Bahía Blanca | Viernes, 29 de marzo

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Los británicos de Buenos Aires se oponen a Su Majestad

El combate de la Vuelta de Obligado ha sido revalorizado como un acto de defensa de la soberanía nacional. No siempre se cuenta que la comunidad británica residente en Buenos Aires también rechazó el bloqueo dispuesto por la flota anglofrancesa.
Foto: Archivo-La Nueva.

Por Ricardo De Titto

Especial para “La Nueva.”

Entre fines de agosto y principios de septiembre de 1845, una imponente escuadra anglofrancesa apresó los barcos argentinos en el Río de la Plata, ocupó la isla de Martín García y desembarcó en Colonia, como bases de operaciones para forzar la marcha río arriba y abrir al comercio los puertos de Entre Ríos, Corrientes y Paraguay. Desde el 26 de septiembre, los anglofranceses inician un bloqueo sobre Buenos Aires.

Mientras Juan Manuel de Rosas encomienda la defensa al general Lucio N. Mansilla, la Sala de Representantes de Buenos Aires vincula el tema con las obligaciones de la deuda pendiente por los créditos contraídos con casas británicas. Ante el bloqueo, el gasto de defensa pasa a primer orden y el gobierno suspende los pagos del empréstito. Los bonholders sentirían en sus bolsillos el peso del decreto.

La comunidad británica, exaltada por la presencia de la armada de Su Majestad Británica, expresa reiteradamente sus prevenciones y su respaldo al Restaurador. Maxine Hanon realizó una ajustada síntesis que testimonia la solidaridad de los británicos para con Rosas y su gobierno: “El 24 de julio de 1845, poco antes de que Inglaterra y Francia interrumpieran relaciones diplomáticas con la Argentina, Charles Hotham, oficial a cargo de los buques de guerra británicos en la rada exterior del puerto, envió un memorando a los capitanes de buques mercantes de su bandera, en el que invitaba a los residentes británicos a retirarse de Buenos Aires. El documento reconocía que la protección brindada por el gobierno argentino a los residentes, y a sus propiedades, nunca había sido más completa y satisfactoria y que confiaba plenamente en que aquella protección continuaría, pero que, sin embargo, como oficial superior de la escuadra británica, era su deber proveer de transporte a quienes se quisieran ir del país”.

La nota, publicada en el British Packet --apunta Hanon-- mereció el siguiente amargo comentario de Thomas Love; “¡Qué magnánimo, aclamar la generosidad del gobierno argentino al mismo tiempo que se le infringen los mayores ultrajes! ¡Qué amable y considerado, proveer a los miles de súbditos residentes en este país la oportunidad de abandonar sus hogares y fortunas para instalarse en la sitiada ciudad de Montevideo! Por supuesto, sus rebaños y sus haciendas, y sus casas y sus tierras --en muchos casos producto de 30, 25, 20, 15 años de trabajo-- se cuidarán solos. ¡Qué augurio!”.

Pero la sensación de los británicos aporteñados, integrantes notables de la elite comercial, bancaria y ganadera, fue aún más lejos: “cientos de residentes británicos respondieron a esta invitación con una carta colectiva, dirigida a Lord Aberdeen, oponiéndose a la intervención armada, explicando por qué no podían irse y recordando a Londres que siempre habían sido especialmente protegidos por el gobierno de Buenos Aires”. En la prensa de la época se constata que en los dos años siguientes se publicaron decenas de testimonios de tono similar.

El 12 de agosto de 1845 se celebra el aniversario de la Reconquista de Buenos Aires de 1806. Casi cuarenta años después la ciudad es nuevamente acosada por fuerzas extranjeras, lo cual da una especial significación a la conmemoración. El 16, Rosas presenta un informe a la Legislatura que abarca desde los primeros documentos intercambiados con los enviados hasta la situación del momento, que “interesa no sólo a la Confederación Argentina, sino a todas las naciones de ambos mundos y, especialmente, a las del continente americano”.

Los espíritus se encienden: los diputados aprueban lo hecho por el líder y pronuncian discursos inflamados. Manuel de Irigoyen afirma que “la independencia nació en el peligro. [...] Nuestro deber es hundirnos bajo sus ruinas sin haber omitido sacrificio alguno para salvar a la patria”, y Eustaquio Torres subraya que “si la Confederación Argentina hubiera de consentir ceder un palmo por temor de los cañones extranjeros [...] más le valiera estar borrada de la lista de naciones soberanas”. Agustín Garrigós se explaya sobre los principios: “no hay causa más justa que el honor de una nación. […] No hay sino una sola opinión: resistencia al predominio extranjero. ¡Muerte o independencia!”.

El pueblo se prepara para la lucha, se producen reclutamientos y los milicianos realizan ejercicios diarios. Como muchos años antes, buena parte de la resistencia se confía en la población general. El periodista De Angelis escribe: “Rosas tiene una gran respuesta a quienes lo acusan de tirano, y es que los ciudadanos tienen las armas en sus casas”.

