Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

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¡Bien! ¿Todo bien?

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   ¡Bien! ¡Muy bien! ¡No tan bien! ¡Excelente! ¡Mejor imposible! Frases, construcciones y hasta automatismos para definir nuestro estar y sentir.

   Podríamos agregar la ya popularizada expresión de un presidente, que dijo “estamos mal pero vamos bien”; pero sin dudas todos estos enunciados nos posibilitan ir hacia un “siguiente paso” en una conversación.

   Especie de formulismo que oculta, enmascara y hasta permite fingir distintos estados, emociones y heridas. 

   ¡Mal! ¡Muy mal! ¡Horrible! ¡Desastroso! Serían los antónimos que componen frases simples aunque difíciles de pronunciar, pues implican como primer paso asumir que no todo está bien, que no todo funciona de maravillas y que evidentemente hay temas y cuestiones de los cuales hacerse cargo.

   Entonces ¿por qué es tan difícil decir estoy mal? ¿Por qué se emplea el “bien” cuando en realidad el estado de ánimo, la situación, la historia y hasta la vida no va tan bien?

   ¿No será momento de abandonar cierta cortesía?

   Generalmente en una interacción, tras un saludo, ambos participantes, responden automáticamente “bien” o “todo bien”, pareciera que el instinto da lugar a una respuesta presidida por reglas sociales que nos inculcaron en la niñez y que rigen la vida cotidiana.

   ¿Por qué ocultar? ¿Qué impide mostrar nuestras verdaderas emociones?

   Desde la Psicología sostenemos que no se trata de “ir por la vida” anunciando sin filtros y sin discriminar destinatarios nuestras sensaciones y estados, pero en las últimas décadas se advierte un exceso de “onda positiva” que impone una actitud optimista de forma permanente e insostenible en el tiempo.

   Fingir que todo marcha “sobre ruedas” cuando en realidad todo es “cuesta arriba” y en ocasiones hasta se transita descalzo, conlleva un esfuerzo por ocultar emociones y vivencias que siempre genera consecuencias.

   La frase “todo bien” es una forma de encapsular conflictos, de tapar opiniones, de evitar discusiones, de impedir ser etiquetado como pesimista, persona complicada, negativa o “mala onda”; es la coraza protectora que recubre dolores pasajeros y también aquellas heridas y cicatrices da larga data.

   Simular que todo está bien, que las emociones no se expresen y queden relegadas a ámbitos excesivamente íntimos, reprimir un malestar, maquillar una relación, disfrazar un sentimiento, que la tristeza, la angustia y el enojo no tengan vías de expresión, lejos de resolver un problema lo agrava o lo convierte crónico.

   Asumir y luego atreverse a decir “qué mal estoy” nos corre de ese lugar en el que se debe proyectar al mundo una actitud irreal y que ocasiona, según estudios estados de agotamiento y relaciones poco auténticas; se comprobó que la cantidad de sonrisas fingidas son proporcionales a los estados de ira y tristeza.

   En tiempos de imitaciones, copias y reversiones, expresar lo que uno siente es un acto de autenticidad y también de valentía; reconocer que la perfección no existe, y que a veces el “todo bien” puede ser reemplazado por una variedad de estados además de quitarnos un gran peso de encima habilita la posibilidad de comenzar a construir distintas soluciones.