Comienza la invasión inglesa
Ricardo de Titto / Especial para "La Nueva."
Aquel fallido intento inglés en el Río de la Plata fue una de las chispas que desató el incendio en el sur del continente y que, como reguero de pólvora, insuflará a los “americanos” con un espíritu de rebeldía, como si alguien –en este caso los porteños− hubiera dicho por primera vez: “Sí, se puede”. Pero ese episodio distingue dos momentos de un solo intento de invasión que tenía por objetivo sentar una “cabecera de puente” en el Río de la Plata y sus dos orillas, Buenos Aires y Montevideo o Maldonado. Ese largo año de preparativos, luchas, nuevos preparativos y nuevos enfrentamientos comienza el 25 de junio de 1806 y termina el 9 de septiembre de 1807
Un ancho río no significaba ningún escollo de relevancia para una armada como la inglesa. Durante ese año y medio los “britanos” –así los llamaban en Buenos Aires− nunca abandonaron el estuario del Plata. En Montevideo, además, durante seis meses editaron un periódico bilingüe, The Southern Star-La Estrella del Sur.
En previsión de un posible ataque a mediados de 1805 el virrey, marqués de Sobre Monte nombró una Junta de Guerra que dictó una serie de resoluciones muy detalladas para la defensa de la ciudad, aunque constató que las fuerzas militares disponibles eran insuficientes para detener cualquier intento de ataque. En Buenos Aires nunca se habían hecho prácticas de fuego porque la pólvora, proveniente de Chile o Perú, era muy cara.
Un importante convoy británico, entretanto, al mando del general David Baird y escoltado por sir Popham, llegó en noviembre de 1805 a Bahía, en el norte de Brasil, pero, a pesar de haber preocupado seriamente a los porteños –hasta se retiraron los caudales y se preparó una eventual evacuación de la capital–, la calma retornó al confirmarse que los británicos tomaban rumbo hacia el sur de África. El 16 de enero de 1806 se reciben en Buenos Aires las primeras noticias de la derrota española en Trafalgar y un par de meses después se confirma que los ingleses habían tomado el Cabo de la Buena Esperanza. La inquietud sobre un eventual ataque inglés se apoderó de los porteños.
Los ingleses confiaban que en Buenos Aires encontrarían una fuerte corriente de simpatía: los informes de sus espías eran muy optimistas. Baird destinó a la operación el Regimiento de Infantería 71, le agregó mil hombres y aportó los elementos de artillería. Las tropas quedaron al mando de William Carr Beresford, segundo jefe militar de la expedición. Avisados de que Montevideo estaba fortificada, los invasores optaron por dirigirse directamente a Buenos Aires, aunque el desembarco resultara más complicado. El 25 de junio, 1565 hombres de tropa, con seis cañones y dos obuses, llegaron a Punta de Quilmes. Pasaron la primera noche entre los pajonales costeros. Los pocos soldados locales movilizados para detener el avance −unos quinientos milicianos y cien blandengues−, fueron rápidamente superados. El choque, además, desbandó también a otros refuerzos enviados. Beresford marchó a paso sostenido hasta el puente sobre el Riachuelo, en Barracas. El día 27, ante la evidencia de que el avance parecía incontenible, el virrey se retiró hacia la actual zona de Floresta. Ese mismo día, Beresford, casi de paseo con sus huestes, mira el caserío, se muestra complacido e ingresa en la ciudad.
La conducta de la mayoría de las corporaciones –el Cabildo, las autoridades religiosas, los principales comerciantes– fue obsecuente: casi todos juraron obediencia a SMB en los días siguientes. Un Belgrano indignado, que optó por retirarse con sus sellos consulares reales a la Banda Oriental, dejó su reflexión sobre la “clase decente” porteña: “El comerciante no conoce más patria ni más rey, ni más religión, que su interés”. Belgrano desnudaba así el “principio” que movilizaba a algunos de sus conciudadanos: la principal promesa de Beresford era instaurar el libre comercio equiparando Buenos Aires al resto de las colonias británicas. En realidad, lo único que podía otorgar el jefe inglés era el estatus de colonia inglesa en reemplazo del de colonia española.
Vista la situación, mucho más sencilla —y hasta acogedora— que lo esperado, Beresford asumió el control político, militar y económico de la ciudad y permitió que el resto de las instituciones (administrativas, judiciales, religiosas) mantuvieran su funcionamiento tradicional. Sobre Monte entregó las Cajas Reales que, junto con los fondos de Tesorería de la Real Hacienda y el Consulado, fueron depositados en el Narcissus para ser enviados a Gran Bretaña.
Sin embargo, a poco de andar, varios sectores que habían depositado esperanzas en el nuevo poder se desengañaron: el libre comercio no era una panacea, los esclavos no fueron liberados, nada hacía presumir que Beresford anhelara hacer una república: “Amo por amo –analiza Bartolomé Mitre–, debían preferir al que ya conocían”.
