Bahía Blanca | Martes, 19 de marzo

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21 de Junio

El cuento escrito por Manuel Alejandro Blanco fue seleccionado por el jurado como uno de los finalistas en el concurso literario.

Por Manuel Alejandro Blanco

   Ana se mece en su silla frente al ventanal. Afuera apenas llueve y dos niños rompen los charcos a pedradas mientras ríen. Ana también ríe. Mira una foto vieja que asoma entre sus pequeños dedos y que deja ver a un joven de pelo largo y gafas oscuras tocando una guitarra. Un morral y un sombrero descansan al lado de una pirca desordenada. Al fondo, una montaña regala mil colores intensos y un sol radiante es rey de la escena vistiendo una impecable capa de celestial seda azul. Ana acaricia la fotografía y sigue riendo. A su lado una señora de cincuenta y pico años permanece sentada atenta a un celular. Se la nota aburrida y a disgusto con la situación. En realidad, las dos se ignoran.

   Ana es una frágil espiga de trigo rubia. Sus ojos verdes están llenos de brillo y su pelo largo le besa los hombros, pero los años se le han quedado en la cara. El tiempo le ha dejado una marca por cada risa y por cada tristeza. Su piel, aunque todavía suave, es una laminita que se le ha pegado a los huesos y algunas manchas oscuras aparecen como islas que diagnostican que su corazón está cansado, muy cansado. Sus manos esqueléticas dan indicios de que sigue siendo coqueta. Un par de anillos con piedras rosas y las uñas cortadas y pintadas prolijamente se resisten a la vejez. Lleva puesto una camperita beige y un pantalón blanco que apenas deja ver medias de abrigo. Unas botitas forradas en pelo, sin taco y de gamuza marrón le calientan los pies. A su alma la calientan los recuerdos.

   Es martes 21 de junio y a pesar del frío y de la lluvia, el geriátrico en el que vive Ana abre sus puertas para festejar con los abuelos. Desde el comedor llegan los acordes de viejas polcas, tarantelas y algún paso doble. Es que han traído una gaita, un acordeón y hasta castañuelas, y por si fuera poco, el teclado de una bisnieta disimula cualquier olvido.

   Alguno que otro se anima a bailar y hasta una poesía con fragancia a naftalina y de rima dudosa llena de exclamaciones al salón. Aplausos, risas y pedidos van y vienen, como van y vienen las mucamas con las bandejas de tortas y chocolates caliente. También hay mate y buñuelos, té y budines de vainilla. Las conversaciones parecen salidas de la torre de Babel, mientras alguien dice: ¡Envido!, otros hablan de varenikes, de la guerra, de los barcos a vapor, de la cosecha del ‘63 y en medio de tanto lío un joven exige la clave de wifi. Todo es fiesta y alegría, con tantos agasajos ni se acordaban de las pastillas para el corazón o de tomarse la presión. No ha faltado nadie... bueno, en realidad casi nadie. Hace años que algunos abuelos postrados en sus piezas con la mirada atornillada al techo y con rostros desfigurados porque ni dientes les han quedado. Solo son dueños de un gemido eterno y de escaras traicioneras y malolientes que señalan el inexorable final de su viaje.

   También están los que están sin estar.

   Ana pertenece a este último grupo. Su cuerpecito ha venido, pero su presencia es solo nominal. Su mente se quedó atrapada en el pasado y en la cárcel del Alzheimer los olvidos y repeticiones son carceleros. Por un momento le da una pausa a su risa y sin dejar de hamacarse deja escuchar su temblorosa voz:

   --Me parece que Rafael vino a buscarme-- dice.

   La señora que ha estado a su lado todo este tiempo le da licencia a su celular y sin transmitir emoción alguna afirma:

   --Mamá,... papá no va a buscarte hoy. Él está de viaje.

   --¡Señora Directora!-- exclama Ana un tanto asustada abriendo sus ojos verdes y girando apenas su cuello hacia la dirección desde donde proviene la voz.

   --Mamá,... no soy la Directora. Soy Clara, tu hija.

   Ana fija su mirada en Clara por unos segundos. Luego regresa a su rutina: vaivén, foto y una risa casi inaudible. Mientras tanto dos muchachas invitadas a la celebración se acercan al ventanal. Han solicitado un remis por teléfono y acortan la espera mirando como el viento juega con el humo de una chimenea cercana.

   Justo cuando Clara vuelve su atención al celular, Ana insiste:

   --Disculpe Señora Directora, pero a Rafael no le gusta eso de los hijos-- y señalando a la nada misma agrega: --Alcánceme la guitarra, por favor. Rafael ya está por llegar y no quiero hacerlo esperar.

