Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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Conociendo al jurado del concurso Cuentos: Martín Etchandy

Podés leer uno de sus cuentos: Pelopincho.

   Martín Etchandy es uno de los representantes que estará en el jurado del concurso literario Cuentos que organiza La Nueva..

   Es licenciado en Comunicación Social (UNLP) y docente. Publicó cuatro libros de poesía: Azul de sombra (1997), Eterno y fugaz (2003), La poesía o nada (2008) y Las horas salvajes (Ediciones del dock, 2017) y dos de cuentos satíricos: Estoy harto de que me saquen fotos (Muerde Muertos, 2016) y Mil veces metí la pata (Muerde Muertos, 2019).

   Escribe también obras teatrales, guiones de radio y críticas cinematográficas.

   Ha participado en calidad de actor en una veintena de puestas teatrales. Muchos de sus textos han recibidos premios y menciones especiales en concursos literarios nacionales e internacionales y han sido publicados en numerosas antologías.

   Y actualmente vive en Bahía Blanca.

   Les dejamos un cuento escrito por él: 

PELOPINCHO

La pesadilla que se extendió a lo largo de muchos años y de la cual acabo de despertar, comenzó un día muy puntual de mi vida: el día que mi papá trajo la Pelopincho a casa.

Lo recuerdo bien porque yo había deseado muchísimo esa pileta, la había estado pidiendo desde que tenía uso de razón y por esas cosas inexplicables de la vida mis padres, que no tenían mayores problemas económicos, no me la habían comprado.

Fueron entonces largos años de zambullirme en piletas de vecinos, primos y amigos. Nunca en la propia. Jamás la hermosa sensación de “poner la manguera para que se llene”, de chapotear cuando se me antojara (inclusive a la hora de la siesta), de invitar a mis compañeros de la escuela a casa. Por el contrario, la eterna condena de angustiarme ante la inminente llegada del verano sabiendo que dependería de la caridad ajena para poder disfrutar de unos fabulosos chapuzones.

Pero un 6 de enero, Día de Reyes, el despertar me sorprendió con una imponente caja al lado de mis zapatillas en el garaje. Recuerdo el éxtasis que me produjo leer la palabra mágica: “Pelopincho”, con las medidas en letra muy clara y la infaltable leyenda “Industria Argentina”. Yo era muy grande en ese momento, había cumplido los doce años en septiembre del año anterior y estaba preparándome para abandonar la infancia.

El regocijo al contemplar la caja vino junto con la amargura de saber que era un regalo tardío, muy tardío. Ya habían pasado esos años en los que mi tamaño infantil era el ideal para ese tipo de pileta e ingresaba en una etapa en la cual mi físico era más apropiado para grandes natatorios que para un metro ochenta de lona, plástico y palos metálicos.

Sin embargo apelé a mi corrección y, como buen hijo, agradecí el obsequio a mis amados padres. Era un enero extremadamente caluroso y con mi papá la armamos esa mañana. A las doce del mediodía colocamos la manguera para que se llenara. Y a las cuatro y media de la tarde la pileta estaba repleta de agua limpia y transparente, lista para unos chapuzones que se anticipaban memorables.

No fue difícil decidir quién sería el primer invitado de esa tarde. Durante años Marcos, mi vecino y amigo de toda la infancia, un par de años más chico que yo, me había albergado en su casa para que disfrutara libremente de su pileta.

Solía asistir casi todos los días de la semana. Solamente alternaba algún sábado o domingo con piletas de mis primos u otros amigos porque mi madre sentía que era por momentos abusiva mi constante presencia en la casa de los vecinos.

Además, el niño que pasa una tarde entera disfrutando una pileta tiende a salir de ella con desmesurado apetito. La invitación a un amigo a bañarse suele incluir el derecho a una sucesión de ingestas tales como chocolatada, galletitas, gaseosas y a veces también un helado de palito.

Moverse en el agua despierta el hambre, los padres de niños en edad natatoria bien lo saben. Mientras mi papá daba los toques finales al armado, corrí hasta la casa de Marcos para contarle la buena nueva y, por supuesto, invitarlo al tan ansiado “estreno” de la Pelopincho. Esa tarde no pude pegar un ojo en toda la siesta.

Mi mamá preparó una jarra de jugo de naranja y compró dos paquetes de pepas para disfrutar junto a mi amigo y el resto de mi familia. Papá había anexado a un costado las reposeras y una mesita en la cual colocamos vasos plásticos y servilletas de papel.

