Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

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Las tres obsesiones de Alberto Fernández

La columna dominical de Eugenio Paillet, corresponsal de La Nueva. en Casa Rosada.

   Casi no constituiría una novedad porque los datos están a la vista. Pero adquiere relevancia puntualizarlos en momentos en que el propio Alberto Fernández lo viene repitiendo una y otra vez delante de su mesa chica, o en diálogos con ministros y colaboradores, empresarios, sindicalistas, y hasta en la reunión con una treintena de dueños de medios, como la que mantuvo el martes para pedirles colaboración en una difusión “responsable” de las informaciones sobre la pandemia.

   A su lado las definen como “las tres obsesiones” que ocupan la cabeza del presidente: terminar bien parado, con sus más y sus menos, en la lucha contra el coronavirus cuando sea que ello ocurra y el país pueda retomar cierta normalidad; cerrar sin graves costos políticos y económicos el acuerdo con los acreedores por la deuda externa, y solucionar de la mejor manera posible ese verdadero desaguisado que es el caso de la cerealera santafesina Vicentín.

   Puede observarse, antes de avanzar, que no figura entre las obsesiones presidenciales un tema que en su momento generó mucho ruido, más interno que externo, que se relaciona directamente con la política pura y dura: aquel amague iniciático, cuando todas las encuestas le sonreían, de crear una corriente “albertista” dentro del Frente de Todos.  Un supuesto que, tal vez más por presiones ajenas, él mismo se vio obligado a frenar. Fue cuando literalmente prohibió a sus funcionarios hablar de “albertismo” y de definirse en un reportaje y ante una pregunta puntual como integrante del “frentetodismo”. 

    La obsesión para salir airoso de la lucha contra el coronavirus tiene en el presidente raíces de entendimiento profundas. Está convencido y así lo ha dicho en aquellos diálogos con sus colaboradores cercanos que el éxito de los tres largos años que le quedan de gestión por delante estará inexorablemente marcado por los resultados de esa batalla.

   No se trata solo del aspecto sanitario que se agrava de manera exponencial a medida que avanza la larguísima cuarentena y se acercan picos alarmantes de contagios y muertes, sino también y en modo central de la recuperación de la economía desde los fondos en los que ha caído con su secuela de cierre de miles de empresas y comercios, la pérdida de miles de puestos de trabajo y el aumento a niveles alarmantes de marginalidad y pobreza como el que preanuncia el último informe sobre la Argentina de las Naciones Unidas.

   Hay dos elementos no menores que alimentan esa obsesión del presidente. Y están basados en números. Fernández, lo reconocen en la intimidad sus funcionarios, le teme y mucho a una suerte de desobediencia civil que podría desencadenar un horizonte de cuarentena dura tras cien días de encierro ciudadano y sin fecha de salida aparente hasta ahora. 

   En segundo lugar, político al fin que en la intimidad no cree que su futuro tenga plazo fijo fechado en diciembre de 2023, como suelen deslizar sin ninguna inocencia en el Instituto Patria, mira las encuestas y descubre que entre el 20 de marzo pasado y esta semana, promedio según una decena de sondeos que se han conocido, perdió más de 30 puntos de imagen positiva. Desde aquel 85 % de aceptación que retenía cuando se inició la cuarentena a este 50 %, muy alto por cierto, que registran los datos más recientes. 

   Será por esa razón que el presidente buscó durante esta semana por izquierda y por derecha en el medio del análisis de datos que convaliden la nueva etapa, tener elementos científicos a la mano que le permitan prometer que está “será la última” cuarentena dura, antes de regresar a estadios medianamente normales.

   No se trataría la mirada de esa caída sólo una consecuencia del avance de la pandemia y algunos faltantes sanitarios que ha empezado a mostrar el Gobierno sobre la realidad de hasta dónde el sistema hospitalario puede soportar. 

   El hartazgo social por el largo encierro que denuncian esas encuestas reconoce otros factores que generan claros pelotazos en contra. Hay quienes en se preguntan, por citar un solo ejemplo, si era  necesario que justo ahora el Procurador Carlos Zannini ordenase que se le devuelva la pensión vitalicia de $ 400.000 a Amado Boudou, más un retroactivo de casi $ 20 millones, en medio de tanta penuria colectiva.

   La obsesión por el caso Vicentín reconoce asimismo algunas desprolijidades oficiales en el manejo de la cuestión, donde quedó demostrado que había bastante distancia entre las apetencias expropiadoras del Instituto Patria y el propio pensamiento presidencial. 

   Desde las cercanías de Cristina Fernández, por vía de su abogada Graciana Peñafort, le facturaron “algo de ingenuidad política” por no haber previsto los devenires judiciales que podía tener, como los tuvo, el proceso concursal de la empresa. Alberto, es cierto, fue y vino entre una posición dura y otra más blanda. En el medio, según el paladar de algunos funcionarios, el cristinismo duro “le regaló” a la oposición el banderazo del pasado fin de semana sin diferenciar entre aquella patriada de la 125 con esta empresa plagada de irregularidades. .

   La obsesión del presidente, finalmente, por arreglar el tema de la deuda externa, no es nueva. Era en verdad su primera y casi única gran obsesión apenas unos días después de asumir. 

    Dijo, sin que le faltase razón y antes de que la pandemia de coronavirus le diera vuelta sus prioridades, que la Argentina “no tenía futuro” si no arreglaba con los acreedores. En esa partida de póker está justamente ahora.