Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

Leé "La cita lejana", el cuento ganador de una mención del concurso literario

Fue escrito por Tomás Manuel Heredia

   El Ilirinja había partido del puerto de Ancona un poco después de las ocho y treinta de la mañana. Era un día luminoso y el ronronear de los motores se confundía con el batir de las pequeñas olas, despeñándose en el profundo tajo que tallaba el barco en las aguas calmas del Mar Adriático. 

   La nave tenía como punto terminal el puerto de Zadar, en la costa yugoeslava. El viejo casco construido en Noruega cumplía todos los días el recorrido de ida y vuelta casi con la exactitud de un tren expreso. Desde los puentes, el enjambre de turistas acribillaba con sus cámaras fotográficas la magnífica vista de los acantilados de la costa italiana, todavía visibles en la diáfana mañana. 

   Germán Kukic caminó hasta la lustrosa baranda del puente inferior. Para apoyar sus brazos, con una mano limpió de la madera las pequeñas gotas de rocío que aún el sol no había conseguido devorar. Luego inclinó casi la mitad de su cuerpo, en la clásica actitud contemplativa de los que viajan por mar. La cara bronceada y el gris de sus ojos, le daban un aspecto casi latino y el pasaporte, argentino que guardaba en el fino saco azul, terminaba por enmascarar el origen croata de su apellido. 

   Con el mentón apoyado en sus manos enlazadas, recordó con satisfacción que el Congreso Mundial de Geología celebrado en París en ese año de mil novecientos ochenta, le permitió conocer no sólo Francia e Italia, sino que ahora y por primera vez llegar a la tierra de sus ancestros; de la que partió en el vientre de su madre en los últimos días de mil novecientos cuarenta y tres. Germán no había conocido a su padre. Recostado en la baranda del puente, se preguntó cuál de las caras alegres y sanguíneas de hombres mayores que lo rodeaban podría parecerse a la de Darko Kucic, desaparecido en la voraz hoguera de la guerra. 

   Volvió a contemplar, por incontable vez, la pareja letra de su madre sobre un papel pequeño en el que podía leerse Stevo Batovic-Hotel Zagreb-Zadar, la única referencia que ella y su hermana mayor habían conservado del amigo íntimo de su padre. El joven geólogo supo siempre del duro momento cuando Nadia, salió una madrugada aferrada a una valija y a la mano de una niña, llevando el abrazo de Stevo Batovic como despedida del suelo yugoeslavo. 

   Después, el recibimiento en Buenos Aires por los únicos tres parientes en esa tierra nueva, el trabajo en el campo, el lento borrar de los recuerdos y el crecer constante de la nostalgia. 

   Al atardecer la nave llegó al puerto de la bella Zadar, entre ulular de sirenas y los gritos de los operarios del muelle, afanándose por fijar los cabos a las bitas de amarre. Germán preparó con manos nerviosas su equipaje y se dirigió a la sala de pasajeros, donde ya se habían agrupado algunos impacientes. Al rato, los viajeros se precipitaron hacia el enorme vientre del Ilirinja, mezclándose con los automóviles que descendían por la amplia rampa conectada con el muelle. 

   El día era fresco. Una tenue llovizna no impidió que Germán viera con emoción los sobrios edificios de la Aduana y los primeros rostros de la gente detrás de una valla custodiada por empleados aduaneros. 

   Un oficial de uniforme verde y estrella roja en su gorra, inspeccionó con curiosidad el azul pasaporte argentino, donde el apellido parecía no encajar. Luego, habló  rápidamente en croata deseando feliz estadía. Kukic contestó en igual idioma, sorprendiéndose de sus propias palabras. En un par de minutos traspuso la valla donde los recién llegados se abrazaban con familiares o seguían con premura hacia la salida del puerto. A los pocos pasos se encontró caminando solo, aspirando con fuerza el mismo aire que alguna vez había sido de su padre. 

   Las calles arboladas y limpias y el ritmo lento de los que cruzaba en su camino, le hizo pensar en las pequeñas ciudades del interior de Argentina. Preguntó a un taxista por el Hotel Zagreb y se asombró que sólo estuviera a pocos minutos del puerto, por lo que decidió llegar caminando. 

   El Hotel no se diferenciaba demasiado de los edificios que había visto, de Eneas cuadradas y amplios ventanales. Al llegar, un tenue temblor hizo acelerar el pulso de Germán. Todo su cuerpo había detectado que estaba próximo a conocer a quien podría contarle los últimos y lejanos días de su padre, cuya simiente se prolongó en tierra americana. 

   En la sala de recepción el conserje hablaba en italiano con dos turistas, dándoles referencias sobre un mapa. El argentino esperó a que se retiraran los clientes y tímidamente se acercó a la barra, donde una cara de gruesos bigotes y mejillas sonrosadas esperó la pregunta: 

   -Busco al señor Stevo Batovic. Soy de Argentina. 