Marcos llegó muy puntual, a las cinco, el horario en que había sido convocado, con su habitual malla azul con un símbolo deportivo estampado, la que más usaba de las dos que tenía. Antes que entusiasmo, lo que se imponía en Marcos era la curiosidad.

Había venido a jugar tantas veces a ese patio enorme que la instalación de la pileta le generaba una legítima incógnita. Cuando la vio, la elogió brevemente, y antes de que llegaran mis viejos ya se estaba sacando las ojotas para el primer chapuzón.

“Tirémonos juntos”, dijo, y la idea me encantó, pues ¿qué mejor que estrenar mi nueva pileta junto al amigo que tantas veces me había invitado a la suya? Acepté enseguida y un minuto más tarde Marcos estaba parado sobre uno de los caños, haciendo equilibrio para darme tiempo a que yo me ubicara del lado opuesto. Así lo hice y entonces Marcos gritó entusiasmado: “¡A la una, a las dos y a las… tres!”.

Fue en ese instante que los dos nos tiramos de cabeza, con mucho cuidado, por supuesto, dada la limitada profundidad del agua, uno de cada lado para dosificar mejor el espacio. Imposible describir la felicidad al sentir el agua fresca en el cuerpo, el delicado sonido del chapoteo con los pies, la felicidad del momento.

Fueron segundos mágicos, de una intensidad absoluta. Cuando mi cabeza emergió, busqué de inmediato la mirada de Marcos, la cual intuí sería tan radiante como la mía. Pero, para mi estupor, no encontré mirada alguna, ni cabeza, ni brazos, ni piernas: Marcos no estaba en la pileta, se había esfumado.

Como en un truco de magia minuciosamente pergeñado. Como en un encantamiento. Me puse de pie y mi vista se desplazó al exterior suponiendo que quizás mi amigo estaba gestando una broma y había logrado salir de la pileta con velocidad suprema. Pero no vi nada, excepto la puerta que daba al patio y la figura de mi papá que aparecía a través de ella: “¿Y Marcos? ¿Todavía no llegó?”, preguntó en ese momento que quedaría por siempre produciendo estragos en mi memoria.

Los años que siguieron fueron devastadores. Múltiples explicaciones de mi parte a terceros sobre lo sucedido —que no hacían más que ahondar el misterio alrededor de Marcos y el extraño incidente que lo quitó definitivamente de nuestras vidas—, visitas a un psicólogo, interrogatorios de la Policía, buzos de la Prefectura explorando en la Pelopincho, detectives contratados por la familia de mi amigo, entre otros padecimientos.

Una periodista perversa, de esas que abundan en los medios masivos, dejó deslizar la hipótesis de que mi adorable padre podría haber acabado con la vida de Marcos y que su cuerpo estaría enterrado en el patio de la casa. Fue cuestión de días para que la Policía ordenara excavaciones y dejara nuestro patio arrasado de nogales, higueras y durazneros.

En la escuela, me convertí en un niño salido de un capítulo de Los expedientes secretos X (de no haber sido personajes de ficción, seguramente Mulder y Scully hubieran realizado pesquisas en mi barrio) y, por supuesto, jamás logré que otro amigo quisiera pisar mi casa de allí en adelante. En el colegio, los profesores me aprobaban de manera automática y era común ver temblar sus manos al momento de anotar mis calificaciones.

El rostro de Marcos inundó las boletas de la luz y también las calles del país a través de numerosos afiches. En algún momento, sus padres decidieron poner punto final a las averiguaciones y se radicaron en los Estados Unidos, probablemente con la intención de empezar una nueva vida. El episodio fue quedando en el olvido, superado en la prensa por otros casos más escabrosos en los cuales los cuerpos sí aparecían.

Solamente una persona no pudo olvidar lo ocurrido: yo. Durante todos esos años, el episodio de la zambullida de Marcos en mi pileta se proyectó una y otra vez en mi mente, como un maléfico intruso al que solo lograba apaciguar con algunas dosis de Sedatol, medicamento recetado para calmar mi ánimo.

Hace aproximadamente dos meses mi esposa apareció con la fantástica posibilidad de un viaje a las Cataratas del Iguazú. Había visto una promoción en internet (de esas tan ventajosas que uno termina sospechando que más tarde o más temprano será engañado de alguna forma) y me convenció de aprovecharla. Nuestro décimo aniversario de casados estaba a la vista y era una buena manera de celebrarlo.

