Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

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6 años después volvió a escuchar: “¡Garatti! ¡Garatti!”

Mauro cumplió 2 misiones en Haití como casco azul: en 2006 y 2012. “La ciudad donde estábamos no tenía luz ni agua potable ni servicio de recolección de residuos”.

Fotos: Gentileza Mauro Garatti

Por Brenda Ghiberti / Especial para La Nueva.

   Era 2006 y un día más que pasaba en la base de los cascos azules argentinos en Gonaïves, Haití. Mauro Garatti, bahiense, tenía 19 años y hacía guardia en el portón de acceso al cuartel.

   “¡Garatti! ¡Garatti!”, lo llamaba Jony, el haitiano de 10 años que vivía en los alrededores de la base y pasaba siempre al salir de la escuela. Sabía que Mauro y sus compañeros no dudaban en jugar y charlar en sus ratos libres con los chicos.

   A veces, Jony tenía que terminar su tarea de español y Mauro lo ayudaba. Y sin darse cuenta, Jony le enseñaba a Mauro criollo haitiano, la lengua de los nativos que se parece al francés oficial de la isla.

   “Bonjou” es buen día. “Bon aswè” es buenas tardes. “Mèsi” es gracias. “Rete!” es deténgase. “Souple” es por favor.

   Haití se sabe: padece desde siempre. Crisis sociales, desastres naturales, baja calidad de vida, hambre, enfermedades, inestabilidad política, violencia en las calles...

   En 2004, Naciones Unidas estableció la misión “Minustah” para mantener la paz y ayudar a sacar a este pequeño país del Caribe de su gran crisis humanitaria.

   Mauro, que ahora tiene 30 años y es cabo principal de Infantería de Marina, se convirtió en casco azul por elección propia y ya fue dos veces a Haití. Su segunda misión voluntaria fue en 2012, a dos años del terremoto que dejó más de 200.000 muertos. 

   “¡Garatti! ¡Garatti!”, lo llamaba Jony, que ya era un adolescente de 16 años.

   “Alegría fue ver que se acordaban de uno. Se ve que hicimos las cosas bien”, dice Mauro.

A través de sus ojos

   A Mauro —que se crió en Villa Rosas, terminó la secundaria en la escuela de Pompeya y le gusta pasar el tiempo con amigos—, su primera misión en Haití le pegó fuerte.

   “Me costó encontrarme con la realidad que se vivía allá. Ver como hay gente que sufre y tiene tantas carencias —cuenta—. La ciudad donde estábamos no tenía luz ni agua potable ni servicio de recolección de residuos.”

   Al volver 6 años después, se encontró con una ciudad cambiada: tenían asfalto, rutas de la capital a las ciudades más importantes, veredas, semáforos y luces en las calles y en las casas.

—Se las llama la fuerza de paz, ¿es así? 

—Sí, pero a veces la misión cambiaba. Fuimos para establecer la paz y terminamos dando mucha ayuda humanitaria por la situación en la que se encontraba el país. No había horarios, teníamos actividad de mañana, tarde, noche o madrugada. Nos tocaba patrullar 2 o 3 días seguidos con uno de descanso. Se trabajaba con temperaturas muy altas. A veces era duro, pero es lindo ayudar.

   En la misión hay cascos azules de más de 20 países, con contingentes distribuidos por toda la isla.

   Los argentinos estaban en Gonaïves, una de las ciudades principales, donde compartían espacio con los paquistaníes.

   Custodiar y trasladar cargamentos de comida y medicinas, patrullar la ciudad, mantener puestos de control, brindar seguridad a la población… esa era su tarea como casco azul.

   “Nos ha pasado de tener que hacer custodia de alimentos, ir al límite de una ciudad en la que estaba instalada la comisión de Chile, y ahí transportar el cargamento a otro lugar donde quizás había un contingente brasileño, desde donde ellos continuaban con la custodia hacia otra ciudad”, cuenta.

   “Había gente que estaba a favor y otros que estaban en contra de que estén las Naciones Unidas. Con el tiempo, empezaron a entender que no estábamos para hacerles mal, sino para darles una mano. A veces nos tocaba hacer custodia a grupos que estaban construyendo puentes o limpiando canales. Ahí, la población veía que estábamos para ayudarlos.”

   “Un día íbamos en una patrulla de largo alcance al pueblo Anse-Rouge a cubrir las elecciones. Caminos de montaña sin asfaltar, se hacía difícil llegar. Nos trasladábamos en dos camiones, uno llevaba alimentos y el otro transportaba al personal. En una bajada, el camión de alimentos se quedó sin frenos y se accidentó. El conductor quedó atrapado dentro del camión y se nos complicó sacarlo. Estábamos en medio de la nada y teníamos que esperar a que la base mandara apoyo para que atendieran al conductor herido”.

—¿Cómo fue irte? 

—En un principio fue todo muy nuevo. Tenía 19 años, recién había ingresado a la escuela de suboficiales, y al tiempo me salía la posibilidad de irme como voluntario. Me motivó el hecho de que fuera una misión de paz. Nosotros nos preparamos mucho para poner en práctica lo que aprendemos y utilizarlo en la vida real.

   “Si uno decide ser voluntario como casco azul, sabe que va a tener que resignar tiempo con la familia y amigos. En 2006, la comunicación era escasa. De vez en cuando se podía mandar un mail o llamar por teléfono, contar algo rápido, decirles que estábamos bien; solo por un rato porque atrás mío había compañeros que esperaban comunicarse. En 2012 fue distinto, porque en la base teníamos internet, cada uno tenía su celular, estaban las redes sociales y nos manteníamos en contacto. A pesar de la distancia, uno se sentía cerca.”

   “Al vivir ahí y ver la realidad de esa población, uno aprende a valorar lo que tiene. El cable a tierra era pensar que acá lo iban a estar esperando. Volver de la primera misión fue fuerte. Yo era chico y ansiaba el reencuentro con la familia.”

   “Por mi parte voy a seguir siendo voluntario siempre. Para ayudar.”