Bahía Blanca | Sabado, 20 de abril

Bahía Blanca | Sabado, 20 de abril

Bahía Blanca | Sabado, 20 de abril

Para leer en el Día del Niño: “Justino, el mezquino”

Para leer en el Día del Niño: “Justino, el mezquino”. Sociedad. La Nueva. Bahía Blanca

Por Sarah Mulligan / Facebook: Los Cuentos de Sarah Mulligan 

   Había una vez un niño sonriente y de mirada despejada, que se llamaba Justino. Una infinidad de pequeños rulos dorados bordeaban su rostro y era muy querido por todos sus compañeritos de la escuela.

   Una mañana, la maestra le regaló a cada uno de sus alumnos una llamativa caja amarilla y alargada con un gran moño colorado que contenía una regla.

   La tarea era medir objetos y anotar en un cuadernito las medidas de las cosas. Justino se tomó muy en serio la labor. En el bolsillo de su pantalón guardaba la regla, un lápiz y un pequeño anotador y ponía manos a la obra midiendo cualquier objeto que le llamara la atención. Una vez acabada la tarea, Justino hizo suyo el afán de calcular la medida de todas las cosas.

   Un buen día sus padres le regalaron una flamante cinta métrica. El regalo alegró muchísimo a Justino pues ahora podía medir mayores extensiones. Solía estirar la cinta de acero con gesto severo y jamás se olvidaba de hacer una pequeña anotación describiendo cada objeto y su medida. Como todo estaba calculado, Justino se convirtió, en muy poco tiempo, en un niño sumamente ordenado, pues cada cosa encajaba justo en el espacio que correspondía a su medida.

   Justino se apasionó por los cálculos. Sacaba cuentas permanentemente y muy pronto se convirtió en el alumno más brillante de la clase. Poquito a poco, la expresión de su rostro se volvió más agria. Una fina arruga fue afirmándose entre sus ojos.

   Como había aprendido a contar muy rápidamente, se volvió muy veloz para hacer reclamos ante cada injusticia. Si el kiosquero de la escuela le devolvía mal un vuelto, su gesto se descomponía y reclamaba lo suyo con gran firmeza. “Lo justo es justo”, decía Justino.

   Pasaba parte de su tiempo discutiendo con las personas hasta que lograba la justicia que reclamaba. Si un compañero hacía trampa cuando estaban jugando fútbol, Justino frenaba el juego, hacía el reclamo pertinente y discutía hasta lograr que se repitiera la jugada o se expulsara al infractor. “Lo justo es justo”, decía Justino.

   Cuando alguien se olvidaba sus útiles de la escuela, Justino le prestaba los suyos muy gustosamente, pero jamás dejaba de anotar el hecho en su cuadernito. Así, cuando era él quien se olvidaba algo en su casa, Justino sacaba a relucir sus anotaciones y pedía que se le tuvieran en cuenta sus anteriores préstamos. "Lo justo es justo”, decía Justino.

   También le gustaba contar los abrazos. Si su mamá sostenía upa a su pequeña hermanita doce veces en un mismo día, Justino reclamaba igual cantidad de abrazos. “Lo justo es justo”, decía Justino.

   Sin embargo, Justino tenía un gran corazón y le gustaba hacer importantes regalos. Como sentía un gran impulso de dar, se sentía generoso y le gustaba que los demás supieran cuán generoso era, por eso siempre entregaba los obsequios frente a otras personas y hacía cuanto podía para hacerles saber cuánto había gastado. Cada vez que podía, deslizaba comentarios acerca de lo que había regalado o las grandes acciones que había tenido hacia las personas, pues quería afirmar su imagen frente a los demás y, asimismo, temía que se olvidaran cuán generoso él había sido.

   La afición por medir todas las cosas y su particular sentido de la justicia lo fueron llevando a no dar nada sin esperar algo a cambio. Cuando entregaba esos grandes regalos, su corazón se estrujaba pensando que quizás sus amiguitos podrían aprovecharse de su generosidad. Si bien, al comienzo, Justino no medía a la hora de dar, sí medía con exactitud cuando se trataba de esperar una justa retribución por lo que había dado. Entonces, una vez que daba, no tardaba en hacer reproches cuando no recibía en la misma medida. Sus compañeros comenzaron a ver que Justino se había convertido en un niño complicado y resentido. El rostro de Justino se crispaba más y más. Sin embargo, Justino se justificaba: “Lo justo es justo”.

   Como Justino soportaba cada vez menos la idea de dar algo demás, fue disminuyendo su nobleza y comenzó a hacer cálculos antes de dar algo bueno a los demás. Sucedió precisamente cuando Faustina, la única compañerita de la escuela que seguía siendo amorosa con él, le regaló un pequeño chocolatín para su cumpleaños. Justino se sintió muy dolido al comparar ese mísero chocolate con la inmensa casa para las muñecas que le había regalado ese año a su amiga. Decepcionado, Justino comenzó a alejarse de ella. Aunque la niña siguió siendo amorosa, él ya no la buscaba para jugar. Volvía caminando solo desde la escuela hasta su casa y su corazón, que había sido generoso, se iba encogiendo más y más.

   Después de aquella desilusión ya no prestaba ayuda a nadie, dejó de jugar al fútbol en los recreos y solo regalaba chocolatines para los cumpleaños, pues quería asegurarse de que nadie se aprovechara de su generosidad. “Lo justo es justo”, decía Justino.

   Justino no tardó en involucrarse en pleitos y discusiones pues tomaba nota de las desigualdades que había entre lo que daba y lo que recibía. Sentía que él debía ponerle un límite a los aprovechadores y se esmeraba en aleccionar a todos los atrevidos que abusaban de su bondad. “Lo justo es justo”, decía Justino.

   Hacía tiempo que había dejado de ser generoso pero Justino no se daba cuenta. Le parecía que no había nadie más generoso que él en el mundo. Las personas lo respetaban, temerosas de sus reacciones, y se mantenían a una distancia prudente pero ya no tenía amigos verdaderos.

   Un fin de semana, Justino fue con su maestra y todos sus compañeros de excursión a la montaña. Como él no participaba de los juegos, pues ya nadie lo invitaba, Justino salió a caminar y vio un potente arroyo que bajaba de la montaña, cristalino y saltarín. Vio a unos niños beber sus aguas y un poco más adelante se encontró a unas personas que arrojaban basura en él.

   Indignado, Justino le preguntó al arroyo: ¿Cómo es, buen arroyo, que soportas esta gran injusticia? A todos les regalas tus aguas y los ingratos te usan y luego te ensucian sin piedad. ¿Por qué no les enseñas a estos que abusan de ti, y retraes tus torrentes y te secas para escarmentarlos?

   -No me toca a mí corregir a nadie. Yo he sido creado para dar a todos las nieves que se derriten y se convierten en aguas. Mi misión es saciar la sed de los animales y de los hombres, dar vida a las plantas y embellecer las faldas de las montañas. He sido creado para dar sin medida, dijo el dulce arroyo, haciendo sonar alegremente la melodía de sus cascadas.

   -Te equivocas, arroyo. Lo justo es justo y tú eres un tonto, respondió Justino.

   Justino atravesó una pradera regada por las flores y vio a un caballo dejando estiércol sobre ellas y a unos hombres haciendo fuego entre los árboles y arrojando desechos sin ningún cuidado.

   Indignado, Justino le preguntó:

   -¿Cómo es, buen prado florido, que soportas esta gran injusticia? A todos les regalas tu terreno fértil y tus flores pero los ingratos te usan y luego te ensucian sin piedad. ¿Por qué no les enseñas a estos que abusan de ti, y retraes tus tierras húmedas y tus capullos coloridos, y te secas para escarmentarlos?

