Historia de un partisano
Cuando se casaron Paula y Carlo Preda, allá, en Piacenza, aún se respiraban los perfumes de la paz: el renacer de la primavera, el viento helado del invierno acariciado por la nieve de la montaña, el calor del hogar. Pero de repente todo cambió. Los hombres sacaron a relucir lo peor que llevan adentro y la guerra promovió el todos contra todos. Las banderas del odio subieron a la punta de los mástiles.
Carlo se desempeñaba como jefe de sección en el Arsenal de Piacenza, en la Emilia Romagna. Era un apasionado por los motores, entusiasmo que compartía con sus dos amigos: Raffaldi y Fattorini.
Durante la adolescencia, su padre le prohibió andar en auto. La flamante y agresiva velocidad mecánica generaba inquietud. Carlo estudiaba en la Escuela Fábrica y, en compensación, lo primero que inventó fue un motorcito para su bicicleta. Y cuando, ya independizado de la custodia paterna, se casó con Paula, el viaje de bodas lo hicieron en moto, hasta Roma.
Después llegaron los tiempos difíciles. En general, los habitantes del norte de Italia no miraban con buenos ojos a Mussolini. En su ámbito prosperaban, más bien, las ideas nacionalistas y socialistas. En el 39, cuando nacía su primera hija, Carlo vio cómo las tinieblas de la guerra comenzaban a propagarse sobre el suelo europeo. Y cuando Mussolini se convirtió en aliado de Hitler, no lo pensó más. En pleno invierno agregó a su capote un doble forro y emprendió frecuentes viajes en dirección a la montaña. Al salir de la ciudad los guardias lo palpaban de armas y él, sumiso, desplegaba su capote extendiendo los brazos como si fueran alas. Y las manos de los soldados recorrían su cuerpo, de arriba abajo, sin encontrar nada. "Siga", le decían. En el doble fondo llevaba las armas.
"Un día, con sus amigos Raffaldi y Fattorini, se fueron definitivamente a la montaña para unirse a los partisanos, y ya no volvió. Dejó a mi madre, a mi hermana, a la abuela. Y empezaron las persecuciones. Le hacían la vida imposible a la familia. Llegaban a toda hora partidas alemanas, ingresaban en la casa, amenazaban a mi madre, a los vecinos. Las represalias contra los partisanos eran durísimas", cuenta Milena, la segunda hija de Carlo.
"Cuando bombardearon Piacenza, mi madre y mi hermana se salvaron metiéndose debajo de la pileta de lavar. El techo se les cayó encima".
La persecución en la montaña también era implacable. Lo que más le dolía a Carlo era que en las líneas enemigas militaban amigos de los tiempos de paz y que con ellos también debían combatir y matarse.
"Nos contaba mi padre que los alemanes los buscaban en la montaña con perros rastreadores y, para desorientarlos, la única alternativa que tenían los partisanos era meterse en las acequias heladas, donde los perros no lograban olfatearlos. Una vez hubo un enfrentamiento y él se salvó porque pudo ocultarse en la nieve y se cubrió con el cuerpo de un soldado muerto".
La guerra continuó. Ningún pueblo quedó al margen de su ira. Hasta que en 1945, cuando ya la última batalla había terminado, comenzaron los anhelados regresos. Carlo había pasado tres años en la montaña. Volvió en pleno invierno, en un estado calamitoso, congelado, oculto tras un disfraz para evitar imprevistas represalias. Pesaba treinta kilos menos. Los tres amigos sobrevivieron.
En su reencuentro con Paula advirtió el gran dolor que ella acumulaba en su mirada y escuchó las sombrías palabras de reproche:
--¿Por qué hiciste sufrir tanto a tu familia?
Y él calló la única justificación íntima: la fe en sus convicciones y en los ideales que lo impulsaron a combatir.
En ese helado mes de diciembre volvieron a celebrar juntos la fiesta de la Navidad. Todo volvía a renacer. Y no hubo más reproches.
El futuro era incierto. No se sabía hacia dónde mirar ni de dónde llegaría el socorro.
Lo que menos podía imaginar entonces Carlo era que al cabo de unos años estaría muy lejos, dialogando con uno de los políticos sudamericanos más identificados con los dramas históricos de aquel momento: Juan Domingo Perón.