El viaje, en un confortable colectivo, se pasó más rápido de lo previsto. Tras instalarnos en el hotel comenzamos a realizar las típicas excursiones y el segundo día de la estadía fue el turno de las cataratas del lado argentino.

Lo mejor del paseo fue el arribo a La Garganta del Diablo, ese descomunal salto de agua que lo deja a uno extasiado ante semejante manifestación de la naturaleza. Mientras le pedía a un grupo de turistas alemanes que se hicieran a un lado para poder sacar una foto (esa es una de las desgracias de visitar las Cataratas, los amontonamientos de turistas que no te dejan apreciar el paisaje), sentí que una mano palmeaba mi espalda.

Al darme vuelta me encontré con un hombre de unos treinta y dos o treinta tres años que lucía una remera y gorra de los San Francisco Giants y un vistoso par de zapatillas. De su cuello colgaba una importante cámara fotográfica. Tenía toda la apariencia de ser un norteamericano, de esos que se encargan de arruinar cualquier sitio turístico al que se acerquen (y se acercan a todos). “¿Qué puede querer este yanqui conmigo? ¿Que le saque una foto?”, pensé en ese momento.

Pero el hombre, para mi sorpresa, me miró con cierta emoción y, tras unos segundos de silencio, exclamó: “¡Esteban! ¡Esteban Andrade!”. Al detener mi vista en sus ojos, al escuchar esa voz enfervorizada, al contemplar con mayor detenimiento los demás rasgos de su rostro, un feroz escalofrío me atravesó desde los pies a la cabeza, pues en tan solo un puñado de segundos pude reconocer tras ese atuendo de turista a la persona que jamás imaginé que volvería a ver.

Sí, era él, Marcos, mi amigo de la infancia, el niño esfumado, el responsable de tantas horas de insomnio y nerviosismo, el que nunca emergió esa tarde de enero de mi Pelopincho. El estado de shock producido por su presencia me hizo tambalear y abrir la boca, mientras mi mirada quedaba petrificada y las piernas empezaban a flaquear.

De no haber sido considerable la altura de la baranda y el enrejado de protección a los visitantes, muy probablemente hubiera conocido la Garganta del Diablo con mayor detalle que nadie, “desde adentro”, por decirlo de alguna manera, porque sentí que mi cuerpo se aflojaba y perdía el equilibrio. Empecé a buscar, con mis manos, un punto del cual aferrarme.

—¡Tranquilo, Esteban! Soy yo, tu amigo — dijo enseguida para tranquilizarme, sin suponer que lo que me provocaba pánico era justamente eso, que fuera él, mi “amigo”, quien estaba frente a mí—. ¡Soy yo, Marcos Lucero! En realidad desde hace varios años todos me llaman Mark, pero a vos puedo decirte la verdad, nos conocemos desde mucho tiempo. ¿Te sentís mejor? Te paso la botellita de agua para que tomes un trago.

Respirá hondo, mirá que hermoso paisaje, ¿lo ves? De a poco mis alterados nervios se recompusieron del shock inicial y sentí las piernas un poco más firmes. Noté, además, que recuperaba el dominio de mis manos.

A todo esto, mi señora continuaba sacándose fotos con un contingente de japoneses, sin tener la menor idea del susto que acababa de recibir. Miré a Marcos durante unos segundos y solamente atiné a decir “Hola” y la que seguramente debe haber sido la frase más estúpida de toda mi existencia: “No esperaba encontrarte por acá”.

Marcos sonrió y, acto seguido, me presentó a Glenda, su esposa y a Michael y Rodney, dos niños idénticos y rollizos que inmediatamente deduje eran sus hijos. —¿Estás solo? —preguntó a continuación. —No, por allá está mi señora —señalé con el dedo, intentando que Marcos visualizara a mi esposa en medio de la legión de turistas nipones.

—¡Te casaste! ¡Mirá vos! Nosotros estamos juntos desde hace nueve años. Contame algo, ¿qué fue de tu vida? ¿Cómo has estado durante todo este tiempo? Por momentos no supe si la pregunta era bien intencionada o se trataba de una burla perversa. ¿Me preguntaba cómo había estado durante “todo este tiempo”? ¿Qué se suponía que debía responderle? “Todo bárbaro, a no ser por un trauma del tamaño de un globo aerostático que me atormentó desde la niñez, más precisamente desde la última vez que te vi, cuando por algún motivo que desconozco te evaporaste del universo”.

