Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

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Aparición fantasmal en la ruta 249: el extraño caso de la mujer descalza

El siguiente relato, es una construcción a partir del testimonio oral de Ángeles Fucile, de Concordia, Entre Ríos, quien por propia voluntad se acercó a contar su historia. 

Por Fernando Quiroga /  Especial para “La Nueva”

fernandodepunta@gmail.com

 

   Si bien no se confiesa cómo practicante del ocultismo, Angeles afirma que la experiencia paranormal vivida (a la que haremos referencia) comenzó a partir de un extraño “ritual” en el que participó, basado -según afirma- en una publicación decimonónica, si bien ficticia, pero no por ello menos inquietante: "El Necronomicón".

   Al entrevistarnos, le explico que el libro de magia negra al que hace alusión, es solo una obra literaria del escritor inglés H. P. Lovecraft, pensada, justamente para parecer un grimorio, es decir un compendio de oportunos hechizos y maldiciones medievales; naturalmente irreales. Me mira desafiante, extrae notas de su bolsillo y me dice con un dejo de quebranto en la voz: "Eso es lo que nos hicieron creer...no la verdad."

   Visiblemente nerviosa y afectada por la revisión de la vivencia, Ángeles accede a la grabación de la entrevista, la única condición que me impone (y acepto a regañadientes) es que le permita fumar.

   Entre nubes de tabaco y bocanadas de aprehensión, mi entrevistada se frota las sienes y comienza a enumerar una serie de situaciones inconexas que devienen en la descripción de un juego adolescente, aparentemente siguiendo los lineamientos del libro mencionado.

   "Fue en una primavera, éramos cinco o seis...trazamos con sal un pentagrama en la tierra: un círculo con la estrella de cinco puntas y leímos unas palabras... Uno de los chicos, sumó a aquel delirio de juventud una tabla Ouija...al rato de “jugar”, “se comunicó” una entidad muy atormentada..."

   Se detiene y parece quebrarse; me decido a pausar la grabación y opta por disuadirme con un gesto, “Sigamos”, me dice visiblemente movilizada.

   Con la tristeza salpicada de repentina nostalgia, asegura que la reunión nocturna habría ocurrido en una quinta en Villa Arias, en la primavera del 2012.

   “El Mauro y el Cachi (dos de sus amigos) andaban en esas cosas raras, les gustaba el heavy metal, y ponían música pesada, todo el tiempo mientras dibujaban en la tierra, y repetían sin parar unas palabras en latín que nunca puedo acordarme. Al rato, en la Ouija, el puntero se empezó a mover solo y a escribir la palabra AYUDA...primero nos dio miedo, o pensándolo bien, quizás por la juventud, nada más que un poco de impresión...sin embargo nos pusimos eufóricos y empezamos a preguntarle muchas cosas a la tabla: ninguno tenía el dedo sobre los costados del puntero y se movía!”

   Ángeles, enciende otro cigarrillo y habla pensativa, como escudriñando la gravedad de lo ocurrido.

   “Ese puntero móvil con forma de triángulo del que te hablo, empezó a enloquecerse, además de la palabra AYUDA llegó escribir ESTOY SOLA; eso sí para nosotros fue un poco inquietante. También la frase SE QUEMÓ se repetía varias veces; no sé quién de nosotros comenzó a tomar nota, por eso lo recuerdo tan claramente. Muchos de los presentes parecían disfrutarlo, pero una amiga y yo no quisimos seguir presenciando lo que veíamos; por ese momento era más de medianoche y se levantó un viento sur tremendo”.

   Ángeles especifica a que se empezaron a volar las cosas a su alrededor; incluso, menciona que el viento era tan fuerte que uno de los chicos trastabilló y piso el pentagrama, pateando parte de la sal. La tabla Ouija también se desplazó entre los yuyales, el puntero otro tanto y todos desestimaron lo que estaban haciendo hasta ese momento, entre bromas y alusiones fantasmales.

   Hasta hoy, coinciden entre ellos que eso fue un error imperdonable.

   “Tres meses y medio después - Ángeles retoma el relato junto a su tercer cigarrillo - ya en enero del 2013, manejaba hacia Pehuen Co. Mi viejo me había llamado; quería que comiéramos un asado todos juntos con los tíos que habían venido de Entre Ríos. Además, hasta mi novio iba a sumarse a la reunión. Me había avisado tarde, y yo no tenía muchas ganas de ir, pero no veía a mis primos desde hacía un par de años. Alrededor de las nueve de la noche, arranqué para allá”.

