Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

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Sobre el “viejo” Ejército

Por María Lilia Genta

Me tocó deambular por distintas unidades y barrios militares allá por los años de la Revolución Argentina. Nadie más austero y parco que el “dictador” Onganía. ¿Sería por eso que todo se hacía sin grandilocuencias ni la menor ostentación?

El Regimiento 4 de Caballería (con asiento en San Martín de los Andes) prestaba sus instalaciones al Ministerio de Educación: dos enormes habitaciones para que funcionara allí una escuela de frontera. El único inconveniente para nosotras, las maestras (dos para todos los grados) era que la banda ensayaba allí cerca, tan cerca que sus sones atronaban las aulas.

Allí, en esa escuelita, enmarcada por el bellísimo paisaje, conocí la pobreza. La pobreza total, sin apelaciones.

Venían los chicos bajando por las laderas, vestidos con andrajos, sin abrigo, sin calzado. Las piernitas crecían curvadas hacia afuera -signo evidente de la desnutrición desde el nacimiento-; niños casi sin lenguaje, un poco por el ambiente de sus hogares y mucho más por los efectos de la desnutrición sobre el cerebro.

En Buenos Aires, en la escuela de una “villa”, había conocido la miseria que es cosa muy distinta de la pobreza. En esa “villa” del conurbano bonaerense se comía y los chicos iban a la escuela parroquial, también a la “academia” donde aprendían a robar, y al “rancho de los maricas” donde les enseñaban a prostituirse. Pero comían y, colgados de la electricidad, se calentaban con buenas estufas (mejor no averiguar de dónde venían esas estufas). Esa era la miseria. No había droga por esos años. Ella vendría después.

Pero volvamos a la pobreza, la de esos chicos, hijos de los “chilotes” explotados en los aserraderos cuyos dueños eran, en algunos casos, izquierdistas de salón dados a cantar las canciones “de protesta” de Violeta Parra… Pues bien, esa pobreza sólo la paliaba, en la medida que podía, el “viejo” Ejército. En el primer recreo, en aquella mi escuelita de frontera, aparecían los soldados portando la “morocha” (la gloriosa olla de los cuarteles) con mate cocido azucarado y pan. Al mediodía, después de las clases, volvía con el rancho de tropa que contenía todas las proteínas habidas y por haber.

Les llenábamos los “platos” (la mayoría simples tapas de hojalata) todas las veces que querían, y lo que sobraba lo llevaban a la casa, en latas con manija de alambre, y seguramente lo comerían los hermanitos.

En la enfermería del cuartel les solucionaban los problemas de salud agudos (los crónicos venían de lejos y escapaban a las posibilidades de aquel más que modesto centro médico). Aparte de los chicos, en esa enfermería se internaban los marginados, los pobres de toda clase, sin obras sociales, dejados de la mano de un Estado ausente, habitantes de todas las “periferias existenciales”: es que ese lugar de ensueño que era y es San Martín de los Andes carecía por aquellos años de un hospital.

También el Ejército ayudaba a los chiquitos de la guardería que funcionaba en la parroquia sin fijarse mucho en que el párroco era un tercermundista cabal como correspondía a todos los curas (o casi) de aquella diócesis gobernada por monseñor De Nevares. Los que no entraban por la “teología de la liberación” tenían que irse de la diócesis.

Así actuaba el “viejo” Ejército. Claro, faltaban en aquella “acción civil”, como le decían entonces, las musas inspiradoras Hebe Bonafini y Estela Carloto, y el codo a codo con el “Cuervo” Larroque y los chicos de La Cámpora.

Esto lo aporta ahora el “nuevo” Ejército de Milani, que con tanta alharaca y apoyo mediático limpia un terrenito de poca monta en Florencio Varela.

María Lilia Genta es hija del profesor Jordán B. Genta, asesinado por el ERP en 1974.