Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

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Un paréntesis de 30 años

Luego de más de tres décadas, la bahiense Esmeralda Amodeo, radicada en Islas Mauritius, pudo concretar su deseo de volver a sus orígenes y reconstruir su propia historia.

En la Avenida Alem y frente al Teatro Municipal, el lugar que contribuyó a formar su personalidad.

Por Cecilia Corradetti

Ccorradetti@lanueva.com

Fotos: Emmanuel Briane y Pablo Presti / La Nueva.

 

 

   Bahía Blanca, martes 26 de noviembre de 2019.

   La mañana, templada, primaveral, no puede ser más perfecta para recibirla. La ciudad, repleta de jarcarandás en flor, huele a jazmines.

   A Esmeralda Amodeo le estalla el corazón.

   Respira hondo y llora como una niña. Llora sin parar, como si no la estuvieran viendo. Llora y devora cada centímetro de la ciudad mientras brotan los flashes de su vida. Llora, se ríe, tiembla. Camina, se detiene.

   Contempla a su alrededor sin poder creer que 30 años hayan transcurrido en un abrir y cerrar de ojos.

   Hacia lo alto, observa el cielo azul de Bahía, ese cielo que tanto añoraba. Por primera vez en su vida disfruta el cielo tanto como el viento.

   Hacia abajo, revive las veredas acanaladas tan particulares que sólo aquí existen. Camina en una nube.

   Qué ironía. Su casa natal, a la que denominaba “La quinta”, ya no está y, sin embargo, el barrio luce intacto.

   En la esquina, otra vez se le remueve hasta lo más profundo: la panadería de Zapiola y Casanova, que despide un particular aroma a factura recién horneada, la transporta a su niñez. A “Robert”, su papá, comprando carasucias para desayunar.

   ¡Carasucias! Son tan propias de Bahía que casi se le habían borrado...

***

   Viernes 15 de abril de 1988.

   Roberto Amodeo, descendiente de una de las tradicionales familias propietarias de varios cines bahienses, y María Elisa Corti Galtier, “Lizet”, única hija de un matrimonio de alta sociedad, eran unidos y soñadores.

   Aquel día, con esa misma ilusión, decidieron emprender junto a su familia un viaje a Europa en busca de nuevos horizontes.

   “Robert” y “Lizet” se habían puesto de novios durante la adolescencia y el amor perduró hasta los últimos días de ella, en 2004, en Niza, Francia.

   Jóvenes, intelectuales, amantes de la buena música y de la cultura, en ese entorno educaron a Esmeralda, que también era sociable, ocurrente y divertida.

   Su carisma la llevó a cosechar amistades –y los primeros amores-- en cada lugar que frecuentaba, como la escuela de danzas, Teatro Municipal, y los colegios Normal y Nacional, así como el Club Argentino.

   Además, amaba ir a Los Moriscos, en Monte Hermoso, donde pasaba eternos veranos con sus amigos del barrio.

   Por eso, aquel día de abril y con 17 años, dejó Bahía con el corazón dividido entre la esperanza y la desazón.

   Dejaba todo lo que para una adolescente era la vida misma: su primer amor y sus amigas queridas. 

***

   Durante todos estos años corrió agua debajo del puente: partió una niña con personalidad que supo salir adelante ante cada obstáculo y regresó una mujer con temple y experiencia de vida.

   En Italia, tan lejana, tan desconocida, sintió el desarraigo en carne propia. Luchaba día a día por salir adelante. Culminó la secundaria en la Embajada Argentina de Roma y comenzó Lenguas Extranjeras en la Universidad de Sapienza.

   La experiencia en Roma resultó enriquecedora, pero más tarde decidieron mudarse a Niza.

   Consiguió un empleo como azafata terrestre en Air Littoral y empezó así otra etapa trascendental. Es que, con su belleza y simpatía, enseguida se convirtió en el centro de sus compañeros.

   Fue así que, poco después, quedó flechada por un piloto joven y apuesto, Fréderic Bru.

   Se casaron y nacieron sus hijos, Lucas y Victoria. Más tarde, su esposo, que se desempeña en Air Mauritius, fue trasladado a Islas Mauritius, en el océano índico, al este de Madagascar.

   Desde 2005 viven en Tamarin, frente al mar, en un paraíso tropical donde el agua es transparente y la temperatura jamás baja de los 25 grados. 

***

   La actividad de su esposo y la iniciativa propia llevaron a los Bru-Amodeo a viajar por varios países.

   Paradójicamente, la Argentina se encontraba a un costado: por muchos años sentía que no podía.

   Pero ahora Esme había crecido. De a poco, la necesidad de volver empezaba a madurar.

   Casualidad o causalidad, en julio y, de paso por Miami, recibió un whatsapp de su amiga Juliana Feliziani, que vacacionaba allí.

   Y organizaron una cita. “Quedamos en un bar. Llegué y me estaba esperando. La vi idéntica. Nos abrazamos, no podíamos dejar de llorar”, evoca.

