Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

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De Irán a Bahía: la historia del violinista que escapó de una revolución sangrienta

Ramin Bayani llegó hace más de 30 años. Quiere volver a su país, pero sabe que no será fácil.

Fotos: Sebastián Cortés - La Nueva.

Por Maximiliano Buss | mbuss@lanueva.com

   La culpa de que esos hombres llegaran hasta mi casa fue mía.

   El invierno de Irán te hace vibrar los huesos, pero esa noche fue el miedo lo que me hizo temblar. Mamá estaba juntando los platos cuando el ruido del timbre calló todos los ruidos de mi panza.

   Los vi por la ventana del comedor: los dos soldados tenían más armas que manos y estaban parados sobre el cordón de una calle desierta y nevada.

   Con 13 años, la revolución me parecía una película de aventuras. Los iraníes vivíamos bajo la monarquía de shah Mohammad Reza Pahleví.

   Y aunque ahora cueste imaginarlo, éramos una especie de colonia de Estados Unidos: las mujeres vestían a la moda, escuchábamos la misma música y teníamos “lo último” en las vidrieras.

   Eso a los grandes no les hacía ruido, pero los más chicos fantaséabamos con destronar al rey y sacarnos ese disfraz de yanki. O al menos eso nos hicieron creer.

   El timbre volvió a sonar una vez más. Dos veces más. Papá se levantó y fue a abrir la puerta sin saber lo que se venía. Eran ellos. Yo supe enseguida que eran ellos.

   Los dos tipos nos sacaron de casa, le dieron una ametralladora a mi papá, una pistola a mi mamá y a mí, una cuchilla.

   La orden fue clara: teníamos que tirarnos detrás de unas bolsas de arena que estaban en la esquina de casa y levantarnos cuando un auto pasara.

   —Pidan documentos, revisen valijas, busquen armas.

   —¿Y si encontramos algo raro?

   —¡CHAC! Le clavás ese cuchillo—, me dijo uno de los soldados.

   

   Cuarenta años después de aquella fría madrugada, el iraní Ramin Bayani sube los escalones del Teatro Municipal de Bahía Blanca, bajo un sol que no se cansa de brillar.

   Con una mano sostiene un estuche de cuero negro reforzado. Con la otra, toma de la mano a Romina, la violinista que conoció en la Sinfónica hace 18 años y de la que nunca más se separó.

   Y sigue explicando el mundo del que viene.

—¿Cómo llegaron esos hombres hasta tu casa?

   —En la década del 70 surgió un movimiento revolucionario liderado por ayatolá Jomeini, que buscaba terminar con el régimen monárquico. Era un grupo de guerrilleros que formó comités en todos los barrios de Teherán para ir tomando la ciudad de a poco. En esos comités podíamos anotar a nuestras familias para ir a las barricadas. Yo, como un tonto, lo hice —recuerda Ramin Bayani, hoy con una sonrisa.

   —¿Y tus padres cómo reaccionaron?

   —¡Casi me matan! Sobre todo porque estaban a favor del estilo de vida occidental que proponía Reza Pahleví. No estaban de acuerdo con la revolución, y culpa mía terminaron empuñando un arma en su nombre.

   —Esa noche en la que estuvieron en la barricada, ¿pasó algo?

   —Pasaron muchos autos, pero no vimos nada raro. Es más, recuerdo que llegaron las seis de la mañana y nunca llegaron los relevos. Y los soldados tampoco vinieron a buscar las armas. Así que tuvimos que ir hasta el comité para devolverlas.

   Las puertas de la sala Payró, en el primer piso, están sin llave. En el fondo un escenario negro está rodeado de sillas tapizadas en cuerina color crema. Las pesadas cortinas de terciopelo dejan entrever el comienzo de la avenida Alem y apenas dejan iluminado el salón. Ramin prende una lámpara de araña que cuelga del techo, aparta una de las sillas y se sienta de piernas cruzadas.

   —Llegué en 1980, pero parece que me bajé del avión hace cinco minutos —dice en un español forzado que define como “raro”, y suelta una carcajada.

   En este teatro, que lo recibió a principios de 1984, Ramin comparte sus días con músicos, bailarines de ballet y coristas.

