Travolta y Rhys Meyers, de correrías por París
En los 70 cundieron los buddy films, películas de pares opuestos reunidos por una misma misión, donde la testosterona predominaba.
La acción y las comedias eran la escena perfecta para el desarrollo de estos relatos que sembraron para la posteridad.
Un ejemplo es Sangre y amor en París, una historia soportada en partes por los protagónicos de un imponente John Travolta frente a un discreto Jonathan Rhys Meyers, en los roles de dos agentes de la Central de Inteligencia Americana; un despliegue de sangre, sudor y balas durante 70 de los 92 minutos de duración del metraje y las locaciones parisinas paneadas en corridas sin respiro.
No falta la presencia de la bella --claro está-- antiheroína cuya traición se puede oler aunque el aroma no atraviese la pantalla.
De esto se trata el filme del director de Búsqueda implacable, desarrollado con la excusa-argumento de poner a prueba al asistente y hombre de confianza del embajador norteamericano en la Ciudad Luz, como nuevo "miembro del Club" (léase CIA) cuando la reunión cumbre de naciones llega con amenaza terrorista incluida.
Con algo de misoginia y bastante de xenofobia escudada en la condición cosmopolita de la capital francesa y una liviandad a prueba de toda credibilidad, la narración transcurre veloz al ritmo de una banda que aturde y sólo da descanso en las esporádicas y características melodías parisinas y en la profundidad de "La Voz" Sinatra.
La definición, no sólo previsible sino deliberadamente revelada, hace alarde del espíritu machista de los orígenes setentistas del subgénero.
De la sangre del título en castellano, se ve mucho y más; del amor prometido, poco a nada, bastardeado y descartado sin mayor conflicto.
Es una pérdida de tiempo y energía, excepto que se adoren los filmes pochocleros en versión violenta a lo Tarantino, un director que supo aprovechar el humor corrosivo de Travolta y que Morel toma a modo de homenaje.