Bahía Blanca | Sabado, 20 de abril

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Remontar vuelo de la mano de Dios

De aquella tarde de 1978 en la cancha de Olimpo, a la nublada mañana de noviembre de 1991, en la playa de Marisol.

Mano a mano con Diego. Inolvidable.

Por Ricardo Aure (*)

(Nota publicada en la edición impresa)

   Tantas veces trataron de cortárselas. Tantas, que al final se quedó sin esas piernas con las que se las ingenió para gambetear entre cumbres y precipicios o entre las más brillantes luces y las más profundas oscuridades. Fiel a sí mismo, sin filtros ni términos medios.

   Y ya sin fuerzas, agotado su corazón audaz, tuvo que pedir el cambio. Pero nadie podrá reemplazarlo por estas canchas terrestres. No será el retiro. Ni lo piensen.

   Ahora, libre de carencias o excesos, de  bendiciones o condenas y, sobre todo, de un cuerpo al que había castigado demasiado, El Diego, haciendo jueguito con su pelota sin manchas, podrá ser un barrilete cósmico, esta vez,  si se la merece, de la mano de Dios.

***

   Gracias al periodismo, me acerqué al Diego el 13 de mayo de 1978. El  jefe de la sección Deportes de la Nueva Provincia (Roberto Cortina Bazán), me puso ante una de mis primeras grandes pruebas en el diario: contar lo que pasaba en el banco de suplentes y los vestuarios de la Selección  Nacional, que esa tarde, en el estadio de Olimpo,  disputó el último amistoso antes del Mundial.

   Fue 7 a 0 frente a un combinado de la Liga del Sur. Y allí quedé deslumbrado con Fillol, Passarella, Bertoni, Kempes…  sentado junto a César Menotti, y el doctor Oliva, el médico del equipo.

   A pasos, El Diego, con sus 17 explosivos años, estaba fastidiado. No veía la hora de entrar. Y entró un ratito, como para conformar a la muchedumbre que lo aclamaba. Creo que ya presentía la decisión del DT. Menotti, unos días después, terminó por excluirlo del plantel que levantó la primera copa para el fútbol argentino.

   Pasó todo lo que pasó con el paso de tiempo, hasta que en la nublada mañana del martes 5 de noviembre de 1991, volví a verlo de cerca a 192 kilómetros de Bahía, en el Club de Pesca de Marisol, esa inmensa playa de Oriente, donde El Diego, ya con 31 años, buscó refugio tras ser suspendido por varios meses mientras brillaba en el Nápoli. 

   Quería rehabilitarse con la asistencia de un neurólogo de Tres Arroyos, de apellido Tringler, el que a punto estuvo de golpearme, enardecido por la “molesta presencia de un periodista”. Me salvó Nino Malaspina, el fotógrafo que me acompañó, quien puso la cara por mí, y hasta pudo poner los puños de haber sido necesario.

   Lo cierto es que, grabador de mano de la época, interrumpí la sobremesa del Diego y le pregunté lo que pude. No mucho. 

   “No vine a dar reportajes. Además, me siento un ex jugador”, recuerdo que me dijo muy serio,  pero creo que no se lo creí. Y él tampoco. 

   Había almorzado corvina y pescadilla al horno que le preparó Cecilia Sein de Echeverría. Se alojaba en una de las 232 casas que tenía Marisol, y que le había prestado un comerciante de La Plata.

   “¿Por qué, aquí? Este paisaje me ayuda. Puedo descubrir la gente buena que todavía hay en la Argentina. En Buenos Aires se perdió el respeto. Quedan el poder y muchas cosas feas. Aquí, queda la pureza”.

   Con Yanina en brazos, se fue caminando por un sendero enmarcado por gigantescos eucaliptus, en busca de Dalma y de Claudia.

   “Mi felicidad no está en los estadios repletos o las tapas de las principales revistas del mundo, sino por estar en casa con Claudia y las nenas, y disfrutar de mis viejos, que ojalá Dios no me los lleve nunca. Ya pasé por la gloria y por mis equivocaciones”. Apagué el grabador. Se perdió en la siesta. El profundo silencio de la villa se alteró. El Diego mataba su tiempo con  sesiones de tiro al blanco.

***

   Supe de la partida de Diego Armando Maradona el miércoles a las 13.06, por un mensaje de whatsapp. “Murió Maradona”, decía.

   Y me empezaron a salir estas palabras, casi de repente, mucho antes de leer todo lo que supuse que escribiría, o de escuchar todo lo que, tarde o temprano, escuché y vi.

   Me esperancé en no decir lo mismo. Seguramente, lejos estuve de conseguirlo.

   Maradona no ha muerto. No podrá. Ya tenía firmado el pase a la eternidad.

   * Ricardo Aure entró a “La Nueva Provincia” como cronista volante, en marzo de 1973, y se retiró como redactor, en marzo de 2016.