Los eufemistas
Tal vez, sólo tal vez, un sociólogo o, mejor, un psicoanalista pudieran explicar en términos científicos que Fernández y Kirchner constituyeron primero una sociedad política; que, una vez dado ese paso, el objetivo de la sociedad era acumular poder; que esa acumulación derivaría en riqueza para una empresa que, alcanzados esos acuerdos, firmaría un contrato matrimonial.
Pero eso es lo que la realidad, muchas veces inexplicable, demuestra. Como puede comprobarse que el compromiso de unirse para acumular poder y riqueza debía contar con líneas rígidas, inexorables, de acción. Entre esas líneas estaba y se quedó para siempre, en estado de aceleración sin freno, la creación de tabúes. Porque para alcanzar las metas pactadas eran necesarios los tabúes, esas palabras que un hablante evita por distintos motivos, que recorren un espacio que incluye las supersticiones, la inserción social y las maniobras políticas.
La incómoda realidad de los tabúes tiene un antídoto en el eufemismo, una palabra que nos llega del griego (eupheme). El lingüista español Fernando Lázaro Carreter propone varias causas para explicar el uso de los eufemismos: uno de ellos, la necesidad de atenuar una evocación penosa. Esta causa, incluida en su Diccionario de Términos Filológicos ha modificado términos supuestamente negativos y ha dado origen a la inflación del vocabulario políticamente correcto.
Un dato que puede ser tenido en cuenta por quienes vienen de una cultura literaria y no de la simplificación electrónica de la Wikipedia es aportado por la dificultad que tuvo San Millán de la Cogolla, cuando, en el siglo VI, se propuso crear el idioma castellano. Cuando el santo riojano debió definir la izquierda, usó una forma euzkera, ezquer, para zafar de las connotaciones aciagas derivadas del término latino sinister. Para formar la pareja, no tuvo problemas: el latino dexter no encontró dificultades para evolucionar a derecha.
Los Kirchner-Fernández posiblemente nunca hayan oído mencionar los términos sinister y dexter, pero han salvado con eufemismos las situaciones complicadas que les han creado. Porque cuando a la sociedad le conviene la izquierda terrorista que cambió los FAL para matar por Mont Blancs para firmar papeles oficiales, pueden definirla como progresista y, cuando la cosa viene por la derecha, la traducen por golpista.
Talleyrand parece que tuvo la ocurrencia de que el lenguaje ha sido dado al hombre (y también a la mujer, escrito esto para evitar alguna demanda ante el Inadi) para que pueda ocultar el pensamiento, una idea que se corresponde con el hábil político (y ex obispo de la Francia posrevolucionaria) como a todos los de su gremio. En política, desde entonces o aun antes, el eufemismo es moneda corriente, porque se trata de un campo en que el encubrimiento siempre ha existido.
Cuando se trata de edulcorar la realidad mediante el lenguaje narcotizante, se apela desde el Poder a una especie de "vale todo". Varios ejemplos son los que expone Irene Lozano en su libro El Saqueo de la Imaginación. Podríamos agregar que el impedir a los campesinos transitar sobre una ruta los convierte en "agresores de la soberanía alimentaria del pueblo" y, por lo tanto, pasibles de represión por la fuerza pública, mientras que los uniformes de la misma fuerza protegen desde hace 20 meses a quienes mantienen cerrado un puente internacional porque son "defensores de la propiedad ambiental".
La pareja política compra encuestas para exhibir su popularidad, cifras menos creíbles que las que expone Artemio López o los índices que manda dibujar Guillermo Moreno. Las otras, esas que exponen la caída de imagen y la baja calidad de gestión, son parte de la "conspiración desestabilizadora del poder constitucional y popular". Con esa visión beligerante de la sociedad político-conyugal, las cacerolas son cañones de 105 milímetros y los garrotes que enarbola la gente de D'Elía, batutas que extravió Barenboim.
El uso constante de los eufemismos es una muestra de la agresividad y el desprecio por los valores que el Poder dice defender con una sorprendente capacidad de oscilar entre palabras de humildad y gestos de arrogancia. O, al revés, primero la arrogancia, cuando se dice desde un podio partidario, para descalificarlos, que a los dirigentes campesinos no los votó nadie y, después, la humildad tardía de convocarlos a conversar sobre un tema como el de las retenciones, que puede complicarse en el Congreso, donde fue depositado como se deja un explosivo con espoleta de acción rápida.
Y ahí cae la pareja en otra contradicción: rechaza la obediencia debida en el campo militar que la tiene universal y naturalmente consagrada y la impone a parlamentarios, gobernadores y administradores locales, en el terreno donde sólo corresponde respetar la libertad de conciencia.
Es que, detrás de cada eufemismo, hay un tabú impronunciable, o varios, como en el caso argentino. Por eso, no debe hablarse de inflación, de pobreza, de ausencia de inversiones, de inseguridad y de escasez de energía, ni siquiera de las decisiones de la Corte Suprema, que es proclamada independiente hasta que dictamina a favor de los jubilados y entonces se vuelve "contrera", una expresión que vigoriza la enconada resistencia a morir del lenguaje totalitario del peronismo de Perón.
La pareja está asustada y, en ese estado del ánimo, debe buscarse la explicación de lo inexplicable. Sabe, aun a costa de sus preferencias autistas, que las cosas van mal y empiezan a perjudicar los sueños, a pesar de las intensas sesiones de relax a que se entrega. Empieza a tener en cuenta a los agoreros que aseguran que "cada diez años esto se cae" y, por primera vez en muchos años, no encuentra cómo salir del laberinto que en su imaginación con fiebre alta construyó pensando que sólo ella podía transitarlo. Una ingenuidad, originada en el desconocimiento de la sabiduría de Maquiavelo: el sabio florentino recomendaba que no convenía irritar al adversario, pero se olvidó prevenir que el adversario nunca tenía ni debía tener razón.
Irritaron, sin darse cuenta que el adversario terminaría por tener razón.
Pedro Sánchez es periodista.