Bahía Blanca | Miércoles, 24 de abril

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Odile

Una pintura de Odile Baron Supervielle, reconocida y destacada periodista del diario “La Nación”, a partir de su relación con la autora de esta nota. Vivencias, reflexiones y memorias de una figura relevante de la cultura.
Odile. Aplausos. La Nueva. Bahía Blanca

Cecilia Roca

Especial para “La Nueva.”

Muchos años antes de conocerla leía sus artículos en “La Nación”.

El apellido Baron Supervielle me era muy familiar; mi  padre era amigo de sus hermanos.

En diferentes momentos vivimos en el mismo edificio. Usted comentó: “Mirá, Cecilia, si hubiésemos coincidido en el tiempo, hasta habríamos compartido el portero: el gallego Fermín”. Me contó que él ponía colchones en la caldera para que fueran parejas a pasar la noche. Usted vivió en ese departamento hasta que murieron sus padres.

Cuando su hermano quedó viudo se fue con sus dos hijitas a vivir con ustedes. Me dijo que eran como sus hermanas y que, antes de dormir, su mamá le pedía que le pusiera un poco de colonia porque su padre iba a pasar a darles un beso.

Su madre le había comprado su actual departamento. Yo le decía que el éxito de nuestra amistad era que vivíamos a una cuadra.

Yo había ido a una conferencia suya en la Feria del Libro sobre Victoria Ocampo. ¡Qué elegante la vi con su blazer marrón jaspeado y el corte de pelo francés!

Una tarde en el ascensor del Patio Bullrich, me animé a felicitarla. Me preguntó cómo la había reconocido y cómo me llamaba.

Después participé del homenaje a la familia Supervielle, organizado por Virginia Carreño en la SADE. Me llamó la atención que usted permaneciera callada y sonriendo.

Allí me enteré que uno de sus antepasados era bearnés: Y que a los catorce años se embarcó en busca de su joven hermano. Lo único que sabía era que había partido a Brasil. Cuando llegó allí, se enteró de su muerte, continuó hacia el sur, hacia las aguas del Río de la Plata. A la altura de Montevideo, el barco naufragó. El chico nadó hasta el río, donde lo encontraron casi ahogado, con un pequeño bolso entre sus dientes: contenía monedas de oro. Con ellas jugó a la lotería y ganó una suma importante de dinero. Así nació el Banco Supervielle.

A los dos días me la encontré en un restaurante muy simpático y vecino. Me atreví a acercarme y me invitó a tomar un café. Yo estaba fascinada. De golpe lo vi pasar a mi padre: "¡mirá con quién estoy!", exclamé. Papá la saludó y le dijo que se alegraba mucho de que la hubiera conocido.

La invité a almorzar la semana siguiente. Lo primero en que reparó fue en el retrato de mi madre. Me preguntó si había leído todos los libros de la biblioteca.

Yo quería que viniese a almorzar una vez por semana, me propuso venir cada quince días. Igual yo la llamaba mucho por teléfono y cuando pasaba por el restaurante me fijaba a ver si estaba. Un mediodía me dijo muy seriamente: "¡Cómo me persigues!".

Le había prestado un libro de Václav Havel y después de leerlo lo dejó en su portería con una notita diciendo que la podía llamar cuando quisiera. Me hizo acordar a una actitud que Victoria Ocampo había tenido con usted: Victoria hablaba con uno de sus amigos por teléfono en Sur, usted estaba en el cuarto de al lado y le gritó; “Odile, andáte!". A los dos días se disculpó.

En 2003 le empecé a presentar a gente que yo valoraba mucho.

Usted siempre sorprendiéndome por su capacidad de escucha y su curiosidad por saber, nada pedante. Hablamos de historia, del General Aramburu. Fue una noche tan apacible...

Cuando la invitaba siempre me ofrecía traerme algo y yo le pedía flores. Una vez me trajo una planta enorme para la mesa que está delante del sillón. Me impresionaba su austeridad: yo le compraba un vinito López y estaba encantada. Como ya dije me admiraban su escucha, su humildad y el hacer la pregunta que siempre daba en la tecla.

Me acuerdo patente el mediodía que le pregunté si no le había importado no casarse. Me respondió que no, que las cosas no se habían dado. Ese comentario fue para mí muy importante. Se podía ser soltera y a la vez atractiva, interesante y coqueta.

Me contó de su desilusión cuando le preguntó a su madre cómo fue su bautismo. Su padrino, el poeta Jules Supervielle, residente en París, lo había sido por poder porque no pudo viajar. A mi vez le conté mi propia desilusión cuando creí que la distinción de la Legión de Honor se la habían dado en París (yo me había sacado una foto allí) y después me contó que se trataba de la Embajada en Buenos Aires.

Al año de conocerla decidí hacer una original “comida literaria”. Lo invité a mi profesor de literatura, una amiga lectora, un editor migo y su mujer, y obvio, a usted. El escritor llegó primero, nos sentamos en el sillón y se me tiraba prácticamente encima, algo alcoholizado. Fueron llegando los invitados y ninguno se dio cuenta de que estaba en copas. Yo, paralizada por lo incómodo de la situación, y usted me retaba porque no lo atendía. Sólo una vez le preparé una tostada con queso brie. El escritor se fue antes y se balanceaba en la puerta cuan alto y flaco era. Así que dos de los invitados tuvieron que acompañarlo hasta su casa. Yo presa de una crisis de angustia porque usted en vez de irse a las once, como lo hacía siempre se fue una hora más tarde, cuando volvieron mis amigos.

El domingo la llamé y usted no podía parar de reírse. Mis intenciones habían sido buenas, pero la comida resultó un descontrol.

A medida que continuaba nuestra amistad me iba contando los entretelones de sus reportajes. La satisfacción que sintió cuando Malraux sólo le concedió cinco minutos y a los dos le dijo a su secretaria que no lo interrumpiese. Le hizo uno a Marguerite Duras en su casa de campo y lo que más le impresionaron fueron  su escritorio y cómo trataba a su joven amante: le pedía que le diera un beso y después le gritaba que se fuera.

Otro reporteado fue Lacan. Y Susan Sontag, entre tantos. Usted fue la primera que habló en un reportaje de los desaparecidos. Le pregunté si había tenido miedo y me respondió que no.

Y llegó el día en me vi mencionada en uno de sus reportajes, ¡qué bien me sentí!