   Clara dibuja un “no” en el aire con su cabeza. Suspira. Guarda silencio y hace gala de la agilidad que sus pulgares han desarrollado sobre el teclado de su dispositivo. Mensajes grafiteados la transportan a su verdadero mundo, que nada tiene que ver con el de Ana. Es que Clara es una abogada muy ocupada y sedienta de justicia, o mejor dicho de venganza, que se reparte en mil pedazos ante tantas ocupaciones. Y pensar que en su adolescencia quería ser médica. ¡Si hasta comenzó la carrera de medicina! Pero no pudo soportar la impresión que le causaba el contacto con los cadáveres congelados de indocumentados y vagabundos que la universidad tenía producto de la contribución que se hacía desde la morgue del hospital local, así que se inclinó por las leyes, cambió bisturí por bolígrafo y achuras por legajos.

   En reunión de amigas, ella misma se define como “una buena hija”. A Ana no le hace faltar nada: paga una cuota elevada en el asilo, los medicamentos y pañales son de la mejor calidad y hasta se hizo cargo de un seguro de vida y de una cobertura de sepelio. Todos los 21 de junio desde hace 10 años pasa la tarde con su mamá. En realidad, a decir verdad el año anterior no pudo estar. El estrés del trabajo la obligó a viajar a Europa por un mes. Y el otro año tampoco, una audiencia con un juez fue prioridad en el caso más importante de su carrera ¡Pobre Clara! Entre tantas leyes que debe estudiar se ha olvidado de la más importante: amar. Su agradecimiento es más chiquito que la letra de los contratos que revisa y la ternura y la empatía están bajo arresto domiciliario por asociación ilícita. ¡Pobre Clara! No alcanza a comprender que ella también está siendo juzgada y que la silla que hoy mece a Ana dentro de unos años la mecerá a ella: “Res iudicata”.

   En fin, el tiempo ya se encargará del futuro. Futuro que Ana no tiene, ella solo vive en la burbuja del pasado, y dentro de esa burbuja insiste, garabateando en el aire un escrito imaginario:

   --Señora Directora, cuando termine las evaluaciones voy a viajar con Rafael a la ciudad. ¿Usted se puede quedar con los chicos? Se lo agradecería mucho.

   Por primera vez en la tarde Clara levanta la voz:

   --¡Ay mamá!... ¡¿Cuándo me vas a conocer?! --dice con dolor mientras toma a Ana de un brazo. --¡Soy Clara, tu hija. No soy la Directora!... y... papá no te va a buscar, él ya se fue.

   --¡Señora Directora! Discúlpeme, pero Rafael me dijo que me buscaba, y él sin mi no va a irse --replica Ana con firmeza casi insubordinada.

   El tono alto del diálogo hace que las jóvenes junto al ventanal se olviden por unos segundos del remis y volteen sus miradas a las dos mujeres que hablan de una realidad sin sentido, ya que más de cincuenta años separan sus argumentos.

   Percatándose de la situación, Clara como buena abogada elabora su defensa. Se pone de pie y se dirige a las testigos y en voz baja, como buscando una conciliación reconoce:

   --Es mi mamá. Era maestra. Se recibió y decidió ejercer su vocación en una escuelita rural del norte,... ustedes se imaginarán... muy pocos recursos... un nivel cultural muy... muy bajo. A veces ni para comer tenía. Esa experiencia la desgastó físicamente. Además... el clima... extremo... y las distancias... Pero, bueno, era feliz así.

   --Todavía parece feliz-- comenta una de las muchachas.

   --Tiene una enfermedad neurológica. Está perdida. Por ejemplo, a mí ni siquiera me conoce. Eso me pone muy mal,... ¡con todo lo que hago por ella! Les juro: no sé ni para qué vengo si ella no sabe quién soy y yo... yo me pongo tal mal-- se excusa Clara a punto de auto declararse inocente.

   --El Rafael de quien habla su mamá, ¿es su papá?-- pregunta la joven.

   --Sí. Yo no lo conocí. Por su culpa mamá dejó todo. Era un bohemio que llegó a un festival que se hacía en el lugar. Un vendedor de artesanías... pero para mamá fue un festival de ilusiones y fantasías, se enamoró perdidamente de su maldita guitarra y de sus poesías-- responde Clara respirando rabia, fastidio y resignación. Cambia el aire y con decepción por el contenido de su relato, continúa:

   --Se fugaron juntos en la caja de un camión. Recorrieron casi todo el país viajando de un lugar a otro sin casi un centavo. Vivían de las cadenitas y de la música que pa... que Rafael hacía. De ahí en adelante esa fue su vida: viajar y viajar. De un lado a otro, de festival en festival. Sin un sentido, sin rumbo.

   --¡Qué fantástica historia de amor!-- interrumpe azorada su interlocutora.

   --¡Pero, por favor!-- responde Clara dejando de lado el acortamiento y la posición de víctima.-- ¡Dos irresponsables! ¡¿Qué tenían en la cabeza?!-- pregunta mientras que con uno de sus dedos índice se toca enfáticamente la sien derecha y luego de un par de segundos responde a su propio interrogante:

   --Absolutamente nada ¡Nada!. Si hasta estuvieron detenidos en más de una comisaría por robar picadillo, panes y hasta frutas en negocitos de mala muerte. Pero el principal responsable... mejor dicho ¡irresponsable!... fue mi padre. Cuando se enteró de que mamá estaba embarazada la abandonó. Le dijo que se iba a un pueblo vecino a tocar la guitarra para el carnaval, pero nunca volvió. Desapareció. ¡Crápula!.