La fe que movió los mares
Lo primero que hizo Carlo tras el regreso fue restaurar su casa derruida. Y, después, retornar a la pasión de los motores. Del Arsenal lo llamaron para que reanudara su trabajo. Pronto nació su hija Milena.
Pero más difícil que restaurar la casa era restaurar Europa. En especial, Italia. Los únicos vientos de esperanza venían del lado de América.
"A la noche, mi padre y sus amigos Raffaldi y Fattorini se reunían en mi casa y hacían planes para emigrar a la Argentina.
"En la Argentina vivían dos primos de mi mamá. En Bahía Blanca. Pero mis abuelos maternos se oponían a que su hija se fuera tan lejos. Mi padre se comunicó con los parientes de Bahía y consiguió que le mandaran la carta de chiamata (llamada)", cuenta Milena.
En 1949, los tres amigos se embarcaron en Génova, en un buque modesto, el "Santa Fe", en el que Carlo cargó sus herramientas metalúrgicas. Cuando llegaron, las dejó en el puerto, mientras a ellos, con la otra 'Fe' que llevaban dentro, los trasladaban al Hotel de Inmigrantes.
"Pocos días después --relata Milena-- rescataron las máquinas y se vinieron a Bahía, en tren. Los parientes de mi madre lo alojaron en su casa de Lavalle 11. Pero no le dieron la llave y, como salían mucho, a veces mi padre tenía que dormir en la vereda.
"Encontró trabajo en La Antártida, una fábrica procesadora de pescado de Grünbein. Desde el centro se iba hasta allá, todos los días, caminando. Nos contaba que lo único que llevaba para comer era un panino.
"Hasta que, después de un año, alquiló una casa en Fitz Roy 1168 y nos mandó llamar.
"Partimos con mi madre y mi hermana. La abuela se separó de nosotras con mucho dolor. Lo único que recuerdo de la despedida fueron las palabras que le dijo a mi madre:
--Hija, tenés que seguir a tu marido. Pero yo ya no te voy a ver más.
* * *
"Lo que vio mi padre cuando nos recibió en Buenos Aires --recuerda Milena--, fue decepcionante. Como el barco era muy precario y estaba lleno de piojos, yo tenía toda la cabeza vendada por las picaduras. Mi madre sufrió descomposturas y se debilitó tanto que tuvieron que bajarla en una camilla.
"La comida del reencuentro la celebramos en Bahía con cappellettis y frutas que en Italia eran carísimas: bananas y sandía".
"En la casa ya funcionaba el taller de tornería en el que mi padre trabajaba con sus amigos Raffaldi y Fattorini.
"Durante los primeros años, que fueron difíciles, la gente nos ayudó mucho. El carnicero Miguel nos fiaba todo el año. Los vecinos siempre nos preguntaban si necesitábamos algo.
"Una vez mi madre estaba barriendo la vereda, vestida con un deshabillé, según la costumbre italiana, y una vecina se acercó y le dijo:
--Doña Lina, no salga así a la vereda, que acá eso lo hacen las locas.
"Mi madre, que fue después presidenta de la comisión de Damas del Hospital Italiano, sufrió muchísimo el cambio de clima. No podía tolerar el viento de Bahía.
"--En Piacenza nunca hay viento --nos decía. Y yo no lo podía creer. Para mí el viento tenía que estar en todas partes".
Caminos burocráticos que se bifurcan
El progreso llegó pronto. Ya "viento" en popa, los tres amigos, bajo la dirección de Carlo, comenzaron a fabricar motores y otros elementos de precisión destinados a la industria. Las horas del descanso nocturno las consagraban a la construcción de un avanzado proyecto de motocicleta. Habilitaron una pequeña fundición en la que fueron modelando y uniendo pieza por pieza, hasta lograr un excelente modelo de 12 caballos, con dos cilindros verticales paralelos, que podía alcanzar una velocidad de 110 kilómetros por hora. Y con un deslumbrante diseño. La bautizaron con sus iniciales: "R.P.F"
"Todo andaba bien. Sin embargo, en mi padre perduraban resabios de la guerra --recuerda Milena--. Observar el paso de un avión por el cielo le despertaba la angustia de un inminente ataque. Y ante el golpe de una puerta o una ventana reaccionaba como si hubiera estallado una bomba...".
