Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

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Como Cabrera, Montenegro y Jordan

Por Bernardo Blásquez Di Croce

   Corría la década del 60 en Lituania, en la Unión Soviética de Nikita Kruschev, la de la desestalinización. Y un pequeño, de edad, pero no de altura, jugaba básquet en la escuela viendo a sus compañeros como intentaban bloquearlo cuando en realidad no llegaban incluso a obstaculizarle la visión.

    Había un sueño que evidentemente lo desvelaba al joven Arvydas, llegar a ser profesional, brillar para la selección de la URSS.

   Tal vez todavía no pensaba en la NBA, porque la Guerra Fría y su bajada de línea anti norteamericana era muy fuerte sobre las frescas cabezas de los preadolescentes que crecieron en el Bloque Comunista, pero ya Gorbachov se encargaría de ello, junto a grandes astros del básquet globalizado como Michael Jordan, Magic Johnson y Larry Bird.

   Mientras tanto, un hombre de cabeza rapada transpira, sabe que está tirando sus últimos tiros con la celeste y blanca.

   Al costado, sus amigos desde hace ya dos décadas, quienes corrieron junto a él por numerosísimas pelotas, que lloraron en la noche de Indianápolis cuando el árbitro no cobró la antideportiva contra Sconochini en el último segundo, que hubiese significado levantar la copa, como hizo el Diego aquella tarde de 1986 u Oscar Furlong allá lejos, en 1950, con el Luna Park hasta las manos.

   Década del 80, Bahía Blanca, calle Juan Molina, un nene acompaña a su padre a ver sus hermanos, y sueña, como Arvydas el Lituano, en jugar como los grandes, en llegar a ser grosso, como lo fue el Beto, Mandrake, el más grande de todos, o como el pibe que empezaba a desandar su camino profesional y ya resonaba por todos lados por su talento, el Loco, que la iba a romper en todos lados.

   Como soñaba el bahiense, soñaba el porteño, grandote, como el primer soñador, que miraba a su papá jugar en Primera, y anhelaba ser como él.

   Lo que nunca se imaginó es que no iba a ser como él, sino mil quinientas veces mejor, que él y que todos los ala pivotes que usaron la celeste y blanca.

   Pasa corriendo un petiso (para el básquet) cordobés de un metro ochenta, corta la jugada de los contrarios, yanquis, ásperos como tobogán de cemento, una verdadera máquina de tirar al aro.

   El cordobés no se achica, no le afloja, sabe que si está concentrado puede jugarles de igual a igual. Llega a la llave, tira la flotadora, imposible de tapar… Quemó los piolines, entró limpita. Doble para Argentina.

   Inicios de la década del 2000, Coronel Dorrego. Un pequeño regordete sin ninguna clase de talento pica la pelota en un parquét de madera de un gimnasio con techo de chapa.

   El técnico, un tal Bichango, sobrino de Bill Américo, quien le diera rumbo al quinteto de Mandrake, el más grande, aquel que se recitaba de memoria y sin respirar (como la máquina de River de Angelito y compañía) Fruet Cortondo De Lizas o Cabrera y Monachesi.

   Ese pequeño sin talento, era inhábil, pero no por ello dejaba de soñar, soñaba en ser como Michael Jordan, o como Shaquille O’Neal.

   Tal vez, pensaba medir 2.10 m, como leyó aquella vez en una revista en lo de su abuela, sobre un tal Olajuwon que jugó al básquetbol por primera vez a los 18 años y terminó dominando el mundo.

   O soñaba que la providencia divina lo dote de magia y lo convierta en un futuro Pivote de selección. Pasar de cero a todo, como ese nigeriano.

Avanza el tercer cuarto, la diferencia es inalcanzable. Los Americanos parecen mecánicos, no tienen fallas, encima son más jóvenes que su rival, esos sudacas que en 2002 y 2004 les hicieron comer tierra, que les hicieron entender que volcándola para atrás y haciendo alley_oops no serían mejor que nadie, sino que para ser mejores, había que respetar al del frente, mirar más para el otro lado del mundo y respirar un poco de básquet FIBA, y no tanto de la endogámica NBA con su Show Time y su All Star Dunk Contest.

   De todos modos, quien acomodaría esa cuestión sería el señor Popovich, clavándoles 5 anillos jugando un básquet de equipo y estrategia, en la cara de todas las estrellas de turno y exprimiendo el jugo de todos sus jugadores, tanto franquicia como de rol.

   Los Americanos, siguen ganando, uno oza volcarla en 360 grados, pero nadie lo aplaudió. No sos Kobe en la final papá, no busques cámaras, los lentes enfocan al pelado, al pibe de bahía de la calle Juan Molina, que entrenaba en Bahiense del Norte buscando ser como Jordan, que soñaba.

   Como soñaba el hijo de Arvydas, que quería pasar a la final sin cruzarse con el All America Team, y se dejó ganar vilmente por los españoles por 50 puntos, cosa que no se note que fue adrede.

   Pero eso no importa, a los NBA los tuvimos que atajar nosotros, salvo que esta vez pasaron indemnes, no como en Atenas que la miraron de costado mientras las de Manu, Chapu, Walter, Pepe, el Puma y Luifa entraban todas.

   Entonces ¿Quién afirma que no cumplieron sus sueños esos chicos? Sólo uno, en teoría, no lo cumplió, el pibe de Dorrego, que nunca tuvo una revelación de talento espontánea.

    Que siguió pagando 40 pesos por partido para jugar al básquet con sus amigos todas las semanas hasta que la rodilla dijo basta.

   Pero ¿Quién dice que no pudo ver sus sueños basquetbolísticos cumplidos? Por supuesto que sí, pero no los cumplió de manera directa.

    Los delegados a cumplirlos por él se llaman “La Generación Dorada”, y lo hicieron creer durante 15 años que podíamos ganarle a cualquiera, y eso, es más que suficiente.

   Hasta siempre muchachos, y muchas gracias.