   De fondo se escuchan los ecos finales de las despedidas que llegan desde el salón contiguo.

   En poco rato todo volverá a la rutina diaria. Cerca del ventanal entre las cuatro mujeres el silencio se impone por unanimidad y solo la silla de Ana se queja porque algún tornillo está más senil que su inquilina. Pero a Clara le queda su alegato final:

   --Mamá me crió sola. Hizo de todo: limpió casas, cuidó chicos, dio clases particular, lavó y planchó para afuera... de todo. Siempre se la veía contenta, pero muchas veces la sorprendí mirando incrédula por la ventana y llorando-- dice con un ápice de compasión.

   Sin embargo, casi inmediatamente vuelve a ser la fiscal de la causa y otra vez arremete acusadora.

   --Nunca lo olvidó, creo que se negó a aceptar la realidad su “amor”, su idílico poeta no era más que un traidor, mentiroso y cobarde. Estoy segura de que eso la enfermó. Es más, a las pruebas me remito: sólo tiene en cuenta a Rafael,... a mí,... a mí jamás me recuerda.

   --Quizás si usted pasa más tiempo con su mamá puede lograr que ella la incluya en su vida, quien le dice, por ahí sea solo eso lo que haga falta-- reflexiona la segunda joven sin profundizar mucho en el tema sabedora de que tampoco es un ejemplo en la materia. Solo viene después de los días 20 a pagar la estadía de su abuelo. Hoy se quedó un poco más, por el alboroto y sobre todo por la demora del remis.

   Justamente una bocina da por terminada la sesión. La primera en levantar la vista es Ana quien exclama por Rafael. Rápidamente las chicas reconocen al auto y minimizando la historia se despiden de Clara y se van corriendo ya que el chubasco es intenso.

   El minutero avanza perezoso. Ana se ha dormido. Clara mira por enésima vez el celular. Le besa la frente a su madre sin despertarla, total, despierta o dormida seguirá siendo una desconocida y... se va. La fiesta ha terminado. Afuera los charcos ya no tiemblan por las piedras de los niños, sino por la sed de un par de gorriones. Abajo en el horizonte el sol pudo quebrar a la tormenta y un rayito de luz deja el mensaje póstumo: mañana después de la helada habrá, por fin, buen tiempo.

   Clara entra en su auto que más allá de la precipitación luce impecable. Se pinta los labios, se acomoda los aros. Vigila el celular, al que nunca ha dejado de vigilar. Enciende la radio y acelera sin esquivar a los charcos que otra vez en la tarde perderán su forma entre toscas y gorriones. El viaje de regreso es largo y tedioso, mañana la espera un divorcio y pasado una mediación laboral. Por la FM el locutor afirma con voz pausada y grave: “No existe una historia de amor real que tenga un final feliz. Si es amor no tendrá final. Y si lo tiene no será feliz”. Clara escucha. Frunce el seño y piensa “Pasa el tiempo y estos poetas no cambian: amor igual felicidad. ¡Felicidad es estudiar y trabajar. Ser alguien! A ver si dejan la guitarrita y agarran un poco más los libros. ¡Una profesión, una carrera. Ser exitosos!.

   Con esta reflexión avanza. La oscuridad y su manto de sombra gigantesca resaltan un puñado de estrellas curiosas. Música clásica acompaña a Clara quien juega a ser pianista sobre el volante, marcando el ritmo con sus dedos. Más allá de esto sigue desandando los kilómetros con atención: al manejo, al retrovisor, a los cambios de luces, a la banquina, en fin... a todos los detalles. Está muy segura, confiada, es dueña de la situación. Parece saber todo de todo.

   Sin embargo, lo que Clara ignora es que esa ha sido la última vez que ha visto a Ana. Esa velita apenas humeante que es su mamá está próxima a apagarse definitivamente. Ya no hay tiempo para otro 21 de junio. Y lo que Clara nunca sabrá, es que a los pocos días de que Rafael se marchó al carnaval el periódico local informó: “Accidente fatal en la ruta 6.

   Dos automovilistas perdieron la vida al volcar la camioneta que los transportaba al regresar de los festejos de carnaval. Uno de ellos, el propietario del rodado mayor, pudo ser identificado. Se trata de un hombre soltero de la zona. En tanto que se desconoce la identidad de su acompañante ya que carecería de documentación. En el interior del vehículo siniestrado se hallaron entre otros elementos una guitarra y dos importantes muñecos de peluche atados con un cordel a un corazón con la frase. “Para los dos amores de mi vida”.

   "Se agradece cualquier información sobre el infortunado, ya que de no presentarse reclamos sobre el NN sus restos serán entregados por parte de la morgue local a la universidad.
Ampliaremos”.