Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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La leyenda del Centinela Fantasma

A tan solo 27 kilómetros de nuestra ciudad, se cuenta una escalofriante leyenda urbana.

Fernando Quiroga / Especial para La Nueva

   La historia a la que nos referiremos, ocurrió en Puerto Belgrano, en la extensión de tierras lindantes a la ruta 229, según se cree, en uno de los incontables puestos de vigilancia de altura, tal vez el más cercano al Cementerio Colina Doble: viejo camposanto de silenciosas cruces blancas que, llegando a la ciudad de Punta Alta, uno puede ver sobre la vera derecha del camino.

   A fines de la década del 70, en medio del Proceso de Reorganización Nacional, la seguridad de la Base Naval de Puerto Belgrano era, cómo deben de imaginar, mucho más estricta. Sobre el límite con Punta Alta, delgada línea de alambrado que deviene en rejas, se levantaban muchas casetas y mangrullos de vigilancia; los que hoy siguen de pie: atalayas de viejas historias y misterios.

   Desde principios del siglo XX, circulaba en las filas del personal militar, la creencia de una aparición fantasmal, la del Capitán sin Cabeza, mito urbano basado en una muerte pasional de antaño, aparentemente un oficial, marido de una mujer cuyo amante lo habría asesinado cortándole el cuello. Popularmente, se creía que el alma en pena se paseaba por los espacios recónditos del lugar, con una particularidad…lo hacía sin su cabeza.

   El relato que nos ocupa, narra que Manuel, un conscripto nativo de Oberá, que recién ingresaba al servicio militar obligatorio, estaba comisionado, en una noche del mes de agosto, a un puesto de vigilancia poco recomendado para los impresionables; el mangrullo que cubría la extensión de tierras sobre el cementerio al que hacíamos alusión. Temeroso y habido en supersticiones, el litoraleño estaba familiarizado con el mito al que hacíamos referencia, por lo que camino hacia el destino asignado, se persignaba continuamente. El puesto más cercano se encontraba casi a mil metros a campo traviesa; desde allí, el suboficial a cargo, entregaba los destinos a cada uno de los vigías. Embargado por el miedo, al llegar al lugar asignado, Manuel subió la escalera de desvencijados peldaños metálicos y tomó posición.

   Una hora y media más tarde de esa jornada imprecisa, quizás de 1977; la noche cerrada fue testigo de la corrida del conscripto hacia la distante oficina del Suboficial para pedirle que lo exima de seguir la guardia en el puesto. Desencajado, aseguraba haber visto al temible espíritu decapitado patrullando entre las cruces blancas del cementerio, a tan sólo cien metros de su posición.

   El jefe, con incredulidad hilarante y gesto adusto, impuso su autoridad: Manuel debía volver: Carrera mar! exclamó el suboficial y el colimba rompió en llanto. Quebrado emocionalmente, blandiendo una estampita ajada, suplicó, logrando naturalmente el efecto contrario. La superioridad inflexible, no solo lo conminó al puesto; al salir de su guardia debía presentarse para arresto, por su baja actitud militar. Lo que el suboficial no supo entonces (y no se perdonó jamás) es lo que ocurriría a partir de ese momento.

   El conscripto volvió al puesto de altura. Algunos dicen que no llegó a hacerlo, pero sin embargo, después del tiro que retumbó en la inmensidad del campo oscuro, el cuerpo del misionero fue hallado sobre el mangrullo: un brazo inerte asomando, el rostro parcialmente destruido por el disparo, y el arma reglamentaria a sus pies.

   Dicen que las autoridades navales de entonces, comunicaron a los familiares el deceso y se guardó el correspondiente luto. Depresión habría sido el cuadro que lo empujó a tan triste decisión, se contaba entre las enfermeras del nosocomio naval, y las pericias anotaron datos en carpetas con acceso restringido.

   Sin embargo, en la noche siguiente, el sistema, que es un mecanismo inexorable, hizo que nuevamente el puesto debiera ser cubierto. Mismo suboficial, otros conscriptos, destino similar…

   Fue el turno de otro camada, de otro compañero del fallecido Manuel, que, como su actuación en la historia no fue relevante, la memoria popular no guarda su nombre. Lo que ocurrió parece previsible, incluso para una película de John Carpenter; el nuevo vigía del mangrullo donde jornadas antes había estado a Manuel, volvió horrorizado a entrevistarse con su superior; pálido, con una crisis de nervios inenarrable, sin poder articular palabra. El suboficial, montando en cólera, dejó a su segundo al mando y decidió ir personalmente a cubrir la guardia en el puesto de altura, para averiguar qué ocurría, para ver con sus ojos qué pasaba.

   Acompañado de dos conscriptos, linterna en mano y armados, campeando la oscuridad entre los polvorines, el llano cerrado y el cementerio hacia adelante, al llegar al pie del puesto de vigilancia, vio como los que lo secundaban huyeron despavoridos... ambos, gritando y señalando hacia el mangrullo. El suboficial, ordenándoles que vuelvan, amenazándolos con duras sanciones, se encontró solo cuando ambos subalternos se perdieron en la oscuridad de la maleza entre gritos de horror.

   Con el fusil fal calibre 7,62 en alto, la mirada fría y los nervios de acero, el hombre subió los peldaños ruidosos del mangrullo. Ya arriba, oyó un ruido metálico familiar, constante, cercano e inesperado. No le hizo falta ver para saber de qué se trataba. Con terror visceral, supo que alguien estaba subiendo por la escalera de metal. Se apostó contra el extremo frente al acceso, con el corazón desbocado y el fusil en alto, ¿quién anda ahí?  grito con autoridad, y los pasos se detuvieron. Con la respiración acelerada cerró fuertemente los ojos...y al abrirlos sintió desvanecerse. Frente a él, a tan solo medio metro, y alumbrado por la luz de la linterna, estaba Manuel, el conscripto muerto, fusil al hombro, y la mitad del rostro destruido. Sin parpadear, la aparición le habló con emoción cadavérica a su superior: Señor, cumpliendo con sus órdenes vengo a relevarlo de la guardia, me hago cargo del puesto...

  Algunos dicen que el suboficial saltó del mangrullo de vigilancia, que corrió con dificultad entre gritos de desesperación y que mientras escapaba, mirando de reojo la efigie vigía que lo observaba desde lo alto, pudo comprobar, rompiendo en llanto, que entre las cruces del cementerio, caminaba erguido y desafiante, el Capitán sin Cabeza...

   Aseguran que en las noches de brumas, si alguien pasa por la ruta 229 camino a Punta Alta, puede bajar la velocidad a la altura del Cementerio Colina Doble, allí, mirando fijamente hacia el mangrullo aún en pie, puede descubrirse la efigie de un guardia en el puesto abandonado; oteando el horizonte, como si el tiempo se hubiese detenido para siempre…