La fuerza anglofrancesa se integra con una parte estrictamente guerrera y otra comercial. Constituye la armada de mayor poder que se haya visto en nuestras aguas: reúne tres mil hombres de tripulación, casi mil infantes de marina, más de 90 bocas de fuego con muchas de gran calibre y tecnología de última generación. Por primera vez navegan el Plata buques de guerra a vapor. Los barcos mercantes suman cerca de cien. El general Mansilla despliega las fuerzas en un recodo del Paraná conocido como Vuelta de Obligado, al norte de San Pedro, donde el río se angosta, y allí monta las baterías. La artillería moviliza en total a 220 hombres y suma 35 cañones, de viejo modelo y, casi todos, pequeño calibre. Mansilla ordena cruzar el río con tres gruesas cadenas amarradas a 24 lanchones y a las anclas más pesadas que se consiguen: la demora que ocasionarían se aprovecharía para cañonear a las naves enemigas.

Sabido es que la flota de las fuerzas imperiales superó el obstáculo, pero el almirante británico Samuel Inglefield dejó un parte elocuente: “Siento vivamente que este bizarro hecho de armas haya sido acompañado con tanta pérdida de vidas, pero considerando la fuerte posición del enemigo y la obstinación con que fue defendida, tenemos motivos para agradecer a la providencia que no haya sido mayor”.

“[Aunque] los extranjeros hayan conseguido desmontar y despedazar las baterías de Obligado --señala el informe de Mansilla--, no por eso osarán a invadir nuestra tierra.” Y define una nueva táctica: “Las caballerías cubren los alrededores de aquel punto y no ocupan nuestros cobardes agresores más terreno que el que alcanza su metralla”. Reúne unos mil hombres en el campo del Tonelero. “Con éstas y con las fuerzas que los observan seguiré sus movimientos siempre a la mira de ellos, dando aviso de lo que ocurra”.

La decisión de Rosas y el heroísmo desplegado por las fuerzas argentinas impactaron en muchos unitarios, que decidieron sumarse al campo nacionalista, aunque los más recalcitrantes, como Florencio Varela y Valentín Alsina, festejaron la pírrica victoria anglofrancesa.

La repercusión del combate de Obligado fue inmensa. Desde Nápoles, el general San Martín envió su solidaridad con Rosas en una carta encabezada con el trato muy afectuoso de “Mi apreciable general y amigo”. Rosas contestó al Libertador en marzo de 1849: “Nada he tenido más a pecho en este grave y delicado asunto de la intervención, que salvar el honor y dignidad de las Repúblicas del Plata, y cuanto más fuertes eran los enemigos que se presentaban a combatirlas, mayor ha sido mi decisión y constancia para preservar ilesos aquellos queridos ídolos de todo americano. Usted nos ha dejado el ejemplo de lo que vale esa decisión y no he hecho más que imitarlo”.

La misión comercial aguas arriba terminó en un rotundo fracaso y el acoso militar desde las costas fue un verdadero problema para los invasores. Vista la situación, Inglaterra inició gestiones diplomáticas para acordar la paz y, a mediados de 1847, levantó el bloqueo. El 15 de mayo de 1849, finalmente, se firmó el acuerdo entre las potencias europeas y el gobierno de Buenos Aires. Luego de duras tratativas se convino que la navegabilidad de los ríos interiores era de soberanía argentina. El litigio con Inglaterra terminó el 24 de noviembre. París, inicialmente, lo rechazó pero, sin lograr cambios, el 31 de agosto de 1850, el representante de Luis Felipe firmó un acuerdo idéntico al anterior.

Además del respaldo de la comunidad británica, Rosas contó con un “arma secreta”. El ministro británico Lord John Hobart Howden le había declarado su amor a Manuelita, la hija de Rosas. Ella, por consejo de su padre, aceptó su cariño, pero “como hermana”, y el ministro, en pleno bloqueo, desde la fragata Raleigh le escribió en los nuevos términos filiales: “Mi linda, buena, querida, apreciadísima hermana, amiga y dueña”.

Manuelita Rosas, convertida, de hecho, en secretaria privada del gobernador, no ahorró diligencias y gestiones de buenos oficios hacia los enemigos. Cuando Gran Bretaña decide poner fin a la agresión, destina a un nuevo representante, Henry Southern. Manuelita lo agasaja con un paseo por la boca del Riachuelo. Violinistas y cantores amenizan en encuentro, se comparte abundante comida y los agasajados brindaron con vinos franceses y portugueses; el baile se extiende durante toda la noche. Mientras en las barrancas del Paraná el lenguaje había sido el de la sangre y los sacrificios, en las orillas del Plata todo era amistad, cordialidad y displicencia.

La presencia de Rosas y su hija en los círculos diplomáticos conquistó elogios incluso de quienes aparecían como enconados enemigos. “Un oficial francés” --que algunos sindican como el ministro barón de Mackau-- firmó unas consideradas opiniones en la Revue des Deux Mondes: “Rosas es gaucho entre los gauchos; pero ante un extranjero distinguido que quiere conquistar, el gaucho desaparece, su lenguaje se depura, su voz se acaricia, sus ojos se dulcifican, su mirada atenta y llena de inteligencia, cautiva”.