Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

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El Papa y Trump: ¿hacia un nuevo mundo bipolar?

Escribe Pablo Portaluppi

Resulta moralmente más aceptable analizar al Presidente electo de EEUU Donald Trump más como un elemento extraño que como un producto genuino surgido de las entrañas de la crisis de representatividad que atraviesa el país. Quizá por ello los analistas norteamericanos se han equivocado de cabo a rabo al haber desacreditado constantemente al magnate más que a comprender su irrupción en la política mundial. No han sabido, o no han querido, registrar que la crisis es más profunda que la caída de un banco de inversión. La implosión de 2008 hizo visible la desigualdad y la desindustrialización que viene sufriendo EEUU desde hace más de 30 años. La recuperación esgrimida por el saliente Gobierno de Barak Obama no fue suficiente. Hay estados de la Unión que son francamente pobres e indigentes.

El triunfo de Trump está perfectamente alineado no sólo con la inminente salida de Gran Bretaña de la zona Euro, sino también, y quizá en mayor medida, con los fuertes liderazgos que ejercen en sus países el ruso Vladimir Putin y el chino Xi Jinping , el notable crecimiento de la derecha en Francia, y la reciente reelección de Mariano Rajoy en España. Quizá el mayor contrapeso a esta tendencia lo ejerza la Canciller alemana Ángela Merkel, que ya avisó que se presentará para un cuarto mandato. Pero hay otro jugador en el tablero mundial que no debe pasarse por alto en este nuevo esquema: el Papa Francisco.

Difícilmente se pueda hablar de un nuevo mundo bipolar, como el que existió en la posguerra a partir del surgimiento de dos superpotencias enfrentadas entre sí: la ex Unión Soviética y EEUU. Si bien es un Jefe de Estado, Francisco es, ante todo, un líder religioso. Pero este Papa ha sabido actuar también en más de una ocasión como un líder político. Los mejores ejemplos podrían ser cuando no recibió en su histórica gira por Cuba a los disidentes del régimen castrista o en los distintos gestos que ha tenido con las administraciones kirchneristas y macristas en la Argentina, su país de origen.

Si bien el surgimiento de Vladimir Putín en Rusia le devolvió a su pueblo el orgullo perdido, el poderío ruso está sumamente menguado respecto a lo que supieron ser décadas atrás. Por lo que nunca alcanzó a ser en estos años un contrapeso a la hegemonía norteamericana. Con el flamante triunfo de Trump, parece dibujarse en el horizonte un mismo eje en el cual confluirían tanto los EEUU como Rusia y China. Y ante semejante poderío, tal vez el mundo necesite un equilibrio, aunque lejos de aquel enfrentamiento de la “guerra fría” que pudo llevar a la desaparición literal de la Tierra. En este contexto, el rol de Francisco cobra un significado mucho mayor al que ya de por sí tiene. EEUU es un país eminentemente cristiano. Sin embargo, algunos estudios registran un fenómeno curioso desde hace 15 años: por cada individuo que se incorpora al catolicismo, seis lo abandonan. Esta evidente desilusión se presenta como un duro desafío para el papado de Francisco. Y no es casual que la victoria de Trump se haya edificado sobre las mismas corrientes de descontento social que corrían por debajo de la superficie. El Papa dijo que solamente iba a opinar sobre el presidente electo si sus políticas perjudicaban a los pobres. Y uno de los pilares del discurso de campaña del magnate de la construcción fue hablarles a los gigantes conglomerados urbanos que habitan el cordón industrial del país, que vienen sufriendo las consecuencias de la desindustrialización. En este punto, los caminos de ambos parecen juntarse.

Pese a estas similitudes, son dos figuras claramente antagónicas. Para confirmarlo, basta hacer un ejercicio mental con sólo repasar algunos gestos del Papa desde que fue ungido como tal: permitir que los divorciados sean siempre parte de la Iglesia y no sean excomulgados, promover un acercamiento con los gays, contener a las madres solteras, y la reciente disposición para que todos los sacerdotes posean la facultad de absolver a quien hayan abortado. Resultaría imposible imaginarse a Trump apoyar o promover algunas de estas iniciativas.

Pero el punto que más los aleja es el del espinoso tema de la inmigración. El mundo está sufriendo una crisis de refugiados. En este sentido, cabe recordar las palabras de Francisco durante su histórica visita a EEUU en septiembre de 2015. En ocasión de la celebración de una misa en Filadelfia, dijo que “hay que trabajar por la integración plena de los millones de migrantes”. Durante la campaña, Trump le dedicó a los inmigrantes fuertes epítetos, en especial a los mexicanos y a los musulmanes. Ambos expresan dos ideas fuerza: por un lado, hay un mundo que pugna por la “desaparición” de las fronteras. Pero hay otro mundo que se repliega sobre sí mismo y marca territorio. Esta parece ser la pugna actual: un enfrentamiento cultural. Dos posiciones antagónicas que expresan cabalmente el Papa y el Presidente electo de EEUU.

Para otorgarle más entidad a este posible escenario, el Cardenal estadounidense Raymond Burke está encabezando una revuelta contra el Sumo Pontífice, rebelándose contra los postulados papales respecto a los cambios culturales que promueve. Este Cardenal elogió públicamente a Trump.

El mundo parece caminar hacia destino desconocido. Lo único claro es que EEUU ya no será la potencia hegemónica que fue desde 1991, cuando cayó la Unión Soviética. Si bien muchos respiraron aliviados con la derrota de Hillary Clinton por suponer que con la Ex Primera Dama en el poder se corría el serio riesgo de un grave enfrentamiento con la Rusia de Putín, no es menos cierto que la gestión de Trump conlleva no pocos interrogantes.

Lo cierto y concreto es que el magnate estará al frente del país más importante del mundo. Y Francisco lidera a 1200 millones de católicos. Son datos que no se deben pasar por alto.