Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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¿Qué parte no entendieron?

Escribe Carlos R. Baeza

Ya hace largo tiempo que el gobierno viene enfrentando sin escrúpulo alguno al Poder Judicial, como si este fuera una dependencia más de la administración y no uno de los tres poderes que la Constitución organiza y en los que reposa el funcionamiento de la República.

Acostumbrado ya a someter al Congreso a su égida a través de la delegación legislativa; el dictado de DNU estando las cámaras en sesiones y sin que existan las condiciones que los legitiman, así como el tratamiento exprés, a libro cerrado y sin discusión alguna, de los proyectos que envía el Ejecutivo, creyó que podría igualmente subordinar al Poder Judicial a sus designios, sin tener en cuenta los principios republicanos en los que se sustenta su funcionamiento y que fluyen cristalinos del propio texto constitucional, el cual, evidentemente, no parecen entender.

Es que, como señalara Montesquieu, “todo se habría perdido si el mismo hombre, la misma corporación de próceres, la misma asamblea del pueblo ejerciera los tres poderes: el de dictar las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o los pleitos entre particulares”

En primer lugar es necesario recordarles que el Poder Judicial, a diferