Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

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Doctrina social y trabajo

Escribe Carlos R. Baeza

El titular de la Conferencia Episcopal Argentina monseñor Oscar Ojea acaba de señalar con referencia al proyecto de reforma laboral impulsado por el gobierno, que para la doctrina social de la Iglesia el trabajo no puede ser considerado una mercancía sino que hace a la dignidad de la persona.

Uno de los tópicos fundamentales de dicha doctrina es el relativo al trabajo humano y que llevara a decir a Pío XI que “el hombre nace para el trabajo, como el ave para volar”. Así, frente a las primitivas concepciones que veían en el trabajo, principalmente manual, algo innoble y degradante, la doctrina social eleva la actividad humana a un plano superior, considerándola como algo digno que no sólo no envilece a los hombres ni los hace esclavos, sino que por el contrario los ennoblece, haciéndolos señores de las sustancias que manipulan.

En primer término se señala que el trabajo deriva de la naturaleza humana, por así haberlo querido la voluntad de Dios, y mediante él, el trabajador puede transformar la naturaleza adaptándola. Al mismo tiempo, también se realiza a sí mismo como hombre al comprobar que no solo el fruto de su labor le permite la satisfacción de sus necesidades y las de sus semejantes, sino que asimismo responde al designio divino. En otras palabras: “la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios”. Asimismo, se destaca que el trabajo es uno de los medios por los cuales el hombre puede tener acceso a los bienes; y ello resulta necesario para cumplir el deber primario de la propia subsistencia y la de la familia; pero a la vez, permite al hombre su desarrollo y perfeccionamiento, con lo que se supera y trasciende, siendo que esa superación, rectamente entendida, se convierte en prioritaria frente a los bienes y riquezas materiales que ha podido acumular merced a su fatiga. Y una nota más demuestra ese carácter necesario del trabajo: es la posibilidad de colaborar al mejoramiento social que lleva de esa forma a servir a nuestros semejantes.

Finalmente, uno de los aspectos que la Iglesia se preocupa en resaltar en esta materia es el hecho de atribuir al trabajo humano una forma de participación en la obra creadora de Dios. Se parte de considerar que siendo el hombre creado a su imagen y semejanza, y habiendo querido que trabajara, esa actividad permite colaborar según las posibilidades de cada uno en la obra de la creación. En consecuencia, cuanto haga el hombre con su esfuerzo significa desarrollar y completar aquella tarea divina: “ya sea el artista o artesano, patrón, obrero o campesino, todo trabajador es un creador”; porque con la oblación de su trabajo a Dios “se asocia a la obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente, laborando con sus propias manos en Nazaret”.

Para la doctrina social de la Iglesia, el trabajo no puede ser considerado un fin en sí mismo, sino el medio que permite al hombre alcanzar las consecuencias vistas recién. No puede terminar en las cosas que el hombre produce y las que adquiere como consecuencia de su trabajo y el de sus semejantes, sino en Dios.

Ya Pío XII enseñaba que la productividad no es un fin en sí misma, y que nuestro tiempo se caracteriza por el contraste entre un inmenso progreso científico y técnico, pero a la vez, por un regreso humano que había transformado al hombre “en un gigante del mundo físico a costa de su espíritu reducido a pigmeo en el mundo sobrenatural y eterno”. No debe caerse en la tentación de pensar que la Iglesia reniega de tales adelantos, pues como se vio, dignifica la actividad humana que tiende a lograr progresos científicos y técnicos que, en definitiva, redundan en beneficio de toda la sociedad. Lo que no debe perderse de vista es que son solo instrumentos “o medios que se utilizan para la consecución más eficaz de un fin superior, cual es el de facilitar y promover el perfeccionamiento espiritual de los seres humanos, tanto en el orden natural como en el sobrenatural”. “La tecnocracia del mañana puede engendrar males no menos temibles que los del liberalismo de ayer. Economía y técnica no tienen sentido si no es por el hombre a quien deben servir”. Por ello, “Cristo no aprobará jamás que el hombre sea considerado -o que se considere a sí mismo- únicamente como instrumento de producción”.

En este sentido, Juan Pablo II, en su histórica visita a Bahía Blanca, enseñaba que la gran tentación del hombre moderno es que, olvidando a Dios, pueda llegar a creer que todo le es posible basándose sólo en su fuerza y poder humanos. Recordaba la Escritura cuando aconsejaba tener presente que era Dios el que daba la fuerza necesaria para alcanzar la prosperidad que el hombre creía conseguir por sus propios merecimientos; y aseguraba que esta recomendación resultaba particularmente oportuna en el momento actual, en el cual, el progreso de la ciencia y la técnica, hacen que la criatura olvide cada vez más a Dios que es el principio de todas las obras y de todos los bienes que encierra la tierra y el mundo creado.

Como síntesis de estas enseñanzas podemos concluir en que para la doctrina social de la Iglesia, el trabajo es una actividad digna, natural y necesaria y un medio a través del cual el hombre puede adquirir los bienes necesarios para satisfacer sus necesidades vitales y las de su familia; a la vez que, colaborando con la obra creadora de Dios, tiende a lograr su perfección y trasciende para servir igualmente a sus semejantes.