Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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Cristian Cano: el whitense que escribe muy poquito

El autor. Tiene 39 años, cuenta horror y ciencia ficción en microficciones. “Tienen una implosión y una redondez total. Me atrae más que escribir novela, que es más abierta. Es un desafío”, dice.
Fotos: Emmanuel Briane-La Nueva.

Por Maximiliano Palou.

Aunque a veces se toma unos mates en el puerto tras llegar en su bicicleta, Cristian Cano prefiere estar en su casa de Ingeniero White. Se dedica a escribir en los ratos libres que le deja su trabajo en la empresa que presta servicios portuarios de fumigación y proveeduría.

--¿Y por qué microficciones?

--Porque las microficciones tienen una implosión y una redondez total. Me atrae más que escribir novelas que es más abierta. Además, la microficción es un desafío.

--¿Más difícil?

--Claro, al hacerse más difícil de escribir hace que me guste más. También siento que son más inmediatas. En un relato de este tipo enseguida tenés una respuesta de quien la lee.

Las microficciones que escribe este whitense de 39 años no pasan de las 149 palabras.

--Es una manera de medir lo que se escribe. Los blogs en los que publico tienen esa extensión como límite.

--¿Y cortás mucho tus textos?

--Salen de un tramo y después voy tratando de encontrar la sustancia de cada palabra. Voy mirando qué puede ser lo que debe estar en eso que quiero contar.

Cristian también habla de la importancia del título, al que le asigna un rol clave.

--Si a una microficción le sacás el título, no se entiende. La titulación es la finalización de todo ese trabajo que le da forma a la microficción.

***

Cristian no divide el amor por la literatura de su amor por el libro físico: “Por el papel”, dice.

--Me gusta tener el libro en mis manos. Recuerdo leer mucho desde chico.

Escribir vino un tiempo después. Un profesor de Literatura del colegio Mosconi, de apellido Bongiovanni, lo incentivó.

--Yo era un atrevido. En los libros que leía escribía al costado como corrigiendo a sus autores, modificándolos. Creo que era demasiado atrevido, pero fue así. Hasta que me animé a escribir.

--¿Y dónde están esos primeros escritos?

--Guardados en un cajón, porque ahora soy otro.

--¿Por qué ciencia ficción?

--Cuando uno escribe busca remediar las cosas. ¿Qué es la literatura si no un intento por corregir los errores de la realidad? Y la ciencia ficción es una forma alejada de la literatura. Ese alejamiento permite ver mejor los errores.

***

La semana pasada Cristian Cano presentó en la Feria del Libro de Mar del Plata En el bar de la esquina, una serie de microficciones que transcurren dentro de un bar que es la suma de todos los bares que conocen él y la tandilense Ana Caliyuri, la coautora.

--Nos conocimos por estar en el grupo Heliconia (ver aparte) y nos dimos cuenta de que podíamos trabajar juntos.

--¿Cómo es trabajar un texto entre dos?

--Uno tira un comienzo de 70 palabras, por ejemplo, y el otro lo finaliza. El desafío es que no se noten los estilos de uno y otro, que el texto final parezca escrito por una sola persona.

--¿Y ese camino...?

--Hay diferencias, eh. Ella viene de la poesía y el poeta tiene atmósferas impenetrables. Veo a la poesía como algo bastante difícil, es otro mundo, en la manera de adjetivar por ejemplo. Lo que vamos haciendo es tratar de tolerarnos, de aguantarnos y hay discusiones en ese proceso, ja ja ja ja.

Facebook, WhatsApp, mensajes de texto... Todo lo que les ofrecen las nuevas formas de comunicación les sirven a Ana y Cristian para esos chats que “pueden durar hasta un mes para llegar al texto final”.

--Son buenas herramientas para mantenernos en contacto y enviarnos los textos. Nos da inmediatez para lo que vamos proponiendo.

