Bahía Blanca | Jueves, 18 de abril

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Leé "Evitando un asesinato en el Orient Express", el cuento ganador de una mención del concurso literario

Fue escrito por Maximiliano Manuel García

   Estambul, 1933

   Samuel Ratchett iba a ser asesinado esa misma noche. Yo lo sabía. Por eso tenía que evitar que abordase el Orient Express. La oscura locomotora emanaba vapor de su chimenea mientras aguardaba en la terminal de trenes de Estambul el momento para partir. Yo me encontraba esperando bajo un árbol, cubriéndome de la nieve, creyendo que quizá el viejo Samuel Ratchett hubiese decidido no viajar. 

   Sin embargo, a último momento lo vi acercarse al andén con su valija de cuero marrón, vestido con un sobretodo de pana negro que apenas permitía ver su cara. Fui directamente hacia él y le tome del brazo. Mi actitud lo sorprendió, aunque no hizo más que mirarme atónito. 

   -Señor Ratchett -le dije jadeando- no suba a este tren. Allí usted va a ser asesinado. En su mismo vagón viajarán personas que quieren verlo muerto. Si sube, morirá. 

   Sin muchas explicaciones, de un tirón separó mi mano de su manga y me gruñó una  serie de palabras que no llegué a comprender. Dicho esto se acomodó su abrigo, su sombrero y subió al tren. 

   Desesperado corrí hacia la boletería, compré un pasaje e ingresé al Orient Express. El tramo cubriría Estambul-Calais, cruzando el continente de este a oeste. La nieve caía sin  parar desde la noche anterior y el pronóstico era de frío e intensas nevadas para toda Europa. Debía apurarme a interceptar a Ratchett para advertirle nuevamente que iba a morir. 

   Llegué al vagón y contemplé a sus tripulantes. Esperaban cómodamente sentados, cada uno en su lugar. Algunos hablaban entre sí, otros intercambiaban miradas  sospechosas y algunos solo se limitaban a leer el periódico. 

   -Ratchett, escúcheme -comencé nuevamente-. Se lo voy a decir una vez más muy claramente. Mire los integrantes de este vagón. Allí están ellos. El conde y la condesa Andrenyi, Mary Debenham, el coronel Arbuthnot, la princesa Dragomiroff, Antonio Foscarelli, Cyrus Hardman, mistress Hubbard, Pierre Michel, Greta Ohlsson y  Hildegarde Schmidt. Incluso Hector Mac Queen, su secretario, y Edward Masterman, su criado. Todos ellos tienen un motivo para asesinarlo. Todos y cada uno ellos  quisieran verlo muerto. Y usted morirá señor Ratchett, inevitablemente esta noche morirá. El tren se quedara varado por la nieve y exactamente a la 1.37 am todos oirán un  grito de terror, que será el suyo al morir. Será en su propio camarote, cuando todos estén dormidos. Por eso señor, tiene que hacerme caso y huir. Bájese ya ... 

   No me dejo terminar. Con un tono soberbio y autoritario de quien está seguro de sus palabras y sus pensamientos, empezó a hablarme. 

   -Mi estimado y enigmático amigo -comenzó Ratchett con voz ronca, mientras señalaba a un integrante del vagón que permanecía sentado en silencio, mirando por la  ventana, contemplando el paisaje que iba quedando atrás mientras el tren avanzaba bajo la nieve-. Mire ese pequeño hombrecillo de bigote prominente y cabeza ovalada. Es monsieur Hércules Poirot, el famoso detective belga. Si realmente estoy en peligro como usted dice, no queda más que acercarme a él y pedirle su protección. 

   Dicho esto, perdí la paciencia. Lo tome de la solapa y casi gritándole en la cara le dije: 

   -No entiende, no entiende Ratchett. Usted le pedirá sus servicios a Poirot y él se negará. Luego usted le ofrecerá veinte mil dólares e incluso así él nuevamente se negará. Esta perdido Ratchett, es hombre muerto. La única persona de este vagón que puede salvarlo soy yo. Ahora son las 9.15 pm, estamos por llegar a Belgrado, en breve nos quedaremos varados entre Vincovci y Brod, la nieve no permitirá que avancemos. Y mientras usted duerma, alguien entrará a su habitación y lo apuñalará, no una, sino más de quince veces. Una forma horrible de morir. Así será, se lo puedo asegurar. Hágame caso y bájese ahora mismo que aún está a tiempo. 