   Las lágrimas se convirtieron en risas, en recuerdos. El proyecto de viajar a Bahía tomaba forma de a poco. Juliana creó el grupo “Amigas x siempre” e incorporó a las cinco de toda la vida. Y así, con el pasaje en la mano, comenzaron a elaborar un cronograma: Buenos Aires, Bahía, Monte. Charla, salidas, reencuentros.

   “Nunca imaginé tanta demostración de amor. La amistad sigue intacta y es maravilloso. Nos reímos, lloramos, paseamos y hablamos hasta el infinito”, recuerda.

   Esme confiesa haberse sentido honrada y asegura que la fuerza de la amistad invariablemente la impulsó a tomar la decisión de visitar Bahía.

   “Estoy orgullosa de ser bahiense en cualquier lugar del mundo en el que me encuentre. Y me llena de satisfacción que mis amistades hoy se hayan transformado en la materia gris de la ciudad, con roles decisivos y en muchos casos éxito profesional y personal”, sostiene.

   Porque, más allá de su núcleo de la adolescencia, también tuvo oportunidad de mantener aquí cálidos contactos con su grupo de la infancia y de la escuela primaria, además de viejos amigos de su familia.

   Para ella fue una felicidad encontrar a todos con la esencia de siempre.

   ¿Qué sentiste en Bahía?

   —Una emoción difícil de poner en palabras. Sentí que mi corazón estuvo siempre aquí, en mi raíz. Los olores, los ruidos, el viento, el clima, todo eso me transportó a mi esencia.

   ¿Cómo encontraste la ciudad?

   —Conservada, repleta de monumentos y edificios modernos y también tradicionales que recorrí en detalle, como el Club Argentino, la Biblioteca Rivadavia, la plaza central, la Catedral Nuestra Señora de la Merced, los colegios Normal y Nacional, el barrio Palihue, el Club de Golf y el Parque de Mayo, donde volví a saborear los tradicionales cubanitos con dulce de leche. Avenida Alem sigue teniendo su encanto, con su increíble arquitectura, y quedé sorprendida con la gran cantidad de bares que se han emplazado en los últimos años. Fue hermoso recorrerla de noche, con su aroma a jazmines y jacarandás.

   ¿Qué opinás de la comida argentina?

   —Es la mejor y la más variada del mundo: me volví loca con el asado y con otras muchas especialidades que volví a probar después de años. Seguramente vuelvo con algún kilo de más.

   ¿Qué significó pasar por el Teatro Municipal?

   —Pura emoción, porque en ese ambiente crecí y marcó mi vida para siempre. La camaradería, la competición, la rigurosidad. Esa escuela me posicionó en la vida. Me enseñó el sentido del esfuerzo y formó mi personalidad.

   ¿Qué recuerdos guardás del teatro?

   —Fundamentalmente los de detrás de escena. El backstage era extraordinario, así como sus misteriosos recovecos, el altillo al que nadie accedía... En esa época también estudié flauta traversa.

   ¿Cómo se vive la amistad en la Argentina?

   —Diferente a otros países. Legítima, cálida, sincera. Ojo, tengo amigas en mi ciudad, pero acá fue asombroso comprobar el vínculo intacto. Además de matarnos de risa, mis amigas me acompañaron a recuperar mi pasado.

   Los recuerdos, extraordinarios, se agolpan unos tras otros. Y confiesa que regresa a Mauritius con el corazón repleto, aturdida, feliz.

   “¿Si siento que cierro una etapa? No, al contrario. Siento que la pude abrir”, grafica.

   Ahora es tiempo de procesar lo vivido y de seguir adelante con la actitud de siempre.

   Con el sabor de haber cosechado en pocos días la riqueza de 30 años de ausencia.

Monte Hermoso y un “ascensor de emociones”

    Monte Hermoso, “la playa de aguas cálidas más hermosa del mundo”, representa para Esmeralda su propia esencia.

   Con una memoria privilegiada, detalla, como si estuviese allí, adentro, su viejo departamento de Los Moriscos, donde transcurría veranos interminables; los médanos del sector oeste, la ciudad incipiente, los churros de “La Paleta Loca” y los boliches bailables.

   Pisar la arena de Monte fue un verdadero “ascensor de emociones”.

   Contempló con lágrimas los atardeceres inolvidables, los barrios más modernos, el Faro Recalada, los restos del espigón y las confiterías del centro.

   Y muy especialmente cada rincón del complejo donde jugaba de niña.

   “Entiendo que toda ciudad debe evolucionar, pero prefiero los médanos de los años '70 al litoral repleto de edificios que hoy muestra el paisaje”, reflexiona.

   Hoy, la vida la llevó a otra playa culturalmente rica, donde convive la diversidad en pleno contacto con la naturaleza.

   “Hay indios, negros africanos, chinos, blancos, franceses, ingleses que conviven en perfecta armonía”, señala.

   “Tuvimos la suerte de instalarnos en un sector costero frente al mar, algo raro incluso para los mauricianos, y eso nos permite un entorno inigualable y la práctica de surf y otros deportes de agua”, detalla.

   Siempre con la danza y el deporte como premisa, y luego de una rigurosa formación, Esmeralda se especializó en pilates clásico. “Me enamoré por su relación con la danza. Lo enseño y lo practico de modo integral a partir de un estilo de vida saludable”, resume.