Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

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Las huellas del diablo en Bahía Blanca

Mucho más que una leyenda urbana, la historia del exorcismo fallido en la vieja iglesia del Hospital Penna, antes de su restauración, sigue siendo un secreto a voces en algunos círculos de poder.

Fernando Quiroga / Especial para “La Nueva.”

   El relato que presentamos a continuación, nace del testimonio del Presbítero Miguel Ángel, recientemente fallecido, sacerdote muy querido por la comunidad rosaleña y castrense, quién lo refirió a quien suscribe el artículo, en una reunión informal a fines de 2008. En una madrugada de sobremesa y anécdotas, el religioso contó una historia que según sus palabras prefería olvidar.

   Honorio García Jaén es menor que yo; un franciscano simpático con el compartimos grandes cosas en España– expresaba el Párroco-. Se vino en el 89; era un gran amigo al que me encantaba visitar. Como hombre de fe, siempre dije que era un tanto quijotesco su interés por la actividad paranormal. Compartimos muchas inquietudes, pero yo me concentré en lo pastoral, y él, en otros menesteres de Dios…

   Templados por una exquisita cosecha de Cavernet Sauvignon, y las llamas de un hogar campestre en esa fría madrugada de julio de 2008, el sacerdote narró un episodio de posesión diabólica reciente (para ese momento y aún hoy) ocurrido en los años 90, protagonizado por el mencionado García Jaén y un Capellán Militar, el cual, por su expreso pedido, omitiremos el nombre.

   La historia se desarrolla en el Hospital Penna en el segundo semestre de 1994. Solía aparecer por la guardia del nosocomio, una anciana indigente que, muy pronto se ganó la simpatía de pacientes, médicos y residentes. Arminda Pardales, quien declaraba tener 84 años y no tener familia, de origen santiagueño y devota de la telesita, había llegado a Bahía Blanca en el marco de la feria de artesanos de ese año. Enamorada de nuestra ciudad, decidió quedarse. La artritis, avanzando a pasos agigantados, tomaba sus manos más no su voluntad; dueña de una sonrisa irrepetible, la veíamos vender flores, actividad sugerida y compartida por su amiga, la florista Delia de Madariaga.

   La crónica nos lleva a una tarde de fines de octubre, cuando mientras entregaba madrigales y sonrisas, convulsionó ante la sorpresiva mirada de todos. Enfermeros, médicos y otros (hasta los taxistas residentes) se acercaron a la guardia médica para prestarle apoyo y contención. Lo cierto es que, de la noche a la mañana, Arminda perdió la chispa que la caracterizaba. Ensombrecida por dolores y pérdida de memoria, expiaba la nada; su mirada, antes jovial y pícara, ahora vagaba en los puntos muertos de los rincones.

   El diagnóstico fue desolador: la demencia senil avanzaba. Sin embargo, de repente y sin explicación, después de semanas de un aletargado y triste deterioro, una mañana de lluvia primaveral “despertó”. Como si hubiese dormido confortablemente una noche sin par, comenzó a ser la misma de siempre. Contenta y dicharachera, revivió su carisma y la alegría de todos vertebró la jornada.

   En aquel año, García Jaén había decidido quedarse unos meses en Bahía Blanca y, voluntarioso como era, visitaba el Penna, por lo que naturalmente conocía a Arminda. Aquel crepúsculo de octubre de 1994, y ya habiendo terminado el horario de vistas, Honorio fue a saludarla. La encontró de espaldas, en silencio, mirando la ventana.

  El Presbítero, hace hincapié en el extraño relato de su amigo y compañero, al que llamaba cariñosamente el Galleguito, aunque su acento andaluz lo situase en otro vergel de la Madre Patria:

   Recuerdo que había terminado la misa de las siete de la tarde y me llamó; estaba claramente ofuscado y temeroso, me contó una situación que, sabiendo que venía de él, no podía ser mentira. Le presté toda la atención del mundo, y nos pusimos en manos de Dios…

   Arminda – la llamó jovialmente Honorio – te he traído los dulces de los que tanto gustas!

   La anciana, sin inmutarse, repetía una frase un tanto incómoda:

   Me quieren arrancar la piel… me quieren arrancar la piel… - Honorio, sumamente preocupado se acercó contenedor. Al notarlo la anciana cambió la postura; los brazos laxos a los costados y la atención profundamente dispersa.

   El franciscano fue presa de una incomodidad a la que definió como antinatural.

   ¿Arminda, estás bien? – la preocupación embargaba cada molécula del aire enrarecido de la habitación.

   La octogenaria, con el rostro desencajado, giró presurosamente el cuello hacia el sacerdote; habló con una extraña voz gutural, mientras lo observaba amenazante

   Ubi fumus, ibi ignis- exclamó en perfecto latín. Lo paradójico, es que la anciana a duras penas se expresaba correctamente en castellano.

   Mudo de espanto, Honorio reconoció la frase: donde hay humo es porque hay fuego, una sentencia antigua e inexorable. Una catarata de certeza sobrenatural pareció inundar la habitación. Con exagerada mueca, la vieja se le abalanzó, tomándolo del cuello y levantándolo en el aire. García Jaén, sentía que si aún podía respirar, era porque la anciana (o lo que la habitaba) decidía no asfixiarlo.