   El conserje lo estudió con sus ojillos celestes y fríos. Sin inmutarse respondió: 

   -Hace años que él no trabaja aquí, pero puede encontrarlo en la industria pesquera Adria, en la planta de envasados. 

   -Gracias -dijo el argentino- también necesito una habitación. 

   -¿Cuantos días?, dijo el empleado consultando el registro. 

   -Por dos días por favor.

   A la mañana siguiente, luego de una noche donde las emociones lo hicieron dormir profundamente, Germán salió a la calle con la esperanza de encontrar a Batovic. Tomó un taxi y se hizo llevar a la empresa Adria, que había encerrado en un círculo dibujado sobre el mapa turístico que le obsequió el conserje. Al llegar, una recepcionista de dulces rasgos lo atendió y luego de una breve conversación ella se levantó de su silla y fue a buscar a Stevo Batovic dentro de la fábrica. Contra su deseo, Germán podía escuchar el latido acelerado de su corazón mientras esperaba en la pequeña sala. Al rato, la puerta por donde había ingresado la mujer se abrió: 

   Un hombre alto y delgado de finos cabellos casi albinos, apareció en la sala con una mezcla de curiosidad y desconfianza en el rostro. Algo más de seis décadas le daban un aspecto de serena dignidad. En su mano traía un casco rojo y vestía un impecable mameluco azul. Germán ensayó el idioma de su ancestro con una sonrisa: 

   -Soy Germán Kukic, de Argentina. 

   Stevo Batovic asimiló como pudo el golpe de ese apellido, que conocía tan bien. Por algunos segundos su mirada cristalina recorrió el rostro de Germán, como quien estudia un cuadro. Luego, casi desbordado por la emoción se acercó al hijo de su amigo y lo abrazó. Sólo atinó a musitar un “bienvenido”. 

   Hablaron algunos minutos de trivialidades y luego ambos quedaron en encontrarse después de mediodía, en el Café cercano al Museo Antropológico. Germán almorzó en el Hotel Zagreb y media hora después empezó a caminar hacia el lugar de la cita. 

   Stevo ya estaba allí cuando llego Germán. Se sorprendió y dio un pequeño salto en la silla mientras se paraba y preguntaba: 

   -¿Te gusta la grapa de ciruela? 

   Germán asintió con una sonrisa. Sabía que nadie como los yugoslavos apreciaban la exquisita bebida. Al rato, frente a las reconfortantes copas, Stevo se animó a preguntar por la vida en Argentina y comenzaron una conversación trivial. A Germán lo dominaba un único objetivo y esperó el momento para cumplirlo. En un paréntesis de Batovic, le costó hablar:

   -¿Qué pasó con mi padre? 

   Stevo apuró el licor algo perturbado. Pasó la punta de la lengua por los labios y respondió: 

   -Han pasado muchos años. Los que hemos hecho la guerra tratamos de olvidar los recuerdos. No puede haber recuerdos buenos de tan triste experiencia. 

   Germán entrelazó sus manos y se acomodó mejor para seguir el hilo del relato, que le llegaba como si fuera una lectura poblada de presagios: 

   “Darko era muy valiente y fuimos muy amigos. Estábamos llenos de juventud y de ideales. Nuestros estudios en la Universidad y nuestras ambiciones quedaron atrás, en aras del patriotismo, que se palpaba en el aire. Nos fuimos a las montañas integrando las tropas irregulares denominadas chetniks, para enfrentar a los alemanes. El enemigo era la mejor infantería del mundo, pero nuestra guerrilla la frenaba. Tu padre llegó a integrar el Estado Mayor de Draza Mihailovic, quien era nuestro guía e inspirador.” 

   Germán estaba cautivado con las palabras. Stevo se detuvo para pedir otras dos copas y luego prosiguió: “Draza había sido el primero en organizar la rebelión, pero luego surgió el movimiento de Josif Broz- Tito apoyado por la Unión Soviética. Al tiempo, la separación entre los dos grupos guerrilleros fue inevitable. A mediados de mil novecientos cuarenta y tres Draza planeo una acción de sabotaje contra el General Von Weichs, que comandaba a las divisiones alemanas de ocupación. Darko tuvo allí una importante participación. En julio de ese año acompañé a tu padre y a Nadia hasta Trieste. Había que encontrar a un oficial del ejército italiano que era nuestro contacto e informante”. Batovic se detuvo para respirar hondamente y luego continúo: 

   “AI ingresar a la ciudad, una patrulla alemana apareció. En segundos cayeron sobre nosotros y me di cuenta que la presa era tu padre, pues a Nadia y a mí nos ignoraron. Darko intentó huir, pero apenas echó a correr le dispararon a las piernas y no hubo nada más que hacer. Casi arrastré a Nadia para alejarla y buscar un lugar seguro. Después emprendimos el regreso a nuestro campamento, en las montañas”. 