   Ángeles describe lo que sigue con visible incomodidad, desencanto y hasta un principio de temor inmanejable:

   “No creo que hayan sido ni las diez menos veinte cuando llegué a la Rotonda de los Molinos. A la vera de la ruta sobre la derecha, una mujer rengueaba y me hacía señas; me desesperé pensando que había tenido un accidente; desaceleré, bajé el vidrio, y le pregunté cómo estaba: la chica lloraba desconsoladamente, calculé que tendría mi edad. Instintivamente bajé, me saqué una camperita de hilo que tenía puesta, rodeé el vehículo y se la puse sobre los hombros, invitándola a subir. Me di cuenta con cierta extrañeza, que estaba descalza. Aceptó y me agradeció. Ya dentro del auto, intenté llamar a la policía y no tenía señal; una descarga sonaba continuamente en el teléfono”.

   Ángeles refiere que la joven mujer repetía continuamente que ‘la ayude’, y algo más, tal vez lo más urticante pensándolo hoy a la luz de los hechos:

   “Me decía ‘No puedo salir’, a lo que yo me apuré a responderle: ‘quedate tranquila que te vas conmigo’, pero no terminaba de entender a qué se refería. Recuerdo que me apretó fuertemente de la mano, y sentí un escalofrío poco usual, que en ese momento lo atribuí a lo difícil de la situación que estábamos viviendo. Me volvió hablar: ‘prométeme que me sacas de acá’.

   Yo mire para adelante, algo raro había en el ambiente; todavía tengo presente el olor rancio que impregnó el tapizado durante días”.

   Sin embargo el episodio que sigue a continuación, lo define como el más terrible que tuvo en su vida.

   Tiene dificultad en contarlo; y no puede dejar de llorar al revivirlo. 

   Asegura que no habían pasado más de cinco minutos y de repente, la mujer, pasó de sollozar a gritar de manera demencial. En ese instante, y con un chasquido de huesos igual al de una hojarasca crujiente, el rostro de la mujer se deformó; entre alaridos de dolor y ante la mirada atónita de Ángeles, se le hundió el tabique y los globos oculares; la sangre cubrió las mejillas vacías y se le desencajó la mandíbula, deformando el alarido gélido en una aspiración macabra.

   Ángeles volanteó horrorizada, gritando, con los ojos cerrados, y la banquina oscura fue generosa para recibirla sin daños cuando giró alocadamente, frenó y rompió en llanto en la soledad de la ruta.

   Gritos, caucho marcado sobre el asfalto humeante y después silencio. La pasajera no estaba, y la puerta del acompañante cerrada con el seguro, era un testigo mudo y terrible del hecho sobrenatural.

   Paralizada de horror, Ángeles miraba los retrovisores, palpaba los asientos traseros y no daba crédito a sus ojos. Estaba sola en el auto.

   Bajó temblando. En los haces de luz de las ópticas frontales, bailoteaba gris el polvo en suspensión resultante de la frenada y el giro. El auto parecía no haber sufrido nada.

   Mientras me cuenta su historia, noté que pocas veces ha compartido estas vivencias: en su discurso no hay giros repensados ni “sorpresas” urdidas; Ángeles se seca el sudor de la frente, entrecierra los ojos y persiste en una narración oscura y claramente testimonial:

   “No me quedaba otra que seguir, nadie me iba a creer y me estaban esperando, así que prendí la (luz) alta, incluso la de adentro del coche y le dí hasta la entrada de la ruta interna de Pehuen...”

   La ruta 113/2, recién había sido restaurada, por lo que el tránsito nocturno podía hacerse a alta velocidad, y naturalmente está posibilidad estaba en los planes de mi entrevistada.

   En la oscuridad encapotada de la noche, no temía doblar peligrosamente rápido en la curvas cerradas que caracterizan el comienzo del tramo, y en una de estas volvió a verla...Con profunda impresión susurra lo vivido.

   “Giré en la segunda (curva) y ahí estaba; la ví un instante pero era ella, abriéndome los brazos, como queriéndome decir algo, la misma mandíbula desencajada, el grito y mi campera puesta...

   Ángeles asegura no recordar cómo llegó a Pehuen Co, sólo retiene la memoria clara de un llanto sin fin y el abrazo de Rolo, quien hoy es su marido.

   Dicen que en el verano de 1981, un incendio en Pehuen Co se cobró algunas víctimas; valientes hombres que se aventuraron a socorrer a otros frente al inesperado siniestro. Uno de estos, fue un bombero que habría muerto en el acto. Su novia, viajando desde Punta Alta y presa de la desesperación ante la noticia fatal, habría conducido raudamente hacia el lugar, sufriendo un accidente tremendo; se habría estrellado contra un camión de frente, en la zona donde hoy se yergue la rotonda de los molinos, inexistente por aquellos años. Habría estallado el parabrisas y la habrían hallado muerta, con el rostro destrozado, lanzada a la banquina y curiosamente, también todas sus pertenencias, incluido un par de sandalias, que se hallaban desperdigadas en la ruta.

   Su cadaver estaba descalzo.