***

El whitense cuenta que tiene “un montón de cosas” escritas.

--Siempre las releo y las voy corrigiendo. Muchas cosas son intentos fallidos de algo más. Tengo varios cuadernos y busco historias que voy tratando de salvar.

En eso de ir releyendo Cristian sigue dando vueltas con 3 escritos: Cabaña de tilo, una novela a la que define como “un mamotreto” de 400 páginas.

--Se desarrolla en un pueblo ficticio llamado Las Lomas. Es tirando a literatura de horror --indica.

También La teoría del mensajero, una novela intimista de ciencia ficción que sucede en un lugar cerrado en donde interactúan pocos personajes y El último lugar, una historia de horror en Ingeniero White.

--¿Y por qué tanto tiempo?

--La idea es vaciar. Uno no termina de decir. Debajo de los textos siempre hay algo más para decir.

La caseta negra
Descubrimos la caseta volviendo a casa un fin de semana en el que Rodrigo quiso ir a disparar las escopetas al campo. Estaba abandonada y tapada de yuyos. Mi primo la abrió con una patada en la puerta, que se desmoronó en una nube de polvo. Lo conocía muy bien a Rodrigo y les aseguro nunca haberle visto una expresión así. Le pregunté qué había adentro, pero no me contestó. Ahí fue cuando la vi: una sombra renegrida le agarró la pierna y lo arrastró para adentro. Salí corriendo. Tampoco me acuerdo de los gritos y sus pedidos de auxilio, porque ese lugar lo ocupa un silencio anormal. Todavía guardo su arma. También las ganas de volver.
El muñeco de la pieza
Espero a que apague la luz y se acueste para empezar. Cuando la penumbra es plena aprovecho la claridad de la Luna. Cierra los ojos y comienzo a girar la cabeza muy despacio. No quiero que me descubra. Milímetro a milímetro tardo casi una hora. Cuando escucha ruidos cree que son los gatos en el techo, pero en realidad es el crujido de mi cuello: ruido plástico a juguete. Los silencios ahuecan y me sobra para seguir con la labor de la cabeza. Hasta que lo puedo ver: mira televisión y tiene el control remoto en la mano. No sabe que estoy vivo. No tiene idea de que lo vigilo todas las noches. Porque tengo los ojos pintados y el pelo arremolinado. Con los dedos duros y una sonrisa congelada, lo miro desde el rincón.

La caseta negra

 
Descubrimos la caseta volviendo a casa un fin de semana en el que Rodrigo quiso ir a disparar las escopetas al campo. Estaba abandonada y tapada de yuyos. Mi primo la abrió con una patada en la puerta, que se desmoronó en una nube de polvo. Lo conocía muy bien a Rodrigo y les aseguro nunca haberle visto una expresión así. Le pregunté qué había adentro, pero no me contestó. Ahí fue cuando la vi: una sombra renegrida le agarró la pierna y lo arrastró para adentro. Salí corriendo. Tampoco me acuerdo de los gritos y sus pedidos de auxilio, porque ese lugar lo ocupa un silencio anormal. Todavía guardo su arma. También las ganas de volver.

El muñeco de la pieza

Espero a que apague la luz y se acueste para empezar. Cuando la penumbra es plena aprovecho la claridad de la Luna. Cierra los ojos y comienzo a girar la cabeza muy despacio. No quiero que me descubra. Milímetro a milímetro tardo casi una hora. Cuando escucha ruidos cree que son los gatos en el techo, pero en realidad es el crujido de mi cuello: ruido plástico a juguete. Los silencios ahuecan y me sobra para seguir con la labor de la cabeza. Hasta que lo puedo ver: mira televisión y tiene el control remoto en la mano. No sabe que estoy vivo. No tiene idea de que lo vigilo todas las noches. Porque tengo los ojos pintados y el pelo arremolinado. Con los dedos duros y una sonrisa congelada, lo miro desde el rincón.