La tentación de arrojarle alguna frase de ese tenor existió, pero algo me hizo sentir que no sería de mucha ayuda si lo que quería era mantener la calma. —Bien, qué sé yo, con los problemas que tiene todo el mundo, ¿no? Pero no puedo quejarme. ¿Vos? —arrojé sin dudarlo, pues si Marcos tenía cierta curiosidad por saber de mi vida durante todos estos años, yo tenía directamente desesperación por desentrañar el misterio que había trastocado por completo mi existencia.

Con absoluta serenidad y tomándose el tiempo necesario, Marcos accedió a hablar de su presente y, lo más importante, reveló lo sucedido aquella tenebrosa tarde en la cual nuestras vidas se habían cruzado por última vez. Su esposa y los hijos siguieron camino por su cuenta, quizás para que nuestra charla fuese más íntima, y yo opté por enviarle un mensaje desde el celular a mi señora diciéndole que la esperaba más tarde en el restaurant del Parque Nacional Iguazú, ya que no podía distinguirla en medio de la maraña de asiáticos que la rodeaban.

Marcos y yo comenzamos a desandar tranquilos la larga pasarela que conduce a la Garganta del Diablo. Nuestros pasos eran livianos y pausados, quizás para permitir que las palabras asomaran con mayor tranquilidad y fueran oídas con el detenimiento necesario. Los hechos, tal cual Marcos los expuso, sucedieron de la siguiente manera.

Esa tarde del 6 de enero, día inicial de la pesadilla, sucedió un fenómeno al cual seguramente jamás podrá encontrársele una explicación racional. Pareciera ser que, en el preciso momento en que Marcos se arrojó a la pileta, por motivos imposibles de discernir, se produjo un desplazamiento espacial de su cuerpo y, en consecuencia, al momento de emerger del agua lo hizo en una pileta de la ciudad de San Francisco, California, en los Estados Unidos de América.

Era una Pelopincho que la familia Arnoldson había recibido por equivocación del servicio postal, quizás una compra de una nostálgica familia argentina radicada en dicho país. Lo cierto es que los Arnoldson no pudieron resistir la tentación de abrir la caja y pronto la pileta terminó armada dentro de su jardín de invierno, debidamente climatizado para contrarrestar las bajas temperaturas de la época.

En aquel momento trascendental de su relato, Marcos hizo el mejor esfuerzo para describir con sus palabras la sorpresa de aquella familia cuando un niño desconocido del tercer mundo emergió del agua con mirada desconcertada. Los tres hijos de la familia empezaron a gritar desesperados, temiendo que se tratase de un fantasma o, peor aún, de un niño iraní con toda la intención de despellejarlos vivos en represalia por la política exterior del país del norte.

A esos primeros instantes de pánico y confusión le siguieron otros de mayor serenidad dado que la señora Arnoldson era casualmente profesora de español y en pocos segundos pudo entablar un diálogo con el visitante. Enseguida supo que Marcos venía de Argentina (“bifes”, “gauchos”, gesticuló a sus hijos para que entendieran y se tranquilizaran) y que su llegada había sido totalmente involuntaria y sin explicación a la vista.

No pasó mucho tiempo para que los pequeños comenzaran a fraternizar con él y entonces Marcos dejó de ser una amenaza a su seguridad para convertirse en un nuevo y simpático amiguito siempre dispuesto jugar. En aquella época, los videojuegos de EEUU eran por lejos los más novedosos y atractivos y Marcos no pudo resistirse a la fascinación que le producían.

A eso debe agregársele su disfrute de la comida chatarra, consumida por la familia en dosis ilimitadas y que Marcos había tenido vedada por sus padres, fervientes cultores de la comida “sana”. La posibilidad de hamburguesas, hotdogs y papas fritas a cualquier hora del día eran para él como regalos divinos que llegaban a su vida para llenarla de felicidad, grasas y calorías.

El señor Arnoldson —que ocupaba un importante puesto en una corporación de productos electrónicos— y su comprensiva esposa no tuvieron reparos en adoptar a Marcos como un hijo más y muy pronto el pequeño sudamericano recibió todo el afecto y confort que eran capaces de brindarle. Tomaron su llegada como un milagro que no quisieron difundir, puesto que la irrupción de un niño extranjero e indocumentado en la pileta hogareña no parecía ser un antecedente apropiado para personas como los Arnoldson, siempre interesadas en ascender en sus círculos profesionales.

