1905: la última revolución de los radicales
Ante una casa de la calle Brasil ubicada a solo media cuadra de la Plaza Constitución , el 21 de marzo de 1916 una multitud aclama un nombre: “¡Y-ri-go-yen! ¡Y-ri-go-yen!”. Adentro, en la modesta sala, “don Hipólito” habla con los delegados de la Convención Nacional de la UCR que acaban de proclamarlo candidato a la Presidencia: “Señores, hagan de mí lo que quieran”.
Ricardo de Titto / Especial para La Nueva
Aunque Hipólito Yrigoyen no había nacido allí, esa casa de Brasil 1039 –hoy demolida junto con toda la manzana– fue testigo de gran parte de su vida política.
Juan Hipólito del Sagrado Corazón de Jesús Yrigoyen nació el 13 de julio de 1852 –poco después de la caída Rosas, tras la batalla de Caseros–, en la esquina de las actuales calles Matheu y Rivadavia, hoy corazón del barrio del Once, y por entonces una “orilla” de la ciudad. Su padre, Martín Yrigoyen, de origen vasco, había llegado al país en tiempos de Rosas y se ganaba la vida como cuidador de caballos. La tradición dice que sabía curar “de palabra” las dolencias de los animales, por lo que era muy respetado. Trabajaba para un almacenero rosista, Leandro Antonio Alén, hombre de la Sociedad Popular Restauradora, la temida Mazorca. Martín se casó con la hija mayor de su patrón, Marcelina, con quien tuvo cinco hijos. Entre los hermanos menores de Marcelina, uno se destacará en la política y será el mentor de Yrigoyen: Leandro Nicéforo, que cambiará la grafía de su apellido por Alem.
En 1861, Hipólito y su hermano Roque ingresaron al Colegio San José para iniciar la educación primaria. La religiosidad de la familia y su propio misticismo le hicieron pensar en el seminario, pero terminará los estudios en el Colegio de la América del Sur, donde su tío Leandro era profesor. Con él ingresó en la política en las filas del alsinismo; por entonces, se ganaba la vida con distintos oficios, entre ellos los de carrero y cuarteador, típicos de los arrabales porteños.
El comisario de Balvanera
En 1870, el presidente Sarmiento lo nombra escribiente en la Contaduría General y dos años después es designado comisario de Balvanera. En esos tiempos las jefaturas constituían cargos esencialmente políticos que pagaban favores a algún caudillo de circunscripción o aseguraban hombres de confianza a la hora de los comicios. El voto era universal para los varones mayores de edad, pero su carácter “cantado” y las precarias papeletas electorales permitían todo tipo de presiones, sobornos y fraudes. Con sus escasos veinte años, Yrigoyen se hizo cargo de una parroquia “brava”; pero su carácter decidido, su figura corpulenta y sobre todo su fama de “hombre de pocas palabras”, pronto le ganaron el respeto de subordinados y vecinos, incluso entre de los “bajos fondos”.
Durante su desempeño como comisario de Balvanera cursó la carrera de abogacía pero, aunque él permitía que le dijeran “doctor” –un “título” bastante común para los caudillos de entonces–, nunca llegó a rendir la práctica forense necesaria para diplomarse.
Entre la política y la filosofía
En 1877, las fuerzas de Buenos Aires tradicionalmente enfrentadas, el alsinismo y el mitrismo, pactaron un acuerdo para la elección de diputados. En las filas alsinistas se produjo entonces una ruptura, el efímero Partido Republicano de Aristóbulo del Valle. A él se sumaron Alem e Yrigoyen e Hipólito fue elegido diputado provincial en 1878. El Partido Republicano se disolvió antes de que asumieran sus representantes, y los reacomodamientos políticos dieron nacimiento al Partido Autonomista Nacional (PAN), cuya eje aglutinador será el general Julio A. Roca. Yrigoyen, desanimado con el roquismo, concurrió poco a las sesiones, nunca tomó la palabra y al terminar su período de dos años, decidió alejarse de la actividad política.
Poco antes, Sarmiento, desde el Consejo de Educación, lo había nombrado profesor de la Escuela Normal de Profesoras donde estuvo hasta 1905. Seguidor del pensador alemán Karl Krause, dictó clases de filosofía, historia argentina e instrucción cívica. El “krausismo” combinaba ideas místicas con una ética de la libertad individual. La austeridad y la filantropía eran sus virtudes esenciales, y la libertad y limpieza electoral sus principios para la vida política. Esta influencia derivó en su terminología, llena de expresiones oscuras. Las pocas oportunidades en que don Hipólito hable en público, sus frases crípticas como “las efectividades conducentes” o “la superiorización de aptitudes, de integridades y de energías” provocarán la burla de los políticos y diarios conservadores: nadie entendía sus discursos aunque su energía transmitía honestidad y firmeza. Era, sobre todo, un líder enigmático.
Además, en la década del 80 Yrigoyen inició actividades agropecuarias con la compra de algunos campos y arriendo de otros, en los que cría y engorda ganado. Con propiedades en Córdoba, San Luis y Buenos Aires que llegarán a sumar unas 25 leguas cuadradas, en 1897 se lo aceptó como socio del exclusivo Jockey Club porteño.
La Revolución del 90 y la fundación de la UCR
Para enfrentar al “unicato” juarista y las elecciones amañadas en 1889 nace la Unión Cívica, con la confluencia de mitristas, católicos, masones y antiguos alsinistas y republicanos, como Bernardo de Irigoyen, Aristóbulo del Valle y el propio Leandro Alem, a los que se suman militares en actividad. Los mítines del Jardín Florida y del Frontón de Buenos Aires muestran que el conglomerado opositor tiene predicamento popular. Yrigoyen retorna a la política y se suma a quienes, el 26 de julio de 1890, se alzan contra “el régimen”, en el levantamiento conocido como la “Revolución del Parque (de Artillería)”.
Yrigoyen integra la junta que dirige el movimiento y es designado jefe de policía del gobierno que debería encabezar Alem una vez depuesto Juárez Celman. Sin embargo, Roca y Carlos Pellegrini –con Mitre como “quinta columna”– consiguen dominar el movimiento: el general Luis María Campos, mitrista y jefe militar del levantamiento, se niega a ocupar la Capital y las fuerzas gubernamentales recuperan el control y los sublevados se rinden.
El presidente Juárez Celman renuncia y Pellegrini y Roca, que quedan dueños de la situación, tienden la mano a la oposición para fortalecer el régimen lo que provoca la ruptura de la Unión Cívica. Mitre acuerda con el roquismo y da origen a la Unión Cívica Nacional mientras Alem e Yrigoyen lo rechazan y en 1891 fundan la Unión Cívica Radical. Yrigoyen se convierte rápidamente en el líder de los jóvenes radicales. Su imagen austera, alejada de la figuración social, la intransigencia contra todo acuerdo con los conservadores, el misterio de que gusta rodear a su persona y el tono profético que por momentos adquiere su manera de hablar lo transforman en un ídolo, una figura que más que un caudillo político aparece como un iluminado. Toda su vida preferirá definir a la UCR, no como un partido, sino como “la causa regeneradora” de la Nación para reconquistar el orden constitucional contra “el régimen” que lo conculca. Sabrá organizar al radicalismo en comités permanentes, convirtiendo a la UCR en el primer partido moderno de la Argentina.
Nueva revolución en 1893
En julio y agosto de 1893, se produce un nuevo alzamiento. Yrigoyen encabeza personalmente a los más de cuatro mil sublevados bonaerenses. Bien coordinados, en dos días toman La Plata y un centenar de poblaciones, provocando la renuncia del gobernador y la designación de uno provisorio. Sin embargo, ante la intervención federal a la provincia y la amenaza de un baño de sangre, deciden deponer las armas. Entretanto, Alem entiende llegada la hora de un levantamiento en todo el país, y Corrientes, Tucumán y Santa Fe se rebelan. Yrigoyen, convencido de que el intento fracasaría, no lo secunda, y el ejército nacional consigue liquidarlo. Como consecuencia las relaciones entre tío y sobrino se distanciarán.
La UCR se presenta a las elecciones bonaerenses en 1894 y, pese al fraude y la violencia, logra una mayoría relativa y en la Capital, Alem es electo senador, pero la Cámara Alta nunca aprobará su diploma. En 1896, en las elecciones parlamentarias de la Capital, la UCR sufre una contundente derrota. Poco después, en julio de ese año, abatido y acosado por problemas personales, Leandro Alem se suicida.