La confluencia se encarnó en tres hombres: Santiago de Liniers, que viajó a la Banda Oriental a reunir fuerzas con el jefe militar Pascual Ruiz Huidobro; Juan Martín de Pueyrredon, que organizó a los criollos de la campaña, y Martín de Álzaga, uno rico comerciante español. El 22 de julio, Liniers se puso a la cabeza de algo menos de mil hombres y unos días después, Pueyrredon, con unos 800 voluntarios, protagoniza la primera escaramuza en Morón. Los ingleses recibieron el aviso: las jóvenes que saludaban su paso desde los balcones no eran la única cara de la realidad. Ese día, además, se dieron cuenta de que sin caballería no podrían combatir, y sin “socios locales” era difícil conseguir buenas montas. Para peor, casi ninguno conocía la lengua castellana... las conspiraciones se podían tramar en sus propias narices.
Finalmente, Liniers, con dificultades, avanzó. El francés, ya con dos mil hombres, lanzó una encendida proclama: el 11 de agosto se producen choques menores y a la mañana siguiente comienzan los enfrentamientos. Los combates, aunque breves, fueron encarnizados y el avance de las filas hispanocriollas alentó a la población, que se sumó con desorden y entusiasmo. Se produjeron bajas en ambos lados, y la participación popular inclinó finalmente la balanza en favor de los locales. Beresford replegó sus fuerzas en el Fuerte y ordenó izar la bandera de parlamento. Acosado por la multitud, finalmente, se rindió y cerca de 1200 soldados británicos cruzaron la Plaza –en adelante, “de la Victoria”– y entregaron sus armas. El pueblo, reunido por miles, fue testigo de un hecho inédito: las entrenadas fuerzas británicas habían sido doblegadas por un ejército prácticamente improvisado y una muchedumbre combativa. La reconquista de la ciudad costó 50 muertos y 136 heridos a los vencedores y los invasores sufrieron 165 bajas y poco más de 250 heridos. Beresford, el coronel Pack y otros siete oficiales fueron conducidos a Luján, los demás, repartidos en pequeños grupos, a Capilla del Señor, San Antonio de Areco, San Nicolás y estancias de la campaña. Los soldados fueron dispersado en el interior: 400 en Mendoza y San Juan, 50 en San Luis, 450 en Córdoba, 50 en La Carlota, 200 en San Miguel de Tucumán y 50 en Santiago del Estero.
El 14 de agosto una reunión de una centena de vecinos notables en el Cabildo decidió designar a Santiago de Liniers jefe militar de la ciudad y enviar a Pueyrredon en misión diplomática a Madrid. La reunión fue seguida por una multitud reunida en la Plaza Mayor. De hecho, el pueblo, con el respaldo de las armas, desconoció la investidura real de Sobre Monte, limitó sus atribuciones e impuso un gobierno otorgándole poder al caudillo surgido durante la lucha. Los criollos aún estaban en un segundo plano: tres de cada cuatro participantes del Cabildo Abierto –o “Asamblea Popular”– eran españoles peninsulares.
En septiembre, la fragata Narcissus llegó a Inglaterra y el tesoro real –una fortuna en plata– fue paseado por las calles de Londres en medio de la euforia pública. El gobierno inglés, dando por segura la incorporación de una nueva colonia, preparó un envío para reforzar las posiciones y planificó la toma de Santiago de Chile. La nueva expedición, al mando del brigadier general Samuel Auchmuty, partió el 10 de noviembre y recién al llegar a Río de Janeiro se enteró de la Reconquista porteña. Los británicos, sin embargo, habían mantenido su presencia en Maldonado, en la Banda Oriental. En enero de 1807, la posición se reforzó con un nuevo contingente al mando del brigadier Robert Craufurd a lo que se sumó otro grupo dirigido por John Whitelocke. Con once mil hombres, la escuadra tomó Montevideo en febrero.
Liniers convoca una Junta de Guerra el 10 de febrero de 1807, que destituye a Sobre Monte y designa al francés como virrey interino y presidente de la Real Audiencia. El nuevo virrey convocó a organizar milicias: todos los hombres de entre 16 y 50 años debían cumplir servicio militar y cada integrante de las milicias llevaba su arma siempre consigo. La ciudad se transformó en un campamento de patricios; arribeños; patriotas de la unión; Indios, Pardos y Morenos, húsares; carabineros de Carlos IV; migueletes; quinteros; esclavos granaderos de infantería y los miembros del batallón de Marina, todos ellos, americanos. Los españoles europeos se integraron en cinco tercios (o cuerpos), con el nombre de sus provincias de origen: gallegos; andaluces; catalanes; vizcaínos y montañeses.
Dos días después, Whitelocke presentó su capitulación formal. La heroica defensa de Buenos Aires había diezmado a un tercio de las tropas invasoras, que contabilizaron cerca de mil bajas, entre muertos y heridos, y alrededor de dos mil presos. El bautismo de fuego de los voluntarios de Buenos Aires, por el contrario, no pudo ser mejor, aunque el costo fue importante: 302 muertos, 514 heridos y 105 desaparecidos. Álzaga, que coordinó el movimiento de los milicianos, obtuvo el reconocimiento de la población.
La capitulación obligó a los ingleses a abandonar Buenos Aires en diez días y Montevideo en sesenta, y a los locales, la devolución de los prisioneros, incluyendo a los tomados el año anterior. Más tarde, Whitelocke, acusado de impericia, fue degradado y expulsado del ejército.
25 y 28 de junio, dos fechas equívocas para el imperialismo británico; dos fallidos en un mismo plan de apoderarse del Río de la Plata, dos días muy importantes en nuestra historia nacional.