Bahía Blanca | Martes, 23 de abril

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Recuerdos de Alfonsín

La columna semanal de Eugenio Paillet, correponsal de La Nueva. en Casa Rosada.

Fotos Archivo La Nueva.

   Suele caerse en un lugar común para definir a Raúl Ricardo Alfonsín como el Padre de la democracia recuperada. Es una recurrencia altamente justificada, apenas con recordar su histórica decisión de sentar en el banquillo de los acusados a los dictadores del proceso militar que lo precedió cuando todavía los responsables de la peor tragedia de la Argentina contemporánea tenían poder de fuego.

   Como lo comprobó en carne propia el entonces presidente, por citar el hito más dramático de aquel arranque de un nuevo tiempo de libertades públicas y la palabra recuperadas, con el levantamiento de Semana Santa.

   Hoy se cumplen 35 años del triunfo electoral de Alfonsín sobre Ítalo Luder, y faltan 45 días para que se recuerde aquel 10 de diciembre de 1983, cuando desprendido de falsos vedetismos o de bipolaridades y berrinches permitió que la banda y el bastón que consagraban constitucionalmente el poder otorgado por el pueblo le fueran entregados por el último dictador, Reynaldo Bignone.

   No fue un gesto menor, y del anecdotario que aquí se pretende contar por haber compartido como cronista acreditado en la Casa Rosada la totalidad de su finalmente incompleto mandato, va el primero. "Richard" Pueyrredón, designado Director de Ceremonial, padre del cantautor "Banana" Pueyrredón y de una larga tradición en la diplomacia argentina, le sugirió que los atributos le fueran entregados por el vicepresidente, Víctor Martínez. "¡¡No!!, ellos tienen que devolverle al pueblo lo que le arrancaron el 24 de marzo del 76", fue su respuesta.

   Es cierto que Alfonsín era un "gallego cabrón", de punta a punta. No le gustaban los periodistas, como a casi ningún político, pero encontró en su vocero eterno, Nacho López, un gran dique de contención. Y un paraguas protector.

   Para empezar, el 11 de diciembre, un día después de asumir, ofreció su primera conferencia de prensa en el Salón Blanco. Abierta, con repreguntas, sin listas ni sorteos. Un ejercicio que repetiría varias veces en el tiempo, en un verdadero gobierno de puertas abiertas, hasta que la economía se empeñó en complicarlo y las respuestas comenzaron a escasear. Igual su trato con la prensa acreditada --en aquel arranque democrático cerca de sesenta entre turnos mañana, tarde y noche-- fue entre respetuosa y cordial.

   A las semanas de haber llegado, el presidente llamaba a los cronistas por su nombre de pila. Y se esmeraba en mostrar que se estaba gestando una afinidad personal pero siempre profesional. ¿"Ya fuiste papá"?, sorprendió una tarde con la pregunta a uno de ellos.

   Alfonsín transitó su presidencia con una austeridad conmovedora. Tenía dos trajes, uno color habano y otro gris "diplomático", que usaba alternativamente cada día o según la ocasión. Su valet, Ramón Gómez, pasaba cada mediodía delante de la Sala de Periodistas con esa pilcha en una percha: iba a la sastrería, que quedaba en el segundo piso, para darle una repasada de plancha y dejarlo impecable para la agenda de la tarde.

   En sus viajes en el viejo Tango 01, el presidente disponía adelante de una litera, con una cortinita que no disimulaba su vejez, por si quería dormir durante las largas horas de cruce del Océano. Pero él se la ofrecía gustoso a Anita, una señora mayor que le llevaba la agenda diplomática. Alfonsín cabeceaba en su butaca como cualquier hijo de gallegos.

   Rarezas de aquellos tiempos, su médico personal, el doctor Liceaga, lo revisaba un par de veces al día. Los cronistas seguíamos como una primicia ese dato. El veterano médico se acercaba a la Sala y anunciaba con una ancha sonrisa: "¡Trece nueve!". Era la presión arterial del presidente y una señal de que todo marchaba bien.

   Son memorables sus tenidas gastronómicas de aquel entonces en el restaurante Lalín, junto a ministros y correligionarios, hasta que promediando su mandato el doctor Liceaga ordenó un rajante régimen de comidas para bajar de peso, cuando la barriga ya era prominente. Alfonsín sufría, y no lo ocultaba, lo que a partir de entonces era su almuerzo en el comedorcito que estaba junto a su despacho: fetas de jamón crudo y queso, y una ensañada verde. Para beber, un vaso de agua.

   Otro dato poco conocido de Alfonsín era su aversión a los viajes, en especial al exterior. Con todo fue de los mandatarios que más giras realizó alrededor del mundo. Para el presidente eran un calvario, pero en especial porque lo obligaban a abandonar "el día a día" de la gestión y la política local. Y no veía la hora de volver.

   En un regreso desde la India, hubo que apelar a toda la muñeca de Nacho López para que aceptara una escala "para acomodar el huso horario" en la isla de Papeete, en la Polinesia. Alfonsín no quería saber nada porque pensaba que la prensa en Buenos Aires podía criticar semejante dispendio.

   Ya fuera de la presidencia, cada tanto convocaba a algunos acreditados con los que había hecho buena miga o a sus oficinas de la avenida Santa Fe o a una conocida parrilla de la calle Lavalle, para hablar de bueyes perdidos, o no tanto. Ya no estaba el doctor Liceaga con sus insufribles fetas de jamón y queso.