   Haciendo caso omiso a mis comentarios, Ratchett fue hacia donde se encontraba Hércules Poirot y comenzó a hablarle. Decidí relajarme un momento y retirarme a tomar algo. Mi advertencia ya había sido dada. 

   El resto de la noche paso sin que volviese a hablar con Ratchett. Lo vi en el vagón comedor a la hora de la cena, junto a Héctor Mac Queen. Por momentos intercambió palabras con la princesa Dragomiroff y con Edward Marterman. Por mi parte, me senté  en una mesa alejado de la multitud, para poder tener una visión general de lo que acontecía. 

   Uno a uno los integrantes se fueron retirando a sus camarotes. Hice lo mismo y me acosté en una de las cómodas camas de madera laqueada que había conseguido a último momento. 

   Me quede dormido. Me desperté sobresaltado a la 1.37 am al escuchar un grito  desgarrador proveniente de uno de los camarotes. Como lo suponía, ese sonido escalofriante provenía del camarote de Ratchett. 

   De un salto me incorporé y salí al pasillo en bata y descalzo. Las puertas de los demás camarotes empezaron a abrirse una a una y sus integrantes se asomaron alertados por el grito. Oí a Cyrus Hardman preguntar en vos alta que había sido ese ruido. Me di vuelta y le dije que provenía del camarote de Ratchett, que estaba siendo asesinado y que había que derribar la puerta. 

   El americano me miró con extrañeza, sin embrago, con su mano golpeó fuertemente la puerta del camarote. Al instante, para mi asombro, la misma fue abierta desde adentro y  apareció Ratchett, de pie, a medio vestir y completamente despeinado. 

   Hardman le preguntó si pasaba algo ya que habíamos escuchado un grito proveniente  de su camarote. El anciano dijo que se había levantado al baño y con la luz tenue que provenía de su velador, se había llevado por delante la mesa de luz, cayendo de la misma un pesado apoya papeles sobre uno de sus pies, por lo cual había emitido un grito de dolor. Estaba sorprendido de haber sido escuchado por todos los integrantes de los demás camarotes. Aclaró que estaba todo bien y que retiren a descansar. 

   Todo el pasillo se había llenado de gente preocupada por el grito. Sin embargo, note que Hércules Poirot no estaba. Sorprendido me dirigí a su camarote. Fui a golpear la puerta pero, para mi asombro, la misma estaba entreabierta. Ingresé con mucho cuidado tratando de no despertarlo, sin embargo, cuando entré vi algo que me heló el cuerpo. En su cama estaba Poirot, muerto. En su frente tenía un agujero de bala perfectamente dibujado con un tatuaje de pólvora, del cual emanaba un hilo de sangre. 

   Desesperado salí al pasillo y comencé a llamar a los pasajeros que aún quedaban allí conversando. Los primeros en llegar fueron el conde y la condesa Andrenyi, ambos muy jóvenes para ser testigos de este evento tan sangriento. Anonadado los miré y,  agarrándome la cabeza con ambas manos, me puse a llorar. Ellos, sin entender nada, también me miraron. En ese momento escuche un ruido. Era una canción. Los tres nos miramos sorprendidos. La misma parecía provenir del bolsillo de mi bata. De pronto un elemento empezó a vibrar, metí la mano y lo saqué. Era mi celular que estaba sonando.  Alguien me llamaba. Era mi hermana, su número figuraba en la pantalla y esperaba que  la atendiese. 

   Los Andrenyi me miraban sin entender, alternando su vista hacia mi cara, hacia mi  celular y hacia ellos mismos. De pronto alguien empezó a sacudirme del brazo una y otra vez al tiempo que decía Marcos, Marcos, Marcos, Marcos ... 
*** 
   Munich, 2006 

   Desperté sobresaltado. Mi esposa estaba a mi lado y me llamaba una y otra vez. 

