Bahía Blanca | Lunes, 11 de agosto

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“El rictus amargo”, la flamante novela de Rubén Benítez

Lanzamiento. El libro del autor bahiense, publicado por la editorial Ediuns, fue presentado recientemente en la Casa de la Cultura de la UNS por la licenciada Carmen del Pilar André.
“El rictus amargo”, la flamante novela de Rubén Benítez. Aplausos. La Nueva. Bahía Blanca

Por Carmen del Pilar André

Eugenio, el protagonista de El rictus amargo, reflexiona: “Y en los libros, el tiempo es cíclico, resucita con cada lector” .

En una tipología de los lectores, el profesor Barcia incluye al lector “solapado”, es decir, aquel que se asoma al universo del libro a través de sus solapas. En esta edición, ese umbral convocante que anticipa algunas claves de la obra está en la contratapa y precisa que la novela “construye un mundo distópico”. El término “distopía” (del griego dys: ‘malo’ y tópos: ‘lugar’) designa una ficción literaria (o cinematográfica) que plantea un mundo donde las ideologías, las prácticas y las conductas sobre las que se erigen las sociedades contemporáneas, en vez de producir bienestar conducen al sufrimiento de los individuos, y se propone problematizar dichos constructos culturales, proporcionar nuevas perspectivas de pensamiento y advertir sobre los potenciales peligros derivados de la naturalización del statu quo.

En consonancia con aquella matriz genérica, el mundo del personaje central de la novela, Eugenio Paladino, profesor de Literatura y licenciado en Letras, escritor y político incipiente, comienza a resquebrajarse el día que descubre en el espejo que la sonrisa se ha ausentado de su rostro. La pérdida del gesto distintivo de la especie humana se generaliza y se la registra como una enfermedad –el rictus amargo– que se difunde progresivamente hasta convertirse en pandémica y que se agrava con un nuevo síntoma, el deterioro de la expresión semántica –la dislexia traumática–. Privada de la risa y el concepto verbal, la humanidad puede descender a la elementalidad animal.

Lo que sigue es el viaje de Eugenio en busca de respuestas que expliquen la extraña mutación, a través de los senderos de la literatura y la cultura universales, de las categorías pulverizadas del tiempo y el espacio, que lo conducirá a los orígenes de la vida misma.

La estructura de la novela es compleja, pues dentro de este libro de viaje hay otro libro de viaje –no en vano uno de los textos más convocados es la Odisea– cuyas escrituras se entrecruzan. Cada tanto, se insertan algunos fragmentos de la obra que Eugenio está escribiendo bajo el título de Registros de un viaje a no sé dónde, una suerte de parodia del diario inaugural de Colón y las crónicas de Indias en general, henchida de anacronismos. Como un ejemplo, narra el cronista del libro de Eugenio:

“Todo comenzó con el espejo. Si no existiera esa misteriosa ley física de la óptica, nadie se reconocería a sí mismo. El espejo es nuestro confidente. Hasta nos muestra, cuando lo miramos, cómo es nuestra manera de mirar. Y el océano es el mayor de todos los espejos. [...] Si no existiera el pasajero reflejo óptico, la inmensa humanidad pasaría por la tierra sin haberse visto nunca, más allá de las temblorosas aguas. La fotografía vino a desparramar espejos fijos, delatores de súbitas decadencias. Se convirtió en una de las experiencias más tristes de la estupidez humana. Nos condujo al vacío cósmico del narcisismo.

***

Por su parte, el narrador del libro de Rubén Benítez relata:

“Todo empezó frente al espejo. Cuando Eugenio se vio no lo podía creer. [...] Indudablemente le faltaba algo. [...] Desde el espejo la imagen le devolvió su propia mirada silenciosa. [...]

“El problema era que de su rostro había desaparecido la sonrisa, la humilde sonrisa que lo acompañó desde que sus ojos contemplaron por primera vez la luz rasante del planeta. Su antigua sonrisa de siempre. Se refería a ella como si se tratara de un objeto exento, sustituible y, por lo tanto, extraviable. Una parte de su ser, una tenue inflexión que se convertía en un mensaje testimonial, grato y solidario. Un arcoiris liminar tendido sobre la llanura apacible del rostro, que había desaparecido misteriosamente.”

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El entramado textual acusa la presencia efectiva de otros textos, tales como fábulas (La lengua, de Esopo); refranes en algún caso hilvanados ingeniosamente (“Cada maestrito con su cuadernito. Todo es según el color del cristal con que miramos y nos miran”); citas con comillas, con o sin referencias precisas (de Borges: “El infierno es no darnos cuenta de que vivimos en el paraíso”. Sin indicación de autor: “Sin embargo se mueve”, exige la cooperación del lector para reponer que pertenece a Galileo Galilei), alusiones (“Dudo, luego existo...”, cuya comprensión depende del enunciado de Descartes, al que remite necesariamente).

