Bahía Blanca | Martes, 19 de marzo

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Padres de nuestros padres

Ana y Juan están ansiosos con los preparativos: adecuar y decorar la habitación, colocar objetos peligrosos al resguardo, disponer un lugar para la ropa, restructurar sus horarios, comprar --tal vez-- alimento especial y si la situación lo requiere comprar pañales. Se enfrentan a estrenar una nueva “paternidad y maternidad”. Llega el momento en que deben ser padres de sus padres.

¿Los adultos están preparados para cuidar a sus progenitores de manera permanente? ¿Es una posibilidad que debería ser resignificada?

De acuerdo con el ciclo vital, y casi sin cuestionarlo, los seres humanos son hijos de sus padres, nacen, crecen dentro de un ámbito denominado familia, y pasado el tiempo quedan atrás los juguetes, el boletín de calificaciones, alguna rateada, el primer beso de la adolescencia, los estudios, el primer trabajo. Pareciera, como en un cerrar y abrir de ojos, que ese bebé que un día fue cobijado en el regazo de sus padres se vuelve adulto y vuela su propio vuelo.

Los adultos experimentan tener respuestas y certezas para los múltiples desafíos que se les presentan, sin embargo hay un momento en el que la incertidumbre acecha y es cuando integrantes de la familia transitan la cuarta edad, pues los padres o abuelos han envejecido, no pueden valerse por sí mismos y quienes los rodean deben dedicarles tiempo, asistencia, pero sobre todo afecto y compresión.

Así, por momentos se oscila del encuentro al caos, pues hay que tomar decisiones por ellos y ellos quieren conservar su autonomía a veces poniendo en peligro su integridad física. A su vez hay un deseo de ofrecerles cuidados y en ocasiones irrumpe el enojo ante los caprichos propios de la cuarta edad.

Si no hay limitaciones mentales, cuidar a nuestros padres y abuelos es un verdadero encuentro intergeneracional en el que se entrelazan nuestras convicciones y las de ellos, nuestros ideales, a veces diferentes a los de ellos, donde seguramente surgen discusiones y divergencias que se amalgaman con esas maravillosas dosis de lucidez y experiencias acumuladas.

No es fácil redefinir roles y modificar la estructura familiar cuando un adulto se vuelve dependiente de otros adultos. Y la situación se torna más compleja cuando se asumen ciertas tareas y cuidados sin desearlo, surgen conflictos, llegando a veces de manera cruel al maltrato.

Fabricio Carpinejar, escritor brasileño, dice que hay una ruptura en la historia familiar, donde las edades se acumulan y se superponen y que cuando uno de los padres “que te tomó con fuerza de la mano cuando eras chico ya no quiere estar solo; cuando el padre, una vez firme e insuperable, se debilita y toma aliento dos veces antes de levantarse de su lugar”. Todo hijo se convierte en padre de la muerte de su padre.

Los especialistas aconsejan escucharlos, darles la posibilidad de que formulen cómo quieren vivir sus últimos años; habrá pues que reasignar tareas y no delegar las mismas en un solo miembro de la familia.

Mi abuela Esther, con sus lúcidos y por momentos “cansados” 94 años, al igual que tantos otros mayores, plantea desafíos. Escucharla es un acto de amor, es ofrecerle un espejo en el cual mirarse y en el que puede advertir que sus enseñanzas han germinado y se traducen en gratitud. Ser padres de nuestros padres, cuidarlos, es retribuir el tiempo que por años nos dedicaron simplificados en pocas palabras: acá estoy, hasta el final.