Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

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Belmondo, un icono de la modernidad

A los 81 años, el reconocido y popular actor francés sigue siendo considerado una estrella insuperable en su país. El "feo" siempre se impuso en una sociedad libre. Agencia EFE

Icono nacional a la altura del champagne, el croissant o el Camembert, Jean-Paul Belmondo, de 81 años, prodiga sus apariciones públicas mientras un documental recuerda su carrera y la prensa "cool" se apropia de un actor inagotable. Es la crónica de un retorno que enlaza dos generaciones.

"Es nuestra mejor y más completa promesa, capaz de interpretar a un aristócrata y a un mendigo, a un intelectual y a un gángster", sentenció François Truffaut al término del rodaje de La sirena del Mississippi en 1969.

Diez años antes, Jean-Luc Godard le había dado la oportunidad en la explosiva A bout de souffle, un manual de modernidad propulsado por el inédito carisma de su protagonista, un desconocido Belmondo. Era un dandismo a la francesa.

Fue la primera parada de una filmografía que oscilaba de la audacia intelectual de Louis Malle o Alain Resnais a un cine popular cuya repercusión garantizó al intérprete un puesto en el santuario sentimental de sus compatriotas. El asegura que no revisa sus películas.

"La gente se queda con su faceta popular, pero tras ésta siempre hubo un actor de recursos, con una técnica asombrosa", argumenta Christophe Ernault, cantautor y redactor jefe de la publicación de culto "Schnock", un tratado trimestral de nostalgia que dedica su último número a la leyenda.

La suya no arrancó bien. Cuando el jovencísimo Belmondo trató de acceder a la prestigiosa Comédie Française --la academia teatral que fundó Molière--, el jurado fue tajante: con aquel físico jamás triunfaría en el oficio.

De espalda poderosa, mandíbula plegada y una nariz esculpida en el circuito del boxeo amateur, el singular atractivo de Belmondo era lo que el cine de los sesenta a su herencia clásica, un desafío.

"Bébel", como pronto lo apodó el público, vino al mundo en el seno de una familia de artistas vecina del suburbio parisiense de Neuilly-sur-Seine. Era un adolescente indisciplinado que trocó los guantes de arquero de fútbol por los del boxeo y, de la lona a las tablas, terminó incubando una intensa fascinación por el teatro.

Fue precisamente su físico --"perdimos a un atleta pero ganamos una estrella", reflexiona Ernault-- el que, ya algo maduro y a finales de los setenta, empujó la carrera de un héroe de acción dueño de "una mirada ardiente" que, dijo Claudia Cardinale, le valió otra carrera en las columnas de sociedad.

Ante Alain Delon, el lindo sin gracia, el público se decidía por el "feo" Belmondo en un país que, de Cyrano de Bergerac a Serge Gainsbourg, nunca supo resistirse a una buena nariz.

"Es un tipo simpático y supo envejecer", dice Ernault.