La Argentina, en lucha por la república
Por Ricardo de Titto / Especial para “La Nueva.”
Urquiza, desde Entre Ríos, está a la cabeza de la República, que reúne a los “trece ranchos” como dijo despectivamente un político porteño. El Estado de Buenos Aires se da sus propias autoridades y conviven en él dos corrientes, los “autonomistas” (o “pandilleros”), como Valentín Alsina, Pastor Obligado y Carlos Tejedor, que prefieren la secesión y los “unionistas” (o “nacionales”), como Mitre que hablan de un destino común con el resto de las provincias porque “la nación antecede a las provincias”.
Ambas tendencias, aunque discordantes, conviven bajo la idea de la necesaria supremacía porteña sobre el Interior. En 1859 Alsina, que había liderado la separación, es el gobernador de la provincia y Mitre su principal ministro.
Mediación y guerra
En el otoño de 1859 la situación está más que tensa y la paz pende de un hilo. Ambos Estados --la Confederación y Buenos Aires-- se preparan para la guerra. Buenos Aires vota una asignación especial de veinte millones de pesos, moviliza la Guardia Nacional y Mitre, que es ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, abandona el cargo, asciende a general, y en mayo de 1859 asume el mando del “Ejército de Operaciones”.
La Confederación Argentina alista su armada en Montevideo y recibe apoyos y ofrecimientos de sumarse a su ejército de hombres notables como el almirante Guillermo Brown, el general Manuel Escalada y Tomás Guido --uno, pariente y el otro, amigo de San Martín--, Estanislao Soler y Manuel Olazábal --veteranos del Ejército de los Andes-- y Pinedo, Iriarte, Irigoyen, y Chenaut, entre otros apellidos de renombre, varios de ellos de trayectoria en el partido federal.
El 20 de mayo de 1859 la Confederación decidió, por ley del Congreso, “resolver la cuestión de la integridad nacional respecto de la provincia disidente de Buenos Aires, por medio de las negociaciones pacíficas o de la guerra, según lo aconsejen las circunstancias”. Se obtienen los recursos para levantar una escuadra --Urquiza logra el apoyo del presidente López del Paraguay que envía cuatro vapores de guerra y dos transportes a vela-- y lanza una campaña. El 25 de mayo Urquiza proclama: “No llevaremos la guerra de conquista a nuestros hermanos de Buenos Aires; le llevaremos la paz, la libertad, la ley, la unión y el abrazo fraternal que ha de hacer sólida y perpetua la organización y la integridad nacional [...]. La provincia de Buenos Aires va a recibirnos como hermanos libertadores. Sus más valientes hijos engrosarán las filas de los ejércitos de la Nación. Las armas nacionales, radicando la libertad en la ley, devolverán al proscripto su hogar, al ciudadano sus garantías, a los pueblos la paz, a los argentinos la quietud y a la patria su esplendor, para que cese el escándalo de nuestras luchas fratricidas, y organizados y fuertes, podamos mostrar con nuestros hechos que, en efecto, se levanta a la faz de la tierra una nueva y gloriosa nación. ¡He ahí, argentinos, la grande obra que ambicionamos completar!”.
El plenipotenciario de los Estados Unidos Benjamín Yancey intenta una mediación a principios de julio pero choca con la posición de Alsina que envía por medio de Dalmacio Vélez Sarsfield y José Mármol --porteñistas recalcitrantes-- unas Bases generales de tratado en las que pone una condición completamente inaceptable para la otra parte: “Para facilitar y aproximar las consecuencias de ese objeto [la unidad nacional], el actual presidente de la Confederación hará, apenas sean firmadas las presentes bases, el patriótico sacrificio de retirarse totalmente y por el espacio, al menos de seis años, de la vida pública; continuando en lo demás así en Buenos Aires como en la Confederación el respectivo orden actual”.
El propio Yancey se negó a discutir sobre estas Bases y algo parecido le sucedió al presidente paraguayo cuya gestión de buena voluntad cayó en el saco roto de la intransigencia bonaerense.
La hora de la espada
Resuena entonces la hora de la espada. Urquiza y Mitre disponen sus fuerzas para el combate, cada cual en su territorio, uno en Rosario y el otro en San Nicolás, puertos que facilitan realizar operaciones combinadas con la escuadra. El lugar de encuentro de los ejércitos --como es tradición-- debe ser cerca de la frontera. Pero las fuerzas son dispares.
Mitre cuenta con una buena artillería y 10.000 hombres bien adiestrados, “el primer ejército numeroso de llanura”, pero es pobre su caballería, y cuenta con superioridad naval. El ejército de Urquiza tiene 4.000 soldados más que su enemigo y su caballería, integrada en su mayor parte por los eficaces escuadrones entrerrianos, es excelente. El 28 de agosto, en las afueras de Rosario, el general realiza una gran revista de la infantería y la artillería. Cuenta con 32 cañones, Mitre tiene solo 24.
