Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

La dirección de la Biblioteca Nacional Chorroarín: el ciego que Borges no conoció

Jorge Luis Borges no lo supo o no lo consideró. Pero antes que él, antes que Paul Groussac y antes que José Mármol, hubo otro director que había perdido la vista.
Foto: Archivo-La Nueva.

Mario Minervino

mminervino@lanueva.com

En 1955 Victoria Ocampo no tuvo compasión y le dijo a su amigo Jorge Luis Borges una frase tan certera como contundente: “No sea idiota”.

Fue su respuesta ante el comentario de Borges sobre sus reservas para aceptar la oferta de ser director de la Biblioteca Nacional.

“Yo preferiría dirigir la de Lomas de Zamora”, le dijo el escritor. Ella contestó “No seas idiota”. En octubre de 1955, Borges asumió el cargo, rodeado de 900 mil libros de los cuales apenas podía leer sus carátulas.

Un paraíso

Borges imaginó el paraíso como una biblioteca. Un espacio que le permitiera “el placer de la relectura, el fiel y sereno placer de los clásicos y las agradables alarmas del hallazgo y de lo imprevisto”.

Sin embargo, esta segunda posibilidad del destino --ya había dirigido una biblioteca pública-- era avara: Borges tenía la vista herida de muerte. Apenas le quedaba el amarillo y, con mucho esfuerzo, podía descifrar unas pocas carátulas y lomos de los libros.

Ser director de una biblioteca (la Nacional, más que ninguna), y a la vez ser ciego resulta una combinación como mínimo infrecuente.

Pero muy poco le bastó a Borges para encontrar condimentos para esa circunstancia. Primero, recordar que su antecesor, su admirado Paul Groussac, también había sido ciego. Director y ciego, fallecido en el despacho que ahora le tocaba ocupar. “Los dos éramos hombres de letras y recorríamos una biblioteca de libros vedados”, escribió.

Poco tiempo después se maravilló al encontrar un tercero para tan particular coincidencia: José Mármol.

El autor de la novela Amalia dirigió la biblioteca desde 1868 pero, afectado por una enfermedad que le quitó la vista, dejó el cargo al poco tiempo.

Con Mármol, Borges completó su trilogía. “Aquí aparece el número tres, que cierra las cosas”, escribió, convencido de que mientras “dos era una mera coincidencia”, tres “era una confirmación de orden ternario, una confirmación divina o teológica (…) Tres personas que recibieron igual destino”.

Una vez armada esa historia, no la abandonaría jamás, reiterando sus ingredientes en repetidas ocasiones. “Descubrí que la dinastía era triple, ya que José Mármol había sido también ciego. De modo que parece algo misterioso, es muy peligroso ser director de la Biblioteca porque uno corre el albur de ser ciego, pero como soy el tercero, quizás sea el último. El número tres tiene una significación”.

El número cuatro

Borges no lo supo o lo ignoró o no lo consideró. Pero antes que él, antes que Groussac y antes que Mármol, hubo otro director ciego. Y no cualquiera, sino el primero en ocupar el cargo cuando en marzo de 1812 la biblioteca abrió sus puertas.

Se trata de José Luis de Chorroarín, sacerdote y destacado educador, rector del prestigioso Real Colegio San Carlos.

El hombre tenía un pasado político interesante: participó de la “Asonada de Alzaga” que en 1809 planteó la destitución del virrey Liniers y participó del cabildo abierto del 22 de mayo de 1810. Le tocó además definir la forma final del mayor de nuestros símbolos patrios.

Ocurrió en 1818, cuando el director Supremo de la Provincias Unidas del Río de la Plata, Juan Martín de Pueyrredón, pidió instrucciones al congreso sobre cómo debía ser la bandera “que deba tremolarse en las Plazas, Fuertes y Buques de guerra, y cual en los mercantes”.

Chorroarín, congresista, sugirió que fuese distintivo de la bandera de guerra un sol pintado en medio de ella. Ese sol central, que desde 1944 es parte de la bandera oficial, fue su idea.

La pesadumbre de leer

Chorroarín fue director de la biblioteca nacional durante diez años, hasta su retiro en 1821, dos años antes de su muerte. Fue el gran hacedor del lugar. Celoso con su trabajo, recolector de libros, redactor del primer reglamento.

Durante su mandato protagonizó una curiosa discusión con su superior, Bernardino Rivadavia, por negarse a que la biblioteca abriera a la tarde. Para Chorroarín, apasionado lector de libros de salud, “las clases amantes de la instrucción y bellas letras” saben que el tiempo de la lectura y la reflexión es el de la mañana.

Las horas de la tarde eran, a su juicio, “más adecuadas para el descanso y conservar la salud por medio del ejercicio moderado que facilite la digestión”.

Las quejas de los porteños referían que muchos trabajaban durante la mañana, por lo cual no podían concurrir al lugar. Eso generaba además que muchos se entregaran a “pasatiempos perniciosos y perjudiciales”.

Debieron pasar 50 años para que la biblioteca sumara horas de atención después del mediodía.

Chorroarín se negaba además a abrir por la tarde debido a sufrir severos problemas físicos. En una carta dirigida a Rivadavia en 1812 le menciona que, como consecuencia de su trabajo, tenía un “perjuicio irreparable de su vista”.

No existen referencias de cómo fue la evolución de su enfermedad, pero los biógrafos coinciden en señalar que al momento de su muerte, Chorroarín estaba ciego.

La dicha

No está Borges en el mundo para enriquecer su relato con la aparición de este cuarto hombre.

De cómo le impactaría renunciar a una palabra tan atractiva como es tríada para pasar a ser parte de un término menos estético como el de cuarteto. Con tres, pudo sugerir “una confirmación divina o teológica”, con cuatro, que no es un número menos importante, hubiese tenido otras alternativas.

Porque es el número que designa a los elementos de la naturaleza, los puntos cardinales, las estaciones y los evangelios.

También a los jinetes del apocalipsis y, claro, a la cantidad de hombres ciegos que tuvieron la dicha de habitar un paraíso de hojas y letras al que sólo podían intuir.