La teoría literaria prescribe no confundir la realidad con la ficción, ni al autor de carne y hueso con el narrador, que es su doble de tinta y papel; mas indaga en las marcas escriturarias que revelan la función del autor y la permanencia de su figura. En El rictus amargo, estas referencias son transparentes y aparecen en los diferentes planos narrativos. Eugenio, el personaje, es un alter ego del autor: licenciado en Letras, profesor y escritor. Tanto el narrador como el cronista, convocan retóricamente a quienes pudieron haber sido los maestros de Rubén Benítez –el padre Bona y el profesor Camarero–. Seguramente autor y personaje también comparten el universo libresco citado: la Ilíada y la Odisea, Aristófanes y Platón, los mitos griegos y las fábulas de Esopo, la Biblia y Santo Tomás, Shakespeare y Dante, los mitos mayas y las Crónicas de Indias, el Quijote y Calderón, los cuentos de Las mil y una noches y de Perrault, el poema Garrick de Juan de Dios Peza, Leopardi, Dostoievsky, Kafka... y Borges... y Darwin. Asimismo, deben serles afines las preferencias musicales: “Brahms, en especial, y la pasión de su vida, la música medieval, incluyendo el canto gregoriano, las Cantigas de Alfonso el Sabio y el vasto patrimonio musical místico-festivo surgido a la vera del Camino de Santiago”. Y puede resultar que, hasta la abuela castellana con su arcón gótico de inmigrante cubierto con una carpeta de hilo y el abuelo con su bastón de ojaranzo, hayan sido los abuelos del autor antes de ser los del personaje.

Toda obra literaria se funda sobre el uso artístico del lenguaje; pero es digno de destacar el trabajo de Rubén Benítez como artífice de la palabra. Las palabras son los puntales de una construcción narrativa que privilegia la hondura del pensamiento por sobre la acción. Trasuntan una singular riqueza léxica en el abordaje de un amplio repertorio de discursos específicos, entre otros, la disquisición literaria, filosófica, religiosa y naturalista, el debate político y científico, el registro de contenidos de los medios masivos de comunicación y de observaciones de campo y se vivifican en la expresividad de los diálogos. Las palabras están elegidas y engastadas con precisión, se ajustan al significado etimológico (“el mirar y el milagro tienen la misma raíz, la misma fuente. Miraglo. La diferencia depende de una tozuda metátesis”, se aplican al juego conceptual (“El drama de lo que pasa es lo que queda, si queda algo”, y se exploran en sus posibilidades poéticas, especialmente para dar cuenta de los misterios de la naturaleza (“La luna, la hoz de los campos celestiales [...] Una sonrisa luminosa sobre el fondo azul”. “El cielo también sonreía con una sonrisa blanca”. Son palabras que reniegan del discurso vacío y pugnan por crear conciencia de los problemas que afectan a la humanidad en el mundo actual.

Algunas de las cuestiones tratadas son las políticas del hambre, la guerra y la degradación ambiental; el impacto de los medios de comunicación, la dependencia tecnológica y la manipulación genética, tanto en la sociedad como en el individuo; el empobrecimiento espiritual del ser humano y su desconexión consigo mismo, con la naturaleza y con la cultura de que es parte. La novela plantea muchas preguntas y busca denodadamente respuestas.

Se mencionan a continuación algunos fragmentos, para visibilizar el estilo del autor:

El siguiente, remite a la sabiduría de los mitos, desoídos y olvidados, y recupera los conceptos griegos de “hybris” –el exceso cometido– y de “némesis” –el castigo reparador– para cuestionar el uso de la técnica aplicada a la guerra y mostrar sus consecuencias:

“Y después nos sumamos al sueño de Ícaro y construimos unas estúpidas alas que, en vez de estar pegadas con cera, como había hecho él, las soldamos con acero. Alas de acero y de a-cera industrial. ¿Para qué volar tan alto? Europa-América en ocho horas [...] ¿No nos avisaron que el sol derretiría las alas? Las derritió. Ellas mismas, las alas, encendieron su propio fuego, y se derritieron, de tanto en tanto. Las condenamos a portar y soportar misiles que tenían pérfidas alas de pájaros crueles, arrasadores, fumigadores. [...] Y ahora ¿qué? Temblamos de miedo ante esas alas postizas que ya nadie puede detener. Nos llevarán a donde ellas quieran. Finalmente las llamas del infierno contradijeron la geografía subterránea de Dante. Las tenemos ahí arriba, listas para caérsenos encima. Para quemarnos de arriba abajo.”

Otro pasaje, igualmente crítico pero enunciado con ingenio y tristeza a la vez, plantea una reflexión sobre el deterioro ambiental: “Mientras tanto, nadie sabía si el agujero de ozono era una ventana para mirar despectivamente hacia abajo o un orificio para pedir socorro hacia arriba”.