   -No me toca a mí corregir a nadie. Yo he sido creado para dar a todos los brotes que se abren en coloridos pétales y en fragancias nuevas. Mi misión es dar a luz a los árboles que regalan su sombra a los hombres, dar vida a las plantas para alimentar a los animales y embellecer las faldas de las montañas. He sido creado para dar sin medida, dijo el prado arrojando una exquisita fragancia.

   -Te equivocas, prado florido. Lo justo es justo y tú eres un tonto, respondió Justino.

   Mientras Justino volvía por el camino y el sol le acariciaba con sus rayos las mejillas, vio a unos agricultores fumigar sin cuidado y, al ver herida a la atmósfera, Justino se volvió indignado hacia el sol y le preguntó: ¿Cómo es, bello cielo y hermoso sol, que soportáis tamaña injusticia? A todos les regaláis la luz y el aire y permitís que la vida florezca en la tierra, pero los hombres os agreden sin piedad. ¿Por qué no les enseñáis a estos que abusan de vosotros, y tú, sol, retraes tus rayos, y tú, cielo, dejas de soplar la brisa para escarmentarlos?

   -No me toca a mí corregir a nadie, dijo el sol. Yo he sido creado para dar luz tanto a los buenos como a los malos. Mi misión es dar a oxígeno a todo ser viviente y atravesar con mi brisa los pulmones de los hombres, dijo el cielo. ¡Hemos sido creados para dar sin medida!, dijeron el sol y el cielo a una sola voz, soplando sobre el flequillo de Justino un dulce y cálido vientito.

   -Pues estáis equivocados. Lo justo es justo y ambos sois muy tontos, respondió Justino.

   Atravesó Justino un poblado y vio a unos hombres moribundos y a una mujer colocando sobre sus frentes unos paños mojados con gran delicadeza. El niño intuyó que los hombres padecían una enfermedad contagiosa y se mantuvo lejos, midiendo la distancia con su cinta métrica. Entonces habló fuerte y le preguntó a la mujer:

   -¿Cómo es, mujer irresponsable que soportas tamaña injusticia? ¿Cuidas a éstos que ni las gracias te darán? Mañana sanarán y se olvidarán de ti, mientras tú te contagias de sus pestes y morirás sola y sin ayuda. ¿Por qué no cuidas tu pellejo y te alejas de aquí? ¿Por qué no dejas que los familiares de estos infelices se ocupen de sus enfermos? ¿Acaso no son ellos quienes abusan de ti? ¿Por qué no los abandonas y así les enseñas a ocuparse de los suyos?

   -No me toca a mí corregir a nadie, dijo la mujer humildemente. Yo he sido creada para amar sin medida. El amor no tiene en cuenta lo justo o lo injusto pues el amor no hace cálculos. Niño querido, si el amor cuesta, si duele, si es difícil, es buena señal. Porque solo ama quien ama sin medida, pequeño.

   Y al sentir la dulzura en la voz de aquella desconocida y la apacible mirada que lo atravesó, Justino calló.

   -Lo justo es justo. Pero es cierto que a menudo se busca lo justo por pura mezquindad- reflexionó.

   Aún temiendo contagiarse de la peste, el niño se alejó de la buena mujer y de los moribundos, se alejó del arroyo y del prado florido, y comenzó a llorar. Mientras las lágrimas caían sin descanso, unos brazos cálidos y silenciosos lo envolvieron.

   Faustina había encontrado a su solitario amigo tendido en la hierba. Le prodigó cuidados y secó su rostro; le regaló su callada ternura y no tuvo en cuenta su mezquindad. Con su simple presencia sin reproches, lo rescató de la prisión de aquella cinta métrica. Y lo amó sin medida.

Notas

   Autora e ilustradora: Sarah Mulligan (Todos los derechos reservados). Este cuento fue publicado en el libro: “El niño de los ojos de río y otros cuentos” de Sarah Mulligan. www.sarahmulligan.com.ar