   Ramin empezó a estudiar música a los 9 años cuando entró al Conservatorio de Artes Superiores de Teherán. Él quería tocar el violonchelo, como su padre. Sin embargo, los profesores le designaron el violín luego de un examen.

   —Tocar el violín me gustaba, aunque para el estudio era bastante vago. Un chico de 10 años quería estar en la calle jugando al fútbol y no pasar tanto tiempo encerrado en una habitación. El conservatorio era muy duro, había mucha exigencia. Si no practicábamos lo suficiente, nos daban una cachetada —cuenta.

   —¿Tus papás confiaban en tu futuro como músico?

   —Mi padre me tenía poca fe, pero me esforcé muchísimo para hacerle notar que yo era capaz de llegar a cierto nivel e incluso sobresalir.

   —¿Y se lo hiciste notar?

   —Sí, ¡aunque siempre tuvo algo para criticarme!

   Ramin nació hace 52 años en Teherán, una especie de Mendoza en Oriente Medio. Su nombre viene de las palabras persas “Tah”, que significa final, y “Ran”, que significa ladera de una montaña. Literalmente: final de la ladera de la montaña.

   Durante el régimen monárquico los iraníes llevaban una vida muy occidental, pero con la llegada de los primeros aires revolucionarios las cosas empezaron a cambiar. “Cuando lograron derrocar al rey, todo terminó convirtiéndose en una completa locura. Llegaron a prohibir el ajedrez y la música que no era religiosa”.

   —No queríamos dejar la ciudad, pero la verdad es que la situación se endureció con la restricción de las libertades. Mi madre, por ejemplo, era administrativa en Renault y la obligaron a cubrirse totalmente el cuerpo.

   Como cristianos ortodoxos, los Bayani no sintieron las persecuciones que sí sufrieron los judíos, pero por temor a que las cosas se pusieran aún peor, Ramin y su madre decidieron armar las valijas y sacar dos pasajes a París, Francia.

   Y se fueron justo a tiempo.

   El viernes 19 de septiembre de 1980, mientras las fuerzas militares iraquíes se preparaban para invadir Irán y desatar una guerra sangrienta que dejó un millón y medio de muertos, desde la ventana de un avión, Ramin Bayani contemplaba por última vez las montañas que rodean su ciudad.

   —Mi papá no pudo viajar con nosotros porque era el jefe del Aeropuerto. Decidió quedarse unos días más para terminar de organizar algunas cosas de su trabajo. Nunca se imaginó que 4 días después de nuestra partida, Teherán iba a terminar sitiada por el conflicto.

   —¿Y logró salir?

   —Un año después se escapó por tierra, cruzando las montañas que rodean a Turquía. Esa espera fue interminable porque podíamos hablar con él una vez por semana y las llamadas no duraban más de tres minutos.

   La estadía de Ramin en París duró un año, hasta que la Renault le ofreció a su madre un puesto en Buenos Aires.

   “¿Tienen calles de tierra?”, pensó. Lo que sabía de nuestro país era poco y nada, pero a fines de 1980, con 16 años, no le quedó otra que volver a guardar el violín y partir junto a su familia rumbo a Buenos Aires.

   —¿Cómo los recibieron?

   —La calidez de la gente nos sorprendió. Salíamos de una sociedad como la francesa donde primero están ellos y después, también están ellos. En la Argentina nos consideraron más que a un argentino.

   En Capital Federal, con 17 años, siguió con sus estudios de violín, mientras trabajaba en la Orquesta Nacional. Hasta que un día se topó con aviso de la Sinfónica de Bahía Blanca.

   —No tenía ni idea de adónde iba, pero me vine. Estuve tocando un tiempo en la orquesta, yendo y viniendo desde Buenos Aires, hasta que me contrataron y me puse de novio con quien fue mi primera esposa y tuve dos hijos: Tatiana, que es profesora de gimnasia, y Román, que es percusionista.

   La tranquilidad de Bahía Blanca lo cautivó desde el primer momento. Por eso, en 1985 renunció a su empleo a Buenos Aires y se vino a vivir.

   —Esta ciudad me permitió establecer relaciones humanas más cálidas, tanto a nivel personal como profesional.

