Bahía Blanca | Jueves, 25 de abril

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Ser argentino: ni privilegio ni fatalidad

Escribe Francisco Luis Blanco / Bahía Blanca
Ser argentino: ni privilegio ni fatalidad. Opinión. La Nueva. Bahía Blanca

Futuro. Los argentinos nos sentimos defraudados por nuestra sociedad, traicionados por los gobiernos, abandonados y/o avasallados por el Estado. Creemos que nuestro país no tiene remedio y, desmoralizados ante un diagnóstico que juzgamos irreversible, nos replegamos, nos ensimismamos, nos aislamos. Nos volvemos individualistas.

Rechazamos a esta sociedad que no nos contiene, a las administraciones que nos esquilman, al Estado que nos descuida o nos expolia. Nos consideramos legitimados para escatimar en nuestro aporte a la comunidad, no sentimos que debamos contribuir ni que nos sean exigibles obligaciones para con la sociedad.

Los impuestos se nos antojan exacciones; elementales normas de convivencia, restricciones intolerables. Perseguimos nuestro interés individual de una manera antisocial. El argentino en la función pública no se interesa mayormente por la suerte del compatriota que acude a su escritorio, llega incluso a depredar los recursos del Estado ante la indiferencia y la pasividad de los administrados, que no vemos a la cosa pública como propia. No tenemos cabal conciencia de que convivimos y, a veces, ni siquiera registramos la existencia del otro. Cuando conducimos sin respetar normas, ensuciamos los espacios comunes o evadimos el cumplimiento de nuestra contribución, estamos negando al prójimo. Despreciarlo fuera acaso mejor, pues importaría reconocerle una entidad. Cada quien procura su propia salvación.

Aferrados a la tablita con la que apenas nos mantenemos a flote, no imaginamos siquiera la posibilidad de un arca que nos contenga a todos. Repudiamos a esta sociedad que nos frustra. En el fondo, no queremos formar parte de ella, preferiríamos estar en otro lugar, ser buenos ciudadanos de otro país. Incapaces de construir algo mejor desearíamos ser trasplantados a un país en funcionamiento, ya hecho. Y si para nosotros no es posible, lo ambicionamos para nuestros hijos. Estamos solo con el cuerpo, nuestras almas y nuestras mentes están en otra parte, no tenemos la voluntad de estar unidos ni de hacer grandes cosas juntos. No atinamos a arraigar ni a desarrollar el espíritu de comunidad, para eso sería necesario sabernos parte de algo grande, de algo bueno. Y lo que tenemos no nos parece ni lo bastante grande ni lo bastante bueno. Y lo denigramos, nos denigramos. No damos lo mejor de nosotros a nuestra sociedad porque no la amamos, no nos enorgullece, no nos importa. Ella no lo merece. Al fin y al cabo, nos defrauda sistemáticamente. Mi compatriota no es merecedor de mi sacrificio, en definitiva, ¿qué ha hecho él por mí? O tal vez pensemos que ante semejante descalabro nuestro aporte individual es insignificante. Tanto, que ni vale la pena intentarlo.

Pero nuestro granito no es insignificante, es lo más importante del mundo. Para el compatriota menos afortunado que acude al hospital público, para el ciudadano que aspira a que el funcionario se comprometa a la solución de su problema. Para todos, que necesitamos del respeto y de la consideración del otro en la diaria interacción. Es ilusorio esperar a que las cosas cambien para recién entonces cambiar nosotros. El verdadero cambio comienza en uno mismo, en su propio corazón, no hay otro modo, no hay otra fórmula. La sociedad en la que deseamos vivir no se concibe en los despachos de un ministerio ni la organizan los tecnócratas, la construye diariamente quien busca su progreso sin economizar sobre la contribución de los menos afortunados; el funcionario que encuentra en el honesto y dedicado ejercicio del cargo un medio para trascender y no una oportunidad para enriquecerse a expensas del erario; el empleado público que pone empeño en servir al compatriota que acude a su repartición; el ciudadano consciente de que en cada una de sus acciones se juega el bienestar de todos. Y para ser el cambio que queremos ver en nuestra sociedad tenemos que aprender a amarla. Solo damos lo mejor de nosotros a aquello que amamos, solo alimentamos y cuidamos lo que amamos. Si hemos de estar aquí, tiene que ser con la mente y el corazón, a medias no sirve. Recién cuando los cargos públicos sean ocupados por ciudadanos con este espíritu, tendremos un Estado eficiente que sirva a las necesidades de la gente; recién cuando la política se nutra con argentinos con estas convicciones, tendremos gobernantes al servicio del pueblo y no de sus propios intereses.

¿Quién da el primer paso? Adelante está el vacío. “Ser argentino no es un privilegio ni una fatalidad”, según Julio Mafud en “Psicología de la Viveza Criolla”. Necesitamos asumir nuestra condición de argentinos y reconciliarnos con esa circunstancia, dejar de renegar de ella y abrazarla con humildad, hasta que deje de incomodar. Queramos los argentinos amar a nuestra sociedad. Queramos, de una vez y para siempre, echar raíces en este suelo e integrar una comunidad de espíritu con nuestros compatriotas. Tengamos la voluntad de estar unidos y de hacer grandes cosas juntos. Y no se me ocurre empresa en la Tierra que no seamos capaces de encarar exitosamente.