Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

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Todos los caminos conducen a la historia

Mientras el soldado León Weinberg montaba guardia frente al monumento de la plaza de Czestochowa, Polonia, la idea del absurdo rondaba su mente. Velar por la vida de una persona no es descabellado. Pero preservar la salud de una estatua le parecía ridículo. Más aún por tratarse de la estatua del Zar, auspiciante de los progroms encargados de humillar a su raza hebrea.
En un debate en Canal 9 con Julio Irazusta. (Archivo LNP)


 Mientras el soldado León Weinberg montaba guardia frente al monumento de la plaza de Czestochowa, Polonia, la idea del absurdo rondaba su mente. Velar por la vida de una persona no es descabellado. Pero preservar la salud de una estatua le parecía ridículo. Más aún por tratarse de la estatua del Zar, auspiciante de los progroms encargados de humillar a su raza hebrea.


 Transcurría el año 1905. Ahí, en la frontera alemana, el militar austrohúngaro Wojtyla había constituido el hogar donde iba a nacer el futuro Papa. Pero todavía el mundo pensaba en otra cosa. La erupción social convertía el territorio ruso en un volcán.


 A León, Polonia le era un país ajeno. Pensaba en su pequeño pueblo de Ucrania. A sus 22 años y en ese lugar el futuro adquiría una tonalidad oscura, sin reciprocidad para sus esperanzas. La imagen pétrea del Zar le devolvía una mirada vacía. El Zar de carne y hueso hacía lo mismo. Si por lo menos pudiera hablarle...


 Una noche ocurrió lo imprevisto. Un violento estruendo repercutió en el interior de la unidad militar. Jefes y soldados supieron de inmediato lo que ocurría. Pero no podían creerlo. Cuando se asomaron a la plaza, un inmenso rompecabezas de cemento y mármol desintegraba en el suelo la vigorosa imagen del Zar. Era casi un símbolo de la inmensa nación que también se desintegraba.


 El soldado León Weinberg comprendió que el descuido se pagaría caro. Sin embargo, las secuelas del episodio se opacaban ante el avance japonés que barría a sangre y fuego las estepas y los pantanos de Manchuria. El Zar convocaba a cientos de miles de jóvenes rusos para inmolarlos ante el poderoso invasor.


 En medio de la incertidumbre, León Weinberg se alegró de una licencia inesperada que le permitía visitar a su familia en Ucrania.


 Allá la gente no había cambiado. Quizás entre las jovencitas que vio pasar por las calles estaba Sara. No significaba nada para él. Pero lo significaría.


 Cuando regresó a su unidad, aprovechando un descuido de sus jefes, caminó hacia la frontera y ya no volvió la mirada atrás. Estaba en Alemania. El puerto de Hamburgo le abrió las puertas hacia otra vida. Pocos días después, a bordo de un barco, se dirigía a Buenos Aires. No sabía cómo se las iba arreglar con el idioma. Por las dudas llevó unos diccionarios bilingües para vencer los primeros rebotes de la incomunicación. ¿Usarían también el inglés, allá?


 En la Argentina, por contraste, supo mejor lo que significaban el Zar y su sistema. Se sentó en un banco de la Plaza de Mayo y se quedó mirando la ciudad. Al cabo de un largo rato despertó sorprendido de su embeleso. Ningún uniforme se había acercado a él para interrogarlo o hacerle observaciones. Supo que, para identificar lo que le estaba ocurriendo, en su nuevo idioma existía una palabra: libertad.


 Otro día iba caminando por la calle San Martín, cuando observó una aglomeración de gente que, agitando el sombrero, saludaba a un anciano. Por curiosidad preguntó quién era. Alguien, sorprendido, le dijo: ¡El general Mitre!


 "Mitre" fue como una palabra mágica que pronunciaría muchas veces en su futuro hogar repitiendo la anécdota ante sus hijos. Porque, al cabo de los años, León tuvo un encuentro más sorprendente. Ocurrió una tarde, cuando vio acercarse a una joven mujer cuyo rostro le resultaba familiar. Era Sara, la vecina de su pueblo. Llegó diez años después que él, huyendo de las persecuciones. Fue un romance casual repleto de ilusiones y nostalgias.


 En 1918 se casaron. Ella enfermó de asma y tuvieron que deambular en busca de un clima mejor, hasta que se instalaron en Guardia Escolta, un pueblito con estación ferroviaria en la vieja frontera de fortines contra el indio, desplegada en el sur de Santiago del Estero.


 León, que tenía un almacén de ramos generales, se había entusiasmado con las ideas cooperativistas.


 Cada vez que era inminente la llegada de un vástago, Sara se marchaba a Buenos Aires, para que naciera allá, con la supervisión materna. Así nacieron a larga distancia Gregorio, Félix y Dora.