   —¿Qué costumbres argentinas adoptaste en todo este tiempo?

   —El asado es uno de mis platos favoritos. También me encanta el fútbol, soy hincha de Boca y sigo al equipo por televisión.

   —¿Y qué costumbres extrañás de Irán?

   —Extraño la comida. Allá comen mucho arroz con diferentes tipos de salsas. Si los chinos comen mucho, no te das una idea los iraníes. Los quioscos venden el arroz en bolsas de arpillera de 50 kilos.

   —¿Pudiste volver?

   —No. Cuando estaba en Buenos Aires me llamaron para cumplir con el servicio militar. Como dije que no, me prohibieron entrar al país hasta los 50.

   —¿Y tenés ganas de viajar?

   —Muchas. Ya tengo 52, pero quiero asegurarme de que no me va a pasar nada si voy. También tengo problemas para viajar con mi mujer porque al no estar casados tenemos que entrar por separado, caminar sin agarrarnos de la mano y dormir en habitaciones distintas.

   Ramin tiene pocos familiares y amigos allá. La mayoría de ellos emigró o murió en la guerra.

   —¿Te quedarías a vivir en Teherán?

   —Sería imposible, no me podría adaptar. Primero porque tomo vino y allá es complicado conseguirlo.

   —Si por un momento pudieras volver a un solo lugar, ¿cuál sería?

   —El conservatorio. Es el lugar donde pasé mi infancia. En donde compartía todo el día con mis amigos.

   —¿De qué te salvó la música?

   —Yo sobreviví gracias a la música. Me dio amigos que quiero muchísimo, me acompañó en momentos difíciles. La música me permitió comer cuando llegamos al país. Fue la forma de comunicarme cuando no sabía decir ni una sola palabra en español. Gracias a la música conocí a mi actual esposa -violinista de la Sinfónica de Bahía-. La música me salvó de todo.

   —¿Cómo fue eso de comunicarte con el violín?

   —Mis entrevistas de trabajo eran tocando el violín, sin palabras. Cuando llegué a Buenos Aires yo hablaba el idioma farsi. Imaginate que estaba acostumbrado a empezar a leer los libros desde el final y a escribir de derecha a izquierda con un alfabeto completamente distinto.

   —¿Con qué te conectás cuando tocás?

   —Mientras estaba en la orquesta pensaba más en lo técnico para resolver la partitura o los pasajes. Después de esa etapa mi mente se abrió. A mí me encanta Astor Piazzola. Gracias a él siento más la música. Es todo más natural.

   —Si coincidimos en que la música que escuchamos nos define, ¿qué género define a Ramin Bayani?

   —El tango. Piazzolla. Su música es de una terrible melancolía y rebelión interna con la que me siento identificado.

   —En cierto momento de su vida, grandes compositores como Mozart, Beethoven o Schumann terminaron presos de su música. ¿Te pasó lo mismo como intérprete?

   —Hace cinco años debí dejar la Sinfónica por una pérdida de fuerza en dos dedos de la mano izquierda. Tuve una sobrecarga por pasarme de revoluciones. Muchos músicos queremos alcanzar una perfección inexistente y en cierta manera terminamos “presos” por eso.

   —¿Qué llegaste a hacer para alcanzar esa perfección?

   —Las cosas más locas. He tocado varias veces como solista, donde la exposición es muy grande. Entonces, primero me pasaba horas resolviendo la pieza. Después me tiraba al piso y tocaba el violín acostado, que es muy incómodo porque se te va todo para atrás y el arco choca contra el suelo. Yo decía que si podía hacerlo acostado, parado me salía de taquito. Una técnica antinatural.

   —¿Qué hubieses sido si no violinista?

   —Médico, me gustaba mucho.

   —Y si consideramos a la música como una medicina para cualquier mal, ¿que quisieras curar?

   —Cuando hacés música compartís algo tuyo con el otro y eso es un gesto muy valioso. Porque en cierta forma compartimos lo más íntimo con otro, incluso sin darnos cuenta. Uno se vuelve mucho menos egoísta cuando ofrece sentimientos. El egoísmo se cura con música porque la música es eso: sentimiento puro.