En poco menos de un mes lograron ponerse en contacto con los padres argentinos de Marcos y tres semanas más tarde les enviaron los pasajes para que pudieran reencontrarse con él y conocer los Estados Unidos. El señor Arnoldson le ofreció al papá de Marcos un trabajo menor pero bien remunerado en su empresa y no pasó mucho tiempo para que los Lucero decidieran radicarse en los Estados Unidos en búsqueda del “sueño americano”.

La familia jamás reveló el verdadero motivo de su mudanza al extranjero ni el reencuentro con su hijo. Después de tamaño escándalo y despliegue de pesquisas, sumado a las falsas acusaciones en la prensa, llegaron a la conclusión de que lo más conveniente era mantener todo en secreto. Desde entonces, han llevado una existencia no exenta de ciertos progresos y curiosidades.

La madre de Marcos ha ganado cierta posición social y prestigio a partir de la promoción, producción y venta de garrapiñadas, alimento novedoso e irresistible para el paladar siempre predispuesto a lo calórico de los sobrinos del Tío Sam. Su emprendimiento comercial cuenta con varias sucursales a lo largo de la costa oeste del país. Ivana, la hermana mayor de Marcos, terminó formando pareja con el prestigioso actor John C. Reilly y en la actualidad habitan una mansión en Beverly Hills.

Sin dudas, la nueva vida en los Estados Unidos ha resultado muy ventajosa para ellos y eso explica, de algún modo, el escaso interés por regresar a su país de origen. Finalizado el relato, y tras haber escuchado algunos detalles de mi vida durante los últimos años (mis experiencias quedaban empequeñecidas ante tamaña aventura y giro de los acontecimientos), Marcos tuvo algunas palabras afectuosas hacia mí. Recordaba nuestras tardes y tantos momentos compartidos durante esa infancia pueblerina, desprovista de responsabilidades y llena de juegos y risas.

Esa niñez sencilla y feliz, previa a todos los espantosos episodios que luego ocurrirían, etapa que empiezo a recuperar a partir del reencuentro con mi amigo. Cuando la charla parecía llegar a su fin, y mientras en mi teléfono celular se amontonaban los mensajes de mi esposa, inquieta por saber en dónde me encontraba, Marcos tuvo un último gesto amistoso, palmeándome la espalda con cariño.

Nuestras miradas se encontraban ya sin la sofocación y el vértigo del principio. Me pidió, antes de despedirse, que guardara el secreto sobre nuestro reencuentro y la vida que compartía junto a su familia, quizás con el temor lógico de que la difusión de todos los acontecimientos de su vida anterior pudiera tener consecuencias negativas sobre su existencia actual en San Francisco.

Prometí cumplir con su pedido. Muy pocos recuerdan hoy el caso de Marcos y a veces no conviene despertar a los fantasmas de su letargo, más aún cuando los medios de comunicación están al acecho de todo suceso que apunte a la conmoción y el rating fácil. Antes de despedirnos, estrechamos nuestras manos y sus labios entregaron unas últimas palabras: “Estoy tan contento. Nunca pensé que te volvería a ver”.

Esa frase que un rato antes me hubiera dejado al borde de la ira llegaba, conversación mediante, acompañada por ese afecto sincero de las mejores amistades.

Cumpliendo con su voluntad, jamás conté a mi señora o a alguna otra persona lo sucedido esa tarde en la Garganta del Diablo. Si hoy escribo estas líneas es solamente para mí, porque el ejercicio de poner lo sucedido en palabras será sin dudas un bálsamo que ayudará a cerrar viejas heridas. Hoy sé, con seguridad, que la pesadilla por fin ha terminado. Puedo volver al patio de casa sin temblar al contemplar el espacio en el cual esa tarde armamos la Pelopincho.

Puedo volver a cerrar los ojos sin temor a ser despertado por el sonido de pies chapoteando en el agua. Puedo pensar en Marcos como en un amigo lejano pero de algún modo presente.

Y ahora también sé que si las personas fueran más atentas, y no se dejaran llevar por el entusiasmo de desembalar y armar las piletas con tanto apuro, y prestaran atención a una pequeña etiqueta cosida en la parte inferior de las mismas, verían lo que yo no vi esa tarde en que la armamos junto a mi papá.

Esa etiqueta en la que, debajo de la marca y la leyenda “Aprobada por normas IRAM”, es posible leer en letras muy pequeñas la frase que indica: “Advertencia: el uso de esta pileta puede producir desplazamientos espaciales involuntarios”.