 Guardia Escolta era un bello pueblo, capaz de propiciarle una vida feliz a la infancia. León abastecía con su almacén a los campesinos y esperaba la cosecha para resarcirse de sus inversiones y reponer la mercadería.


 Pero las siete plagas de Egipto descenderían sobre aquella escondida geografía y a partir de ese momento todo sería distinto.


 --Mi padre era un hombre culto, cuya biblioteca poseía obras como las historias de San Martín y de Belgrano, de Mitre. Me quedé con sus diccionarios de inmigrante y una Biblia en ruso.


 "Creo que en aquella margen del mundo padeció cierta frustración intelectual.


 "Mi infancia fue muy feliz. En diciembre, cuando se cosechaba el trigo, me mandaba a lo de unos amigos piamonteses para hacer vida de campo y retozar. Tenía que levantarme a la madrugada y trabajar como un integrante más de la familia.


 "El campo era un enjambre de gente. Por primera vez vi el amanecer. Me divertía trepando en las cosechadoras. Admiraba la velocidad con que cosían las bolsas, y desde esa altura me parecía que tocaba el cielo con las manos.


 "En ese tiempo el destino de la gente dependía del trigo. Los cultivos de lino ofrecían un espectáculo deslumbrante. Sobre todo cuando las plantas se llenaban de flores azules. Me impresionaba ver la inmensidad de espigas agitadas por el viento, como si fuera un océano. Yo no había visto nunca el mar ni un río, pero los imaginaba así. Asistí en Guardia Escolta hasta 4o. grado, en una escuela Láinez. Para el 5o. me mandaron a Buenos Aires".


 La primera plaga que cayó sobre Guardia Escolta fue la sequía, que se prolongó durante dos o tres años. La otra plaga, al año siguiente, el granizo que acabó con todas las plantaciones.


 --Pero la que nunca olvidaré fue la de las langostas. Llegaban desde Brasil mangas de millones de langostas que oscurecían el cielo como si fuera de noche. Había de dos clases, las voladoras y las saltonas. Las saltonas no dejaban nada, ni siembras, ni plantas, ni flores. Todo lo que era verde lo devoraban.


 "El ministerio de Agricultura facilitaba unas barreras de zinc, de 80 centímetros de altura, para detener a las saltonas, pero las planchas se extraviaban en los vericuetos de los grandes negociados y no llegaban nunca. Arturo Cancela escribió un cuento sobre ese tema. Cuando aparecían los inspectores langosteros del ministerio, ya era tarde. No quedaba nada".


 Fue esta última una plaga oficial que todavía dura. Y hubo otra peor, de igual origen.


 --Llegó un momento en que nadie podía pagar. Los habitantes comenzaron a irse. Se cerró la farmacia. El médico abandonó el pueblo. Todo daba pena. Los estantes del almacén de mi padre permanecían vacíos.


 "Como remate, se supo que el Banco Hipotecario iba a desalojar con la fuerza pública a los colonos que no pagaban. Mi padre le escribió al diputado Nicolás Repetto y se organizó una protesta. Repetto fue con dos o tres diputados socialistas que alojamos en mi casa, porque no había hotel. En la puerta del almacén se hizo el acto y los diarios de Buenos Aires hablaron del tema.


 "Resultó inútil. El único policía de Guardia Escolta, con la ayuda de dos bomberos, inició el desalojo. Fue una catástrofe. En las calles del pueblo, la gente lloraba desesperada.


  "En 1943, mi padre, completamente quebrado, también decidió irse con la familia a Buenos Aires".

Encuentros en la vida y en los libros




 Los tres hermanos Weinberg estudiaron en el colegio Nicolás Avellanada de Palermo. Vivían en La Paternal. El estudio se tomaba una pausa los sábados. Buenos Aires era aún la reina del Plata y la opulenta princesa codiciada por otros imperios.


 --Los sábados --cuenta Félix--íbamos en el tranvía 86 al centro. Nos daban cincuenta centavos que alcanzaban para ver dos o tres películas, comer un par de porciones de pizza en Las Cuartetas y regresar en el mismo tranvía.


 La experiencia como alumno del Instituto del Profesorado lo enriqueció. Formaba parte de un grupo de estudiantes modestos que debían trabajar para contribuir al mantenimiento familiar.


 Poco antes de que Félix terminara la carrera, en 1950, León Weinberg, ex soldado del Zar prontamente nacionalizado argentino, rindió su última trinchera y se marchó del mundo, orgulloso de la familia que lo sucedía.


