Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

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Desagravio a un juez digno

Por Leónidas Colapinto

Así como Molière, Racine y Corneille representan la trilogía más sobresaliente del irrespetuoso cuan magnífico teatro francés del siglo XVII, los egeos Sófocles, Eurípides y Esquilo constituyen el más sobresaliente trío de la tragedia griega.

La última obra de Sófocles, Edipo en Colono, fue presentada en el año 406 antes de nuestra era. Cumplidos dos milenios y medio de su estreno en Atenas, continúa en plena vigencia y ratifica una vez más la capacidad del autor en el manejo de las conductas humanas. Sófocles nos introduce en el predominio de la justicia divina (ello nos traslada también a su Antígona) sobre la justicia del Destino, transformando al protagonista, un execrable criminal en Edipo Rey, en el ser “limpio según la ley” que logra morir en paz en su pasaje al más allá.

Pero no solo es de destacar la vigencia de la obra y su continuidad a través de los tiempos, sino que, por el contrario, la creación de Sófocles abrió un amplísimo panorama en diversas disciplinas, Así, por ejemplo, Freud recrea el “complejo de Edipo” tomando para ello el caso del parricida-incestuoso que elimina a su padre y se matrimonia con su madre, actos que Sófocles exculpa sobre el final por haber sido cometidos involuntariamente (el posterior inconsciente freudiano), al tiempo que Hegel lo define como “el primer filósofo”. Finalmente, llega la obra de Jean Joseph Goux titulada, y no caprichosamente, Edipo filósofo. Es decir, acotando el argumento, que la magna obra del griego permitió, además de su valor intrínseco, el surgimiento de gran cantidad de creaciones universales.

Todo ello nace del intelecto de un lejano anciano nonagenario. La edad no le impidió, todo lo contrario, poder seguir meditando obras, hilvanar prosas y dar clases a sus discípulos. En su excelente obra De Sófocles a Brecht, Lasso de la Vega se refiere expresamente a la elevada edad del trágico: “Sonó la hora en que se apagan los ardores de la sangre; pero su vejez era fructuosa y su talento creador no mermó con la merma de la energía”. A ningún ser racional se le hubiera ocurrido aconsejarle que se retire por razón de su edad. Mucho menos a conminarle para que así lo hiciese. De igual manera, tampoco se habría atrevido a exigir la destitución de los ocupantes del Senado por estar el cuerpo integrado por ancianos. Ancianos sabios y notables, nos recuerda la historia. Los mismos en los que el pueblo ateniense admiraba su “facultad de pensar” (dianoia, en términos helénicos). No es casual que el sustantivo “senado” derive del término latino senex, esto es, “antiguo, anciano”. En el caso del Senado romano, vgr., el alto cuerpo estaba integrado por ancianos magistrados con facultades para aprobar o vetar las leyes comiciales.

La institución de marras, el Senado romano, traída a la actualidad, tiene su parangón con la Corte Suprema de la Nación, tribunal donde viene descollando uno de los más insignes juristas de todos los tiempos. Carlos S. Fayt, de él se trata, ha sido recientemente vituperado por el diputado ultrakirchnerista Carlos Kunkel. El legislador, a preguntas del periodismo, se explayó: “¿Alguien puede pensar que una persona, a los 96 años, pueda cumplir sus funciones laborales como juez de la Corte Suprema de Justicia? Es absurdo”. Fundó su pensamiento en que la Constitución Nacional no permite que alguien permanezca después de haber cumplido 75 años. Pese a su condición de legislador, desconoce que del mismo texto constitucional surge la norma que ordena que las leyes no se apliquen con efecto retroactivo (Fayt accedió al alto tribunal con anterioridad a la reforma de la Carta Magna). Pero la ignorancia es común a quienes accedieron a sus bancas por el partido político gobernante. Muy recientemente, otra legisladora, entre titubeos e infantiles balbuceos, tuvo que reconocer en una entrevista radial que votó la modificación del Código Civil sin saber lo que votaba. Algo clásico de los integrantes de la bancada de la “mayoría automática”, una remarque de aquella otra que se destacó por su servilismo durante las dos primeras presidencias de Perón. Los actuales, los de hoy, quienes violentan la Constitución que tanto preocupa a Kunkel, votan lo que les ordena el Poder Ejecutivo. Quienes deben representar al pueblo son meras marionetas de quien viene ocupando el sillón rivadaviano.

El ataque contra el magistrado no concluyó allí. El legislador le imputó estar “ligado a los grupos de poder económico concentrado”, un agravio que, por estar maculado por la ruindad, no merece ser contestado. Cuando la injuria es más que burda, es deleznable, no amerita el honor de ser contestada por los dignos. La indiferencia del silencio es el peor castigo que pueden recibir las mediocracias.

De todas formas, los dichos del diputado guardan coherencia con el discurso oficial. Ya en junio de 2013, y en consonancia con varios embates contra el Poder Judicial, la presidenta calificó al juez Fayt de “casi centenario miembro de la Corte” y al Poder Judicial en general como “delegado de otros poderes”.

Fayt, el magistrado, el autor, el conferencista, el profesor emérito de la UBA, el de los votos memorables, ha sido agraviado. Sin embargo, las estulticias de los torpes, las chafarrinadas de los enlodadores, no alcanzan a macularlo. Pero quienes son conocedores de sus excelsos virtuosismos, tanto profesionales como éticos y morales, están obligados a exteriorizar su rechazo a las provocaciones de los bravucones. Estas líneas conllevan un reconocimiento a un juez probo, a un humanista de temple, al tiempo que implican un desagravio a la figura del egregio maestro. Aunque, en realidad, hubiese sido más sabio no utilizar la pluma en su defensa. Los latinos tenían una locución muy acertada: Aquila non capit muscas (“el águila no caza moscas”), aludiendo así a que el hombre superior no debe ocuparse de cosas inferiores, a pequeñeces morales, a rufianadas de los torpes. Éstas, merecen ser despreciadas.

Leónidas Colapinto es abogado y escritor.