El 23 de octubre de 1859 ambos ejércitos están la vista de la cañada de Cepeda, al norte de Pergamino. Con pasmosa serenidad la caballería del Ejército nacional espera que se apronten los otros efectivos. Mitre está en posición defensiva y logra rechazar a la infantería contraria y logra algunos avances parciales que causan severas pérdidas en los confederados pero los jinetes urquicistas obtienen un rápido triunfo sobre la caballería enemiga y vuelven sobre el centro adversario para quebrar su línea de combate.
Dado que la lucha comenzó por la tarde, la oscuridad sirve a los porteños para emprender, a marchas forzadas, una retirada hacia San Nicolás. Muchas vidas salvó la drástica orden del coronel Emilio Conesa de fusilar sobre el parche a todo el que se alejara unos pasos de la formación: una parte de la infantería porteña llegó intacta, y pudo ser embarcada en su escuadra antes de exponerse al aniquilamiento. En el campo quedan 500 muertos. Además, las fuerzas nacionales toman 2.000 prisioneros, 20 cañones y gran cantidad de armamento liviano. En las inmediaciones de Arroyo del Medio quedaron, merodeando, multitud de dispersos.
Buenos Aires festejó por anticipado un supuesto triunfo. La aparición de las tropas de Mitre en el puerto, cuando las noticias adelantaban un terrible descalabro, hizo pensar que la situación había terminado por ser favorable. Pronto, la ciudad se convence de que el resultado le ha sido adverso y que deberá negociar. Mitre asume la defensa de la ciudad que Alsina dispone fortificar. Urquiza con sus tropas se estaciona en San José de Flores, una zona elevada sobre el llano que permite ver lejos.
Pacto de Unión Nacional
Urquiza no se plantea “tomar” Buenos Aires y, mucho menos, ahondar las distancias con sus habitantes. Desea negociar pero, para eso, es preciso encontrar un interlocutor dispuesto y Alsina no puede jugar ese papel. En claro retruque de aquella exigencia del gobernador bonaerense exige su renuncia como condición para acordar. Alsina informa que considera inútil que sus representantes concurran a San José de Flores y pide nuevos recursos para seguir combatiendo. La Legislatura se los niega y el gobernador renuncia. El 3 de noviembre Buenos Aires suspende sus aprestos militares y Felipe Llavallol es nombrado gobernador poco después.
El entrerriano quiere evitar humillar a los adversarios; para dirigirse a los porteños escoge palabras agradables: “Vengo a ofreceros una paz duradera bajo la bandera de nuestros mayores, bajo una ley común, protectora y hermosa. [...] Os saludo con abrazo de hermano”, les dice, y promete un futuro con “integridad nacional, libertad, fusión”. Pide que se acepte su propuesta “como el último servicio que os prestará vuestro compatriota”, anunciando su retiro. Pero las negociaciones no son meras tratativas de paz sino de precisar el modo en el que Buenos Aires se integrará a la Confederación.
El 10 de noviembre concluye la redacción del Pacto de Unión Nacional y se firma al día siguiente. Buenos Aires se declara parte integrante de la Confederación y renuncia al manejo de las relaciones exteriores. Se establece que en un término máximo de veinte días se convocaría a la convención provincial para que examinara la Constitución de 1853 para proponer las reformas, las que debían ser consideradas en un Congreso Constituyente nacional. También se acuerda la nacionalización de la aduana y otras cláusulas tendientes a sellar la unidad y la concordia.
Urquiza hace su proclama a Buenos Aires donde subraya –con toques dramáticos− que la guerra civil es inútil y que debe ser una etapa superada: “Después de largos sacrificios y de crudas fatigas [...]. Basta de guerra entre los hijos de la nación argentina, que sin ella sería hoy la más grande y poderosa nación del continente. […] No más unitarios ni federales: hermanos todos, la patria dolorida espera su ventura de los esfuerzos de todos. ¡No más bandos!”.
Empieza así el fin de la experiencia separatista de Buenos Aires. Ironía de la historia, en el mediano plazo quien se fortalecerá es el derrotado en Cepeda, Bartolomé Mitre, mientras que los grandes perdedores del Acuerdo de San José de Flores serán aquellos cuya prédica se basaba en la segregación: los autonomistas intransigentes de Alsina. Por eso, el triunfo que hace vibrar a Urquiza abre el paso al triunfo de su vencido y Mitre se alza sobre el nuevo escenario: “Los sucesos han hecho del general Urquiza el hombre más expectable de la República Argentina, y su conducta en las últimas negociaciones de paz ha quitado a Buenos Aires el derecho de vilipendiarlo”.
La última palabra sobre la unidad de la república, sin embargo, no estaba dicha y los hechos, con los mismos contendientes, llevarán a escribir una nueva página de sangre, en Pavón, dos años después…