 Tras sus primeras armas en la docencia, Félix Weinberg ganó los concursos para ingresar en las facultades de Arquitectura y de Derecho y unas cátedras en el Colegio Nacional de Buenos Aires.


 En esa época recibió un llamado del profesor Héctor Ciocchini, desde la Universidad de Bahía Blanca. Lo invitaba a ingresar al equipo docente de Humanidades.


 --Yo había pasado por Bahía yendo a ver unos amigos de Bariloche. El tren paró como cuarenta minutos en la estación Sud y aproveché para asomarme a la calle Soler o San Martín, y tuve una visión deprimente de la ciudad, que identifiqué con ese sector. Cuando Ciocchini me llamó, afloró aquella imagen y fui postergando la respuesta. Incluso intercedió Massuh. Hasta que acepté un contrato por un año como prueba.


 Lo que más impactó a Weinberg en Bahía Blanca fue la Biblioteca Rivadavia. Le pareció excelente. Ciocchini le había conseguido una habitación en el Club Argentino hasta que alquilara un departamento. Gobernaba Umberto Illia. Weinberg llegó el 24 de junio de 1966. El 28, un camarero fue a avisarle que se había producido un golpe de estado.


 --Me asomé por la ventana de la habitación y vi las puertas de la universidad cerradas. Policías a caballo y con perros recorrían la cuadra. Así pasaron varios días. Me enteré de que Rahman todavía no había firmado mi contrato. El claustro de profesores era un hervidero.


 En las ajetreadas reuniones a que asistía, Félix Weinberg conoció a la asistente de Lingüística Beatriz Fontanella. A los pocos días se dio cuenta de que ya tenía un motivo para consolidar su radicación en Bahía Blanca.


 Finalmente pudo asumir la cátedra de Historia Argentina y en el año 69 se casaron.


 Comenzó una etapa diferente de su vida, con becas y viajes al exterior. Entre ellas, la Guggenheim, que le permitió acceder con absoluta libertad a la biblioteca del Congreso de Washington; un laberinto de libros que al cabo de un par de días y de algunas lecciones personalizadas pudo desentrañar.


 También visitó Alemania y otros países y recibió el máximo halago nacional: fue incorporado como miembro de la Academia de la Historia. El tema al que consagró y consagra parte de su vida es el Romanticismo en el Río de la Plata, enfocado como fenómeno cultural y actitud de vida. Tiene en elaboración un libro donde recoge todas sus investigaciones.


 Dos años después de haberse casado, Félix y Beatriz pudieron realizar el viaje de bodas. Consistió en una excursión en barco a Europa.


 --Hubo dos momentos en que fue tanta la emoción que sentimos que Beatriz no pudo contener el llanto. Primero, cuando ingresamos a la inmensa catedral gótica de Sevilla y un músico estaba ejecutando música religiosa en el órgano. Parecía un escenario celestial. El otro, en la Córdoba española, cuando nos detuvimos ante la tumba de Alfonso el Sabio, baluarte de nuestro idioma. Fue un viaje inolvidable.


 En 1995 Beatriz, de destacada trayectoria, enfermó. Un día, mientras leía un libro a la luz de la ventana, el lápiz con que subrayaba unos renglones cayó imprevistamente de su mano, que se detuvo para siempre.


 Como historiador, a Félix Weinberg le gustaría poder hablar con dos personajes de la historia: el ciclópeo Domingo Faustino Sarmiento, un coloso que configuró las primeras bases de nuestro país, y Juan María Gutiérrez, que abarcó y le dio coherencia a su primitivo sustento cultural.


 Weinberg posee una gran biblioteca, con valiosos ejemplares del Siglo XIX y una colección de diarios primitivos argentinos que legó a la Biblioteca Rivadavia.


 Entre sus joyas del periodismo nacional cuenta con un ejemplar de la "Gazeta de Buenos-Ayres.", donde la opinión pública argentina comenzó a balbucear sus primeros credos. También posee un ejemplar de "El Censor", diario de Sarmiento; "El Redactor de la Asamblea", de 1813, y muchos más, incluyendo el último número de "El Comercio del Plata" que escribió Varela antes de ser asesinado en Montevideo, en 1848.


 El libro que leyó docenas de veces y en el que encontró contundentes respuestas sobre nuestra nacionalidad, es el Facundo.


 Desde que abandonó su pueblo santiagueño, en 1942, Félix Weinberg no regresó nunca a Guardia Escolta. Ahora, al cabo de tantos años, añora volver.


 Durante sus vastos estudios y búsquedas recorrió muchas historias de hombres y de pueblos. De todas, quizás la más singular sea la suya, que se remonta a la opción de un soldado ucraniano cuya misión en Polonia era cuidar la finalmente dinamitada estatua del Zar.