   Con dificultad sobrehumana, tirando con todas las fuerzas de sus dos manos, no pudo quitar las falanges artrítica. ¿Quis es?, alcanzó a preguntarle en latín (literalmente Quién eres?) a lo que Arminda, sonriendo grotescamente, expresó: Eram quod es, eris quod sum, voz que reza Yo era lo que tú eres; y tú serás lo que soy.

   Arrojó al sacerdote contra la pared y cuando este levantó la vista, la anciana ya no estaba. Alertados por el ruido, un capellán castrense y una enfermera, entraron. La operaria fue a dar aviso a los superiores de la falta de Arminda, y Honorio aprovechó para poner en autos al otro sacerdote.

   Allí fue cuando me llamó– refería aquella noche, Miguel Ángel narrando el episodio–. Estábamos consternados, en ningún momento se nos ocurrió pensar que no fuera otra cosa que posesión; los signos eran muy claros, sin embargo, declararlo hubiera sido un problema para la carrera de todos. Había que actuar rápido, y Honorio decidió improvisar el ritual.

   Eran cerca de las nueve de la noche y la buscaban infructuosamente. Sin querer dar una voz de alarma, silenciosamente los dos hombres recorrieron dependencias, incluso el ala abandonada del hospital, en muchas ocasiones, refugio de linyeras y malvivientes. Sin embargo, guiados por fuerzas que van más allá, Honorio y el Capellán, enfilaron sin dudar al lugar al que creyeron que serviría de refugio para una abominación.

   La Porciúncula (tal es el nombre de la pequeña capilla por entonces abandonada) era parte del complejo original del hospital. Levantada en 1927, lleva ese nombre en memoria de la renombrada iglesia franciscana. En aquel entonces destruida, la antigua “capillita” del viejo policlínico, era tierra fértil para albergar a la extraña criatura. El espacio de fe, sin sagrario y vandalizado, había quedado en parte oculto en la enorme estructura desde 1957. Los sacerdotes, persignándose, con un solo ejemplar de bolsillo del nuevo testamento, se dirigieron a la torre románica de 18 metros, oculta pero siniestra y latente, en la tarde que ya había declinado en noche inexorable.

   Ya acercándose la vieron, sin dar crédito a sus ojos. La anciana se había arrancado el camisolín de internación y se movía, desnuda y serpenteante, trepando con monstruosa agilidad, por una de las dos columnas ornamentales que presidían el pequeño recinto profanado.

   Los clérigos entraron rezando a viva voz, y el Capellán encendió una linterna que dirigió al rostro de la poseída. La anciana de 84 años, saltó hacia el altar como un animal de presa; amenazante, con imposible y demoníaca agilidad. El rostro iluminado artificialmente era una máscara helada con los pómulos hechos jirones. Como un cuadrúpedo acechante, encaramada en el altar, aullaba mostrando la boca desdentada. Honorio tenía en la repisa del hotel donde se hospedaba, un ejemplar de De exorcismis et supplicationibus quibusdam, el ritual romano aprobado para realizar exorcismos. Nunca lamentó tanto no tenerlo. Sin embargo, seguir adelante era la única posibilidad, así que comenzó a caminar lentamente hacia Arminda, mientras recitaba, cadenciosamente, el prólogo del Evangelio de San Juan

   In principio erat Verbum…

   La mujer gimió como una bestia mítica, y vomitó una copiosa y sólida solución hacia los sacerdotes

   et Verbum erat apud Deum…

   ¿Estás seguro?- Inquirió el Capellán tembloroso, sosteniendo en alto la linterna mientras se persignaba a tan solo tres metros de la figura que, cobrando suerte de bestia salvaje, los miraba desafiante.

   et Deus erat Verbum– afirmó Honorio como en trance.

   La posesa, dislocando la cabeza hacia atrás, emitió una especie de graznido; repugnancia inenarrable y profunda impresión para los dos hombres que, consternados, guardaban silencio. El Capellán lloraba de la impresión. Aquella criatura que Arminda había sido alguna vez, y en un movimiento imposible, descendió rápidamente del altar para abalanzarse sobre Honorio, mordiéndolo en el rostro. El Capellán, saltando sobre la octogenaria figura, no solo no logró despegarla de Honorio, sino que fue arrojado contra una de las paredes, rompiendo con su cuerpo lo que quedaba de uno de los vidrios laterales. Dos policías y la enfermera que había ido a alertar la seguridad, entraron a la minúscula nave de la pequeña Iglesia en ruinas, a tiempo para ver con profundo horror, como la anciana sostenía la boca abierta del franciscano seminconsciente, mientras desde la suya transfundía a ésta, una especie de líquido espeso y oscuro.

   La escena dantesca terminó cuando a la voz de alto y desenfunde de uno de los oficiales, la anciana se desplomó sobre Honorio, rodando sobre si misma, gritando hasta desgañitarse, antes de desencadenar un irrevocable paro cardíaco.

   El capellán cuyo nombre te pido que guardes para vos, me contó que la pobre falleció en el acto– expresó el Présbitero entre las sombras del alba-. En cuanto a Honorio, todavía libra su batalla… él es quizás, el mejor entre todos nosotros.

   Algunos aseguran que, en un cercano monasterio de la provincia de Buenos Aires, hay una celda de clausura donde un franciscano español, que no han visto ni siquiera los monjes residentes, y que posee ulceraciones y profundas heridas, lucha noche a noche, contra enemigos invisibles que, entre gritos irrepetibles, dicen querer arrancarle la piel.