   Germán escuchaba, mientras una tenaza en su garganta parecía compulsarlo a llorar. Stevo dio vuelta su cara hacia la ventana del recinto, mirando a los turistas que sacaban fotografías a las cercanas ruinas del imperio romano. Pensé que esos restos de columnas y doseles estaban allí desde siempre, desde su niñez y durante la guerra. A través de ellas habían pasado cientos de años de historia; de conquistas, de grandezas y de estupideces humanas. La voz de Germán lo arranco de sus pensamientos: 

   -¿Ni siquiera recuperaron su cadáver? 

   Batovic miro fijamente al argentino antes de responder: -Darko no murió... 

   Ya era demasiado para Germán. Sus labios empezaron a temblar, incapaces de modular una frase. Stevo continuó: -Aun lo creíamos muerto cuando tu madre y tu hermana partieron para Argentina. En el cincuenta y tres o en el cincuenta y cuatro, uno de los nuestros que había sido prisionero en Riga me aseguró que Darko vivía y que trabajaba para un servicio inglés. 

   Batovic llamó al mozo y pidió una botella. Lleno las dos copas y siguió hablando: 

   -Darko me escribió en el cincuenta y seis. Ese mismo año nos encontramos en Innsbruck. Estaba muy cambiado y ayudaba con un bastón la leve cojera de su pierna derecha. Él está seguro que el responsable de su captura fue Tito, tal como lo fue en la ejecución de Draza Mihailovic. 

   -¿Por qué nunca nos buscó?- se animó a preguntar Germán. Stevo supo que era inevitable contestar lo que hubiera querido guardar para siempre: 

   -Tu padre ya no se llama Darko Kukic. El servicio le dio un nuevo nombre y además -dijo resoplando- se casó con una refugiada húngara. Tiene una hija y dos nietos. 

   La noticia pareció abofetear a Germán. La cara de Stevo parecía ahora más vieja y más lívida. Siguió hablando: 

   -Nunca se lo  dije a Nadia. Darko me lo pidió y yo, su gran amigo, no pude recriminar su actitud. Hay razones en ciertos hombres que tienen tal intimidad, tal exclusividad de actos, que nadie puede tener el derecho a erigirse en juez. Desde aquel encuentro, no supe nada más de tu padre. 

   Germán se paró lentamente y abrocho con desgano su grueso abrigo de piel. Stevo permanecía sentado, tratando de ignorar los húmedos ojos del argentino. Antes de escuchar la despedida casi susurro: 

   -Germán, no condenes a tu padre. Lleva su apellido con orgullo, pues son pocos los capaces de comprender como la tortura, la miseria y la muerte condicionan a un hombre. 

   Germán asintió con una leve inclinación de su cabeza, casi al borde del llanto, Stevo se alzó de su silla y lo acompañó hasta la puerta del concurrido Café. Lo abrazo largamente y luego se quedó contemplando como la figura del hijo de su gran amigo se perdía entre la gente que invadía el paseo. 

   El Ilirinja partía de Zadar al día siguiente, cerca del mediodía. Germán cenó ligeramente y llegó a su cuarto para derrumbarse en su cama, a sabiendas que el sueño reparador apenas llegaría a sus sentidos, cargados de emociones. Despertó muy temprano y desayuno un café muy cargado y lo acompañó con dos tostadas. Advirtió que disponía de casi cinco horas todavía en tierra yugoslava; así que se dedicó a pasear por la ciudad, recorriendo los mercados y las tiendas repletas de recuerdos. 

   El retrato del mariscal Tito aun presidía casi todos los comercios y era quizás el único detalle que hacia ver a todos los turistas que estaban pisando suelo socialista. 

   Cerca de la antigua iglesia de Zadar, Germán vio un grupo de adolescentes que ensayaban cantos a coro. Se quedó extasiado de la armonía y belleza de las voces, Se detuvo a pocos pasos de ellos observándolos con emoción. Representaban – pensó - a la nueva generación de yugoeslavos, para quienes las consecuencias de la última guerra no había llegado hasta sus vidas. 

   Mirando a los jóvenes, Germán sintió, por primera vez, que una secreta confusión asomaba a su consciencia. Amaba su patria, pero el llamado de su sangre lo conmocionaba. Se sintió tremendamente cerca, casi fundido a esa tierra, con esa gente tan familiar y tan suya. 

   Al rato, consultó su reloj y decidió regresar al Zagreb para levantar su equipaje. Al llegar, el conserje lo llamo: 

   -Señor Kukic, hay un mensaje para usted. 

   Germán se acercó lleno de extrañeza. Recibió del empleado un pequeño sobre con el membrete del Hotel. Con rapidez lo rasgó. Se encontró con una nota de letra pareja que en dos renglones permitía leer: 

   “Peter Durham, oficina de embarque, Southampton. Un abrazo. Stevo Batovic”. 

   El argentino guardó con lentitud la nota en el sobre. En ese instante su rostro se llenó de una serena firmeza. Desde el salón comedor, los primeros acordes de la orquesta llenaron el ambiente. Germán Kukic no los escuchó, pues para entonces el mundo se había evaporado para él.