Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

El hombre que alegró el año más triste de mi vida

Verlo jugar me daba paz. Me hacía sentir bien, respaldado, como si a veces me mirara y me pidiera que me quedara tranquilo.

Maximiliano Allica / mallica@lanueva.com

   Pisé Bahía Blanca por primera vez en febrero del 86. Tenía 8 años, mi hermana Vicky 11. Después de una tumultuosa separación, dejamos Buenos Aires porque mi papá había conseguido un trabajo que finalmente prometía ser estable en un diario que se llamaba La Nueva Provincia.

   Papá iba a quedarse con la tenencia, así que nos vinimos a una ciudad donde lo primero que me llamó la atención fue que a 4 o 5 cuadras de la plaza central, antes del atardecer, ya no había más movimiento que algún colectivo cansino. También era raro no ver a mi mamá todos los días y solo comunicarnos por un teléfono público de la Plaza Rivadavia, hasta donde alcanzaran los cospeles.

   Las primeras noches dormimos en un departamento prestado en la primera cuadra de calle Moreno, que apenas tenía un par de colchones en el piso y una mesita con dos sillas. Años después, mi viejo se quebraba cuando recordaba esas noches, que para mí no habían tenido nada particularmente tremendo pero que para él eran la imagen de la miseria. De la pasada gloria periodística en la gran capital a una ciudad ajena donde no tenía una cama donde dormir con sus hijos. Recién cuando fui padre lo entendí.

   Como todavía no empezaban las clases, mi patio era la plaza. Mi viejo entraba al diario por Sarmiento y cada tanto salía a mirarnos, era una ciudad lo suficientemente segura como para no preocuparse demasiado. Ahí hice mis primeros vínculos gracias a que siempre me gustó mucho el fútbol. Hoy me doy cuenta que mi primer medio de comunicación fue la pelota.

   Todos queríamos ser como Diego Maradona. En ese momento yo no dimensionaba la importancia de un Mundial, de hecho ese iba a ser el primero que podría mirar con cierta conciencia, pero todos sabíamos que si ese equipo tan criticado tenía alguna esperanza se la debíamos a él.

   Los primeros partidos los vi en un departamento del edificio naval de calle España, donde mi hermana y yo vivimos unos meses con una familia que había conocido papá, porque él no tenía todavía un lugar para compartir con nosotros. Martín Allica paraba en una pensión de Chiclana al 400, al lado de lo que luego sería el Cine Visual. Nunca conocí su habitación, mi viejo esquivaba la posibilidad de que sus hijos la vieran, imagino que por vergüenza. Recuerdo que el dueño era un hombre mayor muy bajito, simpático, que usaba bastón. El señor Guerrero.

   Así que compartimos unos meses y parte del Mundial 86 en el departamento de la familia Fuertes: el teniente de fragata Jorge y su mujer Mabel, además de sus hijos Pablo y Marieta. Hace mucho que no sé nada de ellos, aunque jamás olvidé su generosidad, comprensión y calidez.

   Fue justamente en junio, el mes del Mundial y de mi primer cumpleaños en una ciudad diferente, cuando papá consiguió un departamento para alquilar, el 6° "D" del edificio de los Canillitas en Moreno 23. Me acuerdo que fui por primera vez a mi nuevo hogar, casi el tercero en pocas semanas, apenas terminó el partido con Inglaterra. Nos demoramos un poco en el camino para sumarnos a los festejos por el triunfo argentino, en tiempos donde las celebraciones populares se hacían frente al diario.

   En ese año donde mis padres se esforzaban por darle amor a sus hijos, pero perdían el control para gritarse las cosas más horribles, verlo jugar me daba paz. Me hacía sentir bien, respaldado, como si a veces me mirara y me pidiera que me quedara tranquilo, que él se iba a ocupar de darnos alegría. Con él éramos invencibles.

   Me resultó natural que ganáramos esa Copa del Mundo. Diego y la copa hacían demasiado juego, pocas cosas se me ocurren tan indisociables. Parecía tan lógico ser los mejores que nos hizo imaginar que lo seríamos para toda la eternidad.

   Nunca pude separarme de ese Maradona, no importa todo lo que vino después. Nunca necesité que fuera un ejemplo para mi vida ni entendí por qué la humanidad lo elevó a la categoría de Dios en la Tierra y luego lo atacó porque se comportaba como si fuera un Dios.

   Solo sé que me dio profunda felicidad en uno de los momentos más críticos de mi niñez. Y la felicidad se agradece siempre, Diego.