   -Marcos te está llamando tu hermana, atendé, capaz sea importante. Te quedaste dormido. 

   De repente mi mirada se posó en mis manos que sostenían un ejemplar de Asesinato en el Orient Express de Agatha Christie, abierto al medio, apoyado sobre mis piernas. Evidentemente me había dormido con el libro en la mano. Esa era la cuarta vez que leía esa obra de arte del género policial, aunque esta vez era especial. Sentado en un vagón del Orient Express me encontraba con mi esposa, tratando de hacer el circuito que alguna vez Agatha Christie realizó antes de escribir el libro. 

   Cuando volví la vista, mi esposa seguía mirándome y haciéndome señas, mirando el celular y levantando las cejas como esperando que atendiese de una vez. Igual ya era tarde, mi hermana había cortado. Me relajé un momento, la llamaría mas tarde. 

   No iba a visitar París e irme sin tener la posibilidad de subir a ese majestuoso tren del cual tanto había leído. Decidimos con mi esposa abordar el trayecto París- Viena y lleve mi libro favorito de Agatha Christie para leerlo en el mismo lugar donde había sido gestado. A diferencia de lo acontecido en el libro, el clima era maravilloso, permitiendo disfrutar de un paisaje soñado. 

   Quedé por un momento meditabundo ante la hipótesis de que hubiese muerto el gran Poirot, unos cuarenta años antes de que su autora lo hiciese aparecer por última vez en Telón, publicado en 1975. Seguramente, el curso natural de la literatura policial hubiese sido muy distinto. Sería imposible saber si muchos de los escritores posteriores a aquella época hubiesen existido sin ese tipo de inspiración. 

   Realmente viajar en el Oriente Express era un placer. Sus vagones tenían más de un siglo y el trabajo de mantenimiento era increíble. En su vagón comedor había asientos de cuero cubierto de impecables mantos blancos. Las mesas eran de roble inmaculado, cada una con un velador de época, generando un clima cálido y confortable. Sus camarotes tenían grifería de bronce, mármoles de Carrara y camas de maderas increíblemente pulidas y brillantes. 

   El tren estaba en ese momento en la estación de Munich, en la cual decenas de pasajeros bajaban y subían. Le dije a mi esposa que iría momentáneamente al salón comedor a buscar un vaso de vino. Estaba llegando a la barra cuando una señora me frenó y comenzó a hablarme. La miré detenidamente. Era una anciana de lentes, algo encorvada, de unos setenta u ochenta años, con un sombrero blanco con una rosa, que parecía haber sido traída de la época victoriana. Sin muchos preámbulos me tomó suavemente de la mano y comenzó a decirme. 

   -¿Marcos Leguizamón, no? -sin esperar respuesta de mi parte continuó-. Disculpe la molestia señor Leguizamón, pero quisiera hablar con usted. Mi nombre es Jane Marple y creo que su vida está en peligro. Mire a su alrededor y preste atención a toda esta gente que la está observando. 

   De pronto un escalofrío corrió por mi cuerpo. Noté como los latidos de mi corazón se aceleraban. Comprobé que cada una de las personas del lugar me estaba mirando. Un hombre de barba, de aspecto árabe. Una señora mayor que tenía un diario en la mano y ya no lo leía. Un hombre alto, de aspecto enfermizo que estaba tomando un té. Una adolescente que se encontraba al lado de otro joven, ambos con celulares en sus manos. Una mujer obesa que portaba una notebook. Todos y cada uno de ellos dejaron de hacer lo que estaban haciendo para mirarme. 

   Observé nuevamente a la anciana, al tiempo que escuché la bocina del Orient Express que anunciaba su inminente partida. 

   -Estimado señor Leguizamón, todos y cada uno de ellos tienen un motivo para asesinarlo, por lo cual le sugiero que abandone este tren de manera inmediata. Hágalo ahora mismo señor Leguizamón, que aún no partimos de Munich. Si deja pasar esta oportunidad, le aseguro que será demasiado tarde.