Bahía Blanca | Lunes, 11 de agosto

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Ouro Preto, el barroco más puro en las sierras brasileñas

En la ciudad tricentenaria de Minas Gerais se entrelazan las historias de los esclavos en tiempos del oro, con la apacible vida del siglo XXI.
Ouro Preto, el barroco más puro en las sierras brasileñas. Turismo. La Nueva. Bahía Blanca

Corina Canale

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“La altura de mi bisabuelo lo salvó de trabajar en las minas, a las que iban los esclavos más bajos”, me cuenta Alfonso, experto guía de turismo.

Un hombre tan alto como su antepasado, aquel que llegó a Ouro Preto desde Zambia a pura prepotencia; el esclavo que por azar esquivó los oscuros socavones y cultivó caña de azúcar.

Entre 1700 y 1820 de Minas Gerais se extrajeron 1.200 toneladas de oro, el 80 por ciento de la producción mundial, y miles de diamantes.

Los portugueses explotaban las minas con los esclavos y la Casa dos Contos de Ouro Preto estaba llena de monedas.

La fiebre del oro comenzó cuando se encontró una piedra negra que escondía oro debajo de una oscura capa de paladio. De allí el nombre de Oro Negro.

Tanta fue la riqueza que el Emperador Pedro I le otorgó el título de Ciudad Imperial.

Los jesuitas trajeron el arte europeo y construyeron iglesias barrocas pletóricas de oro. Acertaron. Ouro Preto tiene la arquitectura barroca más pura de Brasil.

La ciudad del “Ciclo de Oro” fue la capital de Minas Gerais desde 1720 hasta 1897. Con la llegada de los buscadores de oro, en 1750 su población de 80 mil habitantes era mayor a la de Nueva York.

Llegué a Ouro Preto desde Belo Horizonte cuando el sol se moría sobre las tejas rojas de esa ciudad laberíntica y empinada. La noche descendía sobre el verde de las sierras del Espinazo.

Las luces parecían luciérnagas sobre las montañas mineras, ahora sosegadas, en cuyos túneles abandonados campean los fantasmas de los esclavos sacrificados.

De tantos hombres que apenas vivían cinco años en el tenebroso mundo de las profundidades y de mujeres a las que se obligaba a parir un hijo cada doce meses.

Ouro Preto no tiene la alegría espontánea de los cariocas, ni el desenfado de los pernambucanos o la contagiosa vibra de los paulitas, y tampoco el regocijo de los colores. Los espíritus sensibles sienten que algo de aquella tristeza de los dorados años coloniales se enraizó en su gente.

En el centro de la ovalada Plaza Tiradentes está el monumento a Joaquim da Silva Xavier, el dentista apodado “sacamuelas”, quien incitaba a los esclavos a rebelarse contra la corona portuguesa. Lo ahorcaron en 1792 por ser parte del movimiento Inconfidencia Mineira.

En uno de sus extremos está el Museo de Gemas, y en el otro el Museo de la Inconfidencia, donde hay tallas de madera del escultor y arquitecto Antonio Francisco Lisboa, apodado el “Aleijadinho”.

Un mulato que ya adulto contrajo una enfermedad deformante, y a quien se dice le amarraban herramientas en las manos para trabajar.

Uno de sus grandes trabajos está en la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción. Son los leones que esculpió a semejanza de los de Bellini, instalados en el Vaticano.

También proyectó la iglesia de San Francisco de Asís, donde está el Museo del Aleijadinho. Y frente a ella la feria de la Pedra Sabao, la maleable piedra jabón que los artesanos tallan con sabiduría ancestral.

En la Iglesia de Nuestra Señora del Pilar está el Museo del Oratorio, que refleja la religiosidad minera, y en sus altares 400 kilos de oro.

De Santa Efigenia, la iglesia de los negros, se cuenta que la financió Chico Rey, un príncipe del Congo vendido como esclavo. En su altar hay ángeles y simbología africana.

Mientras que los azulejos portugueses, en blanco y azul, sólo se encuentran en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen.

Ouro Preto, la ciudad plena de arte sacro, la fundada por bandeirantes en 1711, es una ciudad segura que vive del turismo y abre sus minas a los visitantes.

El único lugar donde aún se extrae el bellísimo topacio imperial.