El peludo, el General
La muerte de Alem provocó confusión en las filas radicales sobre el futuro del partido. En medio de tumultos y agresiones, el 6 septiembre de 1897, la Convención Nacional de la UCR con Bernardo de Irigoyen a la cabeza, adoptó la política llamada de “las paralelas”: aceptó acordar programas y candidatos comunes con los conservadores antirroquistas, aunque sin unificar los partidos. Hipólito Yrigoyen se opone terminantemente: reúne al Comité Provincial que rechaza la resolución y se declara disuelto. Esto significó un golpe al corazón de la UCR, ya que perdía su principal fuerza. Don Hipólito, con 45 años, prefirió destruir el movimiento antes que verlo convertido en una pieza electoral del régimen.
Esta actitud provoca un entredicho que llega al “campo del honor”. Lisandro de la Torre, joven dirigente radical del sur santafesino, acusa a Yrigoyen del fracaso de la política de “las paralelas” y llega a tratarlo de “traidor”. Con Marcelo T. de Alvear como padrino, don Hipólito, que nunca ha empuñado un sable, se bate a duelo. El resto de su vida, Lisandro será un adversario irreconciliable y deberá usar barba para ocultar la cicatriz que don Hipólito le dejó en el rostro.
La intransigencia de Yrigoyen tendrá una consecuencia política decisiva: aunque formalmente disuelto el Comité Provincial no deja de existir en la actividad conspirativa de sus seguidores. El gobernador Bernardo de Irigoyen ve naufragar su gobierno y en el fin de su mandato, en 1902, carece de respaldos. Don Hipólito se ha convertido en el sinónimo del radicalismo.
Por ese tiempo se gana sus muchos apodos: “el Hombre”, “el General”, “el León”, y el más conocido de ellos: “el Peludo”, por su obstinado silencio y por “vivir encovachado”, al decir de sus enemigos. El Peludo se reúne con dirigentes radicales en todo el país, provincia por provincia y pueblo por pueblo reorganizando las fuerzas de la UCR para su reaparición.
Con Yrigoyen a la cabeza el 26 de julio de 1904, en el aniversario de la Revolución del Parque, radicales de todo el país realizan un imponente desfile cívico en la Capital, hasta el cementerio de la Recoleta. El Comité Nacional aprueba entonces un manifiesto que, tras afirmar que “el radicalismo, sin autoridades ni disciplina de partido, ha subsistido como tendencia y se ha acentuado vigorosamente como anhelo colectivo”, condena tajantemente al régimen en lo político, económico y administrativo. Proclama su decisión de mantenerse fuera de las elecciones hasta que esté garantizada su transparencia y termina refirmando el “inquebrantable propósito de perseverar en la lucha hasta modificar radicalmente esta situación anormal y de fuerza, por los medios que su patriotismo le inspire”. Era un llamado a la revolución, que no demorará en cristalizarse.
Dos años se estuvo preparando el movimiento y distintas consideraciones fueron postergando la fecha. Finalmente, en la noche del 3 al 4 de febrero de 1905 y encabezada por una Junta Revolucionaria, comenzó la sublevación: el movimiento cívico-militar estalla en la Capital, Bahía Blanca, Rosario, Córdoba y Mendoza.
Durante una semana se combate en las calles. En Mendoza toda la guarnición adhiere al alzamiento y en Córdoba los revolucionarios se adueñan del gobierno. Pero en el resto del país son derrotados por el ejército y deben rendirse. Los jefes radicales van cayendo presos, son embarcados en transportes de la Armada, y muchos militares serán llevados al penal de Ushuaia. Yrigoyen se mantuvo en la clandestinidad durante varios meses cuando se le atribuyen distintos paraderos, dentro y fuera del país. El 19 de mayo se entrega a las autoridades, declarándose único responsable de la fracasada revolución.
Pese a la derrota y al calificativo de “locos de verano” que les endilgó la revista Caras y Caretas, el radicalismo y su líder salieron fortalecidos ante la opinión pública. Para algunos dirigentes conservadores como Roque Sáenz Peña y Carlos Pellegrini, el alcance del levantamiento ratificaba la necesidad de modificar las reglas de juego. Dada la justeza del reclamo de democracia, desde el mismo fin de los combates fue creciendo el pedido de amnistía. El presidente Quintana se negó a otorgarla, pero su muerte en marzo de 1906 fue casi inmediatamente seguida por la aprobación de un proyecto de ley de su sucesor José Figueroa Alcorta. El camino hacia la “Ley Sáenz Peña” y el voto secreto y obligatorio quedaba entonces, sembrado, aunque tardaría todavía casi una década en concretarse.