Bahía Blanca | Martes, 23 de abril

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¿Qué hacemos con ellos?

   ¡Son parte de la vida! 

   Sin embargo, hay preguntas…

   ¿Qué hacemos con ellos? ¿Involuntarios? ¿Impensados? ¿Forzados? ¿Nadie está librado de ellos? ¿A quién le gusta cometerlos? ¿Indispensables para el crecimiento? ¿Condición para el aprendizaje? 

   ¿Algunos/as están más expuestos/as mientras que otros/as viven realizando una sucesión interminable?  

   ¿Podríamos hablar del síndrome de “el Pato”?

   ¡Sí! ¡Muchos interrogantes para el domingo! 

   Tranquilos/as mis queridos/as lectores/as, las preguntas siempre inauguran reflexiones y nos permiten ensayar respuestas, son mi ofrenda de cada fin de semana.

   ¡Errores! 

    Vos, yo, ninguno/a estamos completamente librados de ellos, son inherentes a la condición humana, a tal punto y como dice el proverbio “el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”.

   Si bien hay varias acepciones, error es una “acción desacertada o equivocada”, generalmente son “accidentales”, pues ¿quién quisiera cometerlos de forma voluntaria? Los errores, adrede, premeditados, elucubrados y hasta estratégicos, encierran una paradoja y ameritan una reflexión especial.

   ¿Nuestra cultura alientan o cercenan la posibilidad de nutrirnos de los errores?

   El error es la condición necesaria para el aprendizaje y desde hace varias décadas, especialistas en Psicología hablamos del “error constructivo”, ése que permite edificar y ser resignificado para construir nuevos saberes.

   ¿Cómo aprender de los errores?

    Si bien, todos/as repetimos conductas, nos expresamos de acuerdo con un sistema de creencias y mandatos muy arraigados y vamos por la vida actuando un guión a veces impuesto y otras, de autoría personal, hay una serie de estrategias que podemos implementar para que los errores se conviertan en verdaderos peldaños que conduzcan al aprendizaje.

   Lo primero será modificar la percepción que se tiene del error, cambiar la perspectiva y comprender que equivocarse no es fracasar aporta tranquilidad, disminuye la ansiedad y también la parálisis propia de quien se ha equivocado.

   Luego habrá que regular temores. Nadie está libre de fallas, por ende sumergirse en la duda, pensar excesivamente y no atreverse a dar el paso, origina una serie de errores forzados de lo cuales a veces la espontaneidad y la intuición nos pueden librar. 

   La autoexigencia desmedida nunca puede ser nuestra aliada, no se trata de hacer todo a “la chacota”, pero el perfeccionismo opera como una lente distorsiva que no permite visualizar ni el escenario ni nuestras propias conductas.

    ¡Exceso de pasado! Pensar una y otra vez en el error cometido nos ancla en el pasado y habilita el estancamiento. Entender el error, analizar también las condiciones externas, imaginar otras alternativas a la acción realizada, centrarse en el momento presente, posibilita anticiparnos a experiencias futuras.

   ¿Y la culpa? ¿Qué hacemos con ella? Generalmente, en ocasiones hay decisiones individuales que tienen efectos colectivos; por ello no es casual que ante una decisión errónea con efectos colaterales por doquier, aparezca la culpa. Será cuestión de corregir y ofrecer disculpas, de lo contrario el error será mayor; la culpa cuando se torna excesiva obtura el aprendizaje y no permite el cambio.

   Días pasados leía una notas de Virginio Gallardo, quien sostiene que “el experto es quien más errores ha cometido y la experiencia es producto del error acumulado”; también ante los errores sostiene que hay cuatro opciones: echar la culpa a otro, lamentarse y desistir, ignorarlo y repetirlo y aprender y mejorar. Me quedo con la última y agrego: ¡sean bienvenidos los errores, ellos nos permiten crecer