Noroeste: un barrio que busca recuperar su destino
En octubre de 1892, Juan Rech Alberdi recibió por carta una invitación firmada por el capataz Thomas para incorporarse al flamante Ferrocarril Bahía Blanca-Noroeste.
Luego de enviar su respuesta afirmativa, el italiano viajó desde Santa Fe (donde residía), hacia el lugar donde encontró un trabajo y un hogar.
Recién llegado, se hospedó en el tradicional inquilinato-restaurante Londres, conocido por los obreros del riel como "la fonda". Allí conoció a su futura esposa --sobrina de los dueño--, con quien viviría en una casa de Gorriti al 1.100.
El barrio Noroeste recién comenzaba a formarse y las casas, en su mayoría, eran habitadas por ferroviarios, muchos de ellos italianos y españoles, que venían desde el whitense bulevar Juan B. Justo.
A comienzos del siglo pasado, cada día se despertaba a las 5.30 con el silbato de una herrería ubicada en Rondeau e Islas Malvinas. Su sonido era consecuencia del vapor que emanaba de una caldera y se repetía a las 5.45 y 5.55, anunciando que a las 6, los ferroviarios debían estar en sus puestos de trabajo. Era tan poderoso que podía ser escuchado en Villa Rosas y La Falda.
Los años '50.
La mitad del siglo XX fue el génesis de varios cambios gestado en décadas anteriores.
El sistema de tranvías eléctricos ya había dejado de funcionar en 1938, tras haber sido administrado por Empresas Eléctricas Bahía Blanca del Pacífico (desde 1910) y cuyos rieles se extendieron hasta Villa Harding Green.
También fue, durante los primeros años de la década del '50, que por calle Malvinas se abrió un nuevo portón de ingreso al espacio ferroviario, que se sumó al de Roca y Sixto Laspiur.
Por entonces, con el advenimiento del peronismo, los empleados ferroviarios ya se habían adaptado al nuevo ritmo de trabajo, al gozar de más días de vacaciones, cuando sólo se les otorgaba una semana (del 25 de diciembre al 1 de enero) y apenas un día libre (el sábado inglés).
La primitiva Bahía Blanca North Western Railway Company ya había sido absorbida por la Buenos Aires and Pacific Railway, empresa que dio trabajo a más de 1.300 personas, las cuales estaban afiliadas a dos sindicatos.
Parte de los maquinistas y los "pitucos" (como se conocía al personal de las oficinas de control de trenes), se agruparon en La Fraternidad, mientras que los obreros revistaban en la Unión Ferroviaria.
Tradiciones que perduraron.
Algunas costumbres permanecieron latentes, al menos hasta el fin de la época de oro de la Estación Noroeste, a fines de los '60. Hasta entonces, las familias seguían juntándose a tomar fresco en la vereda o visitando el balneario y el Club de Pesca Galván.
Las mujeres asistían a clases de bordado, costura y manualidades, guiadas por las monjas del Colegio Marina Coppa, y los varones a los talleres de La Piedad, donde aprendían oficios de carpintero, sastre, alpargatero, zapatero, tipógrafo y mecánico, entre otros.
En tanto, fue el Club Atlético Ferrocarril Pacífico (el más antiguo de la ciudad) el que contribuyó a dar una tradición deportiva al sector.
El derrumbe.
Si en su nacimiento el ferrocarril Buenos Aires al Pacífico se proyectaba como el trasandino alguna vez soñado por el ingeniero Pronsato, esa premisa se derrumbó en 1992, año en que comenzó con mayor énfasis el cierre de ramales y la cancelación de servicios.
A partir de entonces, el conocido "cinturón de hierro" marcó más que nunca las diferencias entre un lado y otro de las vías.
El barrio Noroeste comenzó a sufrir los avatares del paso del tiempo, con la destrucción y desmantelamiento de los antiguos galpones ferroviarios y la ocupación de terrenos.
Los saqueos incluyeron desde tejas y chapas, hasta el pararrayos que hacía a la seguridad del barrio.
También el silencio invadió el ambiente: el silbato se calló para siempre y las vías sintieron la ausencia de cientos de pasajeros y trabajadores.
Soledad Llobet
La mirada, más allá del muro
Roberto Rech, Rosa Fernández y Roberto Peñacorada son herederos de las casas que habitaron sus padres en el barrio Noroeste. Todos ellos guardan historias familiares que se remontan, al menos, un siglo atrás.
Hoy, ante los cambios que se avecinan, hablan de sus expectativas y anhelos para un sector que también tiene estrecha relación con su hermano "del otro lado de las vías": el barrio Almafuerte.
"Espero que desaparezca el paredón, que es como el Muro de Berlín para nosotros y un refugio peligroso habitado por gente desconocida que espía por los huecos", dice Rech, de 70 años, quien habita la casa de su abuelo Juan, en Gorriti al 1.100.
"Hay cerca de 10 cuadras cerradas por los muros y las calles Sixto Laspiur y Malvinas tienen el mismo sentido de circulación vehicular. Esto es un error. Habría que abrir al menos dos calles más para agilizar el tránsito", advierte Rosa Fernández, quien vive en la que era la vivienda de sus padres, en Malvinas al 400.
"Sería importante que se pueda capitalizar el espacio ocupado por los galpones y se lo utilice para un barrio de viviendas, escuelas de deportes o un salón cultural", propone Roberto Peñacorada, ex ferroviario y también heredero de la vivienda de sus padres, en Moreno al 1.100.
Los tres vecinos coinciden en lamentar un proyecto ya frustrado: la terminal de ómnibus en el lugar de la vieja estación.
Rech argumenta que se podrían haber utilizado las vías como avenidas para la circulación de los colectivos y aprovechar el lugar donde estaban los galpones para la terminal. "Es un sector conectado con todas las salidas de la ciudad y se hubiera salvado la historia", lamenta.
Sábado inglés."Donde funcionaban las oficinas de control y telégrafo del ferrocarril, había una sirena que funcionaba los sábados y que aún se puede apreciar.
"Ese día se activaba su ulular, similar a la de "La Nueva Provincia", para anunciar la salida del personal. Lo hacía por calle Roca, de un portón que aún se puede apreciar", evoca Roberto Rech.