Cuando en 1953 se realizó la Primera Muestra de la Industria Bahiense, Carlo y sus amigos pudieron presentar, ya terminada, su impecable "R.P.F.".
Obtuvo la Medalla de Oro, y el propio gobernador, Carlos V. Aloe, felicitó a Carlo y lo convocó a su despacho de La Plata. Fue allí donde se encontró con Perón, quien se había interesado por industrializar su proyecto.
--Es un proyecto totalmente viable -dijo el presidente. Y le pidió que presentara un presupuesto para ponerlo en marcha, ya que se disponía incluso de terrenos, junto a la metalúrgica de Zuntini --en el camino al puerto-- para instalar la fábrica.
Al salir del despacho, Carlo fue "condecorado" con un escudito partidario, prendido en la solapa.
"Mientras tanto, la producción continuó en el taller de la calle Fitz Roy --recuerda Milena--. Se fabricaron cinco motocicletas; todas vendidas de inmediato".
Fueron las primeras y únicas motos totalmente bahienses.
Como el proyecto tardaba en ser aprobado, Carlo viajó a la Capital para ver qué ocurría. Y se encontró con que a los números de su presupuesto, desde distintas dependencias, le habían sumado la "mordida", hasta triplicar la cifra inicial. Ante tamaño volumen, la iniciativa fracasó. Tiempo después, apareció una moto que reproducía exactamente el modelo y la estructura de la "R.P.F." ideada en Bahía Blanca.
Tras la frustración, y al cabo de tantos años, los tres amigos partisanos tomaron rumbos distintos.
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En 1964, cuando Carlo y Paula celebraron sus bodas de plata, fueron invitados a participar de la Feria Internacional de Hannover. Primero realizaron una misa aquí, en el templo de los padres scalabrinianos, procedentes de la misma Piacenza. Y luego emprendieron una excursión en el trasatlántico "Andrea Doria". Participaron de la Feria y durante seis meses recorrieron la península en auto.
En Piacenza aún estaba esperándolos la madre de Carlo. Y todo el pueblo, porque a través de publicaciones periodísticas había trascendido el éxito de Carlo en la Argentina.
Solo la sombra de un recuerdo empañó el instante del grato reencuentro. La ausencia de la abuela, la madre de Paula, que en 1949, al despedir a su hija, ya sabía que nunca volvería a verla.
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Carlo murió en 1973, de un problema renal. Su esposa, un año después.
Talleres Preda continúa en plena actividad.
"Siempre recuerdo --dice Milena-- a mi padre vestido con un mameluco. Dos veces solamente lo vi usar traje: en el casamiento de mi hermana y en el mío".
Giovanna, la hermana mayor, se recibió de profesora de Filosofía y Letras. Milena siguió el magisterio en La Inmaculada y, en 1989, fue a conocer su patria natal. Estuvo seis meses haciendo una pasantía sobre emigración, en medio de un paisaje y de un clima maravilloso.
"Recordé lo que me decía mi madre: allí nunca hay viento. No. Ni un solo día lo hubo.
"La calidez con que me trataron fue conmovedora. Aún vivía la abuela paterna. Era muy anciana y me hablaba en un dialecto apenas inteligible. Pero yo sentía su afecto. Aunque ella no sabía que su hijo había muerto, vestía completamente de negro.
"Recorrí con mis parientes toda Italia, y me di cuenta que desde entonces viviría con el corazón partido en dos naciones: Italia y la Argentina".
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Milena continúa desempeñándose como secretaria nocturna del Colegio Nacional. Una de las cosas que más la impactaron durante su recorrida por Italia se encuentra en la plaza Cavalli, de Piacenza. Es un modesto monumento de piedra donde permanecen grabados nombres que nadie quiere olvidar. Pertenecen a los partisanos que, en las heladas montañas de la Emilia Romagna, ofrecieron sus vidas para salvar la libertad de su tierra.
Rubén Benítez/"La Nueva Provincia"