Casi, casi como los Campanelli
Ahí anda Lucas González dando vueltas entre las mesas, hasta que la mamá lo alza y lo lleva cerca de Lina Reza para una foto.
Lucas tiene un año; Nora, 84. Lucas está entre los más chicos; Nora, entre los más grandes de la familia Piangatelli.
Esos mismos Piangatelli que el domingo pasado llegaron a 140 en un asado en el club Kilómetro 5 de calle Sixto Laspiur.
Lucas todavía no entiende demasiado. Nora sabe toda la historia.
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No llegaba a los 20 años Aurelio Piangatelli cuando decidió dejar su natal San Severino Marche. Y eso que estaba a 44 kilómetros del pintoresco mar Adriático.
Claro, había que comer y en Italia se hacía difícil en el final del siglo XIX. América abría puertas. Por eso Aurelio vino, vio y se volvió a ese pueblito que en 2010 apenas tiene unos 12.000 habitantes. El 3 de diciembre de 1903 se casó con Julia Farconi y, juntos, decidieron que lo mejor estaba de este lado del Atlántico.
Estuvieron en Spurr y en Villa Rosas. Pero el punto final e inicial al mismo tiempo sería la esquina de Parera y Rivadavia de Villa Mitre.
Con Julia tuvieron 14 hijos. Dos se fueron cuando eran muy chicos. De los otros 12 --6 varones y 6 mujeres-- ya no vive ninguno. Los que están son Mora Gugliemetti, de 2 meses y Adela Arretegui de Piangatelli, de 88. Y unos cuantos más.
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El salón del club Kilómetro 5 recibe a los Piangatelli con un cartel: "Lo que aprendés en la familia te guiará toda la vida".
Antes de empezar a comer la mayoría se da una vueltita por la mesa de adelante. Ahí, los que conocen la historia la recuerdan y los que no, la empiezan a conocer.
En esa mesa está la bolsa con los cartones de la lotería que reunía a toda la familia en la casa de Parera y Rivadavia, la tabla de amasar de Julia, los bastones del abuelo Aurelio, la foto de las bodas de oro de la pareja que inició esta historia, un sombrero, la caja en la que el abuelo guardaba la plata, el silbato que usaba Aurelio cuando era capataz de cuadrilla en el ferrocarril, libretas para anotar, un palo de amasar, una linterna, otra caja en la que Aurelio guardaba tabaco y muchas cosas más.
Los chicos miran y les preguntan a los más grandes. Los grandes responden o les preguntan a otros más grandes para que los chicos no se queden sin respuesta.
Llaman a comer. Ya sentados siguen hablando. Se siguen saludando. Es que algunos hace 1.000 años que no se ven. Es que vinieron de La Plata, Tolosa y Remedios de Escalada. Para juntarse con los de Bahía que son mayoría.
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Alguien cuenta cómo era el abuelo. Cómo se sentaba en alguno de los cuatro escalones que estaban justo, justo en la esquina famosa y contaba historias para los pibes del barrio. Alguien cuenta que los primos, los tíos... todos, todos, se reunían para escucharlo. Alguien cuenta que el abuelo Aurelio tenía olor a tabaco y chocolate. Que era fuerte como un roble. Que hablaba mitad en italiano y mitad en español. Que siempre tenía algo para discutir y que siempre era el centro de la reunión.
El amor y la dulzura corrían por cuenta de la abuela Julia. O Giulia o Jui. Con su pelo blanco recogido en el clásico rodete de esos tiempos. Su delantal atado al cuello en el que escondía traviesamente unos trozos de pan negados por su diabetes. Que andaba casi siempre con una larga y oscura falda que guardaba su redondez, a causa de tantos hijos y que tenía ese olor a cocina italiana que desde muy temprano impregnaba los rincones de la amplia casona. Silenciosa, de rostro bonachón, con sus manos toscas de tanto trabajar y la mirada dulce y sabia, que podía descubrir en la sonrisa de sus hijos la mayor felicidad.
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Lucas ya cumplió. Ya se sacó la foto con Nora. Ahora sigue corriendo entre las mesas. Ya algún día se sentará y será él el que le dirá a otros: "Yo estuve aquel 20 de junio de 2010 cuando nos juntamos más de 140 Piangatelli para recordar al abuelo Aurelio y a la abuela Julia".
Maximiliano Palou/"La Nueva Provincia"