preciso de la pasión que despierta el básquet en nuestra ciudad, ese lo encuentra en el estadio Osvaldo Casanova del club Estudiantes. Porque había que construir, en 1939, semejante estadio –“como la cancha de River Plate, pero en miniatura”, según lo describió la revista El Gráfico—con recursos propios de un club de barrio. 

   Diseñado por el arquitecto Manuel Mayer Méndez, con tribunas de hormigón armado --material novedoso para la época--, la cancha con piso de ladrillo molido, tablero de madera e iluminación para disputar encuentros nocturnos. 

   En 1959 se lo cubrió con una cubierta que es una proeza de la ingeniería, diseñada por profesionales locales, docentes de la UNS.

   A 82 años de su concepción sigue siendo un cabal exponente del significado y la trascendencia del básquet en la ciudad Capital de ese deporte.

Modernidad en las alturas

   En 1936, en la reducida esquina de Zeballos y Portugal se construyó el primer edificio en altura, con la estética de un edificio moderno. Planta baja y 5 pisos. 

   La modernidad en toda su expresión, con un estilo propio de la escuela alemana Bauhaus, paredes blancas y lisas, con toques art déco, un departamento por piso, edificio de renta (no se podía vender por unidades), tecnología de última generación, desde ascensor eléctrico, incinerador, calefacción central, antena para radio y garaje en planta baja. 

   La ciudad comenzaba a quebrar su perfil de chatura para entrar en la época de los rascacielos. 

   El boom será en los 50 y 60, pero el luego bautizado edificio Cisneros (en honor a Carlos Cisneros, su primer propietario) dejó en claro una temprana voluntad que no deja de existir hasta el presente: la de vivir en departamentos, la de marcar un línea del cielo con cientos de edificios en altura.

La primera escuela de la ciudad:  la Nº 2

   La educación fue considerada clave en la ciudad, apenas el coronel Estomba estableció el fuerte fundacional. 

   En 1833 se creó, en los papeles al menos, la primera escuela primaria, exclusiva para varones. Comenzó a funcionar en 1855 y en 1881 se le asignó el Nº 1. De modo simultáneo se creó la Nº 2, para niñas. 

   En 1889 ambas se mudaron desde Sarmiento 64 a un edificio más amplio en calle Vieytes, entre la avenida Colón y Moreno. Al poco tiempo se fusionaron y, curiosamente, el establecimiento adoptó el Nº 2, dejando vacante el Nº 1.

   Cuando en 1906 se crearon nuevas escuelas, una de ellas se llevó ese número (hoy escuela Nicolás Avellaneda, Chiclana 851).

   En 1929 la Escuela 2 inauguró su maravilloso edificio en Vieytes 51, de líneas neoclásicas, con el nombre de Escuela Centenario, con su frente de inspiración griega, con atlantes en sus laterales y una rica decoración.

   Rebautizada en 1941 con el nombre de Gobernador Valentín Vergara, ese maravilloso edificio está desde hace tres años parcialmente vedado a la vista, rodeado por un vallado preventivo por el mal estado de su fachada producto de la falta de cuidado y mantenimiento.

Una estación de paso, terminal

   En 1883 la empresa del ferrocarril del sud construyó la estación Bahía Blanca, anticipando la llegada del ferrocarril que había comenzado a extender sus rieles desde Azul. Típico edificio inglés: ladrillo a la vista y cubierta de tejas.

  Ubicado paralelo a las vías, funcionaba como estación de paso pues los rieles siguen hasta la ubicada en el muelle del puerto comercial. De hecho, el primer tren que llegó a la ciudad, en abril de 1884, desairó a escolares, autoridades, militares y curiosos al no detener su marcha en la estación local, sino en El Puerto. 

   En 1910 el edificio resultaba ya insuficiente para el creciente movimiento de pasajeros y la empresa construyó uno nuevo, en el mismo sitio, esta vez con una fachada de líneas neoclásicas, con toques franceses y una maravillosa marquesina de hierro y vidrio en su frente, típicos materiales de la Revolución Industrial. 

   Es la única obra con estética de estación terminal siendo estación de paso.

   Los ingleses reconocían así el potencial único de la ciudad, poseedora de ferrocarril, pampa y puerto.

Un portal que se convirtió en postal

   “El parque carece de fachada”, dijo el comisionado municipal Jorge Aguilar cuando visitó el parque de Mayo en 1942. 

   De inmediato regresó a su despacho y a los pocos días presentó su proyecto de un portal de acceso en Alem y Córdoba. De líneas coloniales, inspirado-copiado de uno similar existente en una estancia en la localidad de Brandsen.

   La comisión de estética edilicia local –profesionales ad honorem que asesoraban en ese tipo de obras—no fue consultada por Aguilar. Dijeron no estar de acuerdo con el diseño elegido y sus integrantes renunciaron. 

   Aguilar hizo construir la portada con personal municipal en menos de tres meses. Cuando estaba terminada ya no ocupaba ese cargo. Con el tiempo se convirtió en una postal de la ciudad. 

   Fue un paso más para consolidar el lugar como un paseo, manteniendo el diseño del fallido barrio parque diseñado en 1906. Un paseo que modificó las costumbres bahienses y transformó a la avenida Alem, una vieja calle de quintas, en la más popular y concurrida.

El monumento de la discordia

   Bernardino Rivadavia era ministro del gobernador Martín Rodríguez cuando en 1824 se organizó una fallida campaña para fundar un fuerte y un puerto en Bahía Blanca. De ese intento quedó Rivadavia ligado a la historia local. 

   Por eso la plaza principal lleva su nombre, al igual que la histórica Biblioteca. Por eso los denodados esfuerzos para, desde 1906, materializar un monumento en su memoria en el centro de la plaza principal.

   Aquel año hubo un concurso que resultó desierto, al igual que el organizado en 1929, aunque en esa ocasión el intendente municipal dispuso que sí o sí debía haber un primer premio. 

   En una segunda vuelta entre los tres mejores trabajos, y a disgusto del jurado, se tuvo un ganador, Luis Rovatti. Costeado por el estado nacional, la obra demoró 17 años en terminarse, básicamente por la falta de pago al escultor. 

   El monumento muestra a Rivadavia y una referencia a su obra benéfica en sus dos caras. Estaba rematado originalmente por una figura masculina sosteniendo una antorcha. Sin embargo, al entregar su obra, ese sitio preferencial lo ocupó una mujer, con una ofrenda en sus manos.

   Curiosamente, Bahía Blanca fue declarada en 2006 Ciudad sanmartiniana, por ser su fundador, el coronel Ramón Estomba, soldado del Ejército de los Andes y ferviente admirador del general San Martín, al punto de llamar Fortaleza Protectora al fuerte fundacional, en honor al cargo de Protector que Perú le dio al Libertador. 

   Rivadavia fue, en vida, acérrimo enemigo de San Martín, al punto que conspiró contra sus campañas militares y hasta hizo planes para asesinarlo. 

   En esa contradicción histórica entre estos dos personajes una cosa es real: nunca hay flores ni acto alguno en el monumento a Rivadavia. Sobran placas y ofrendas en el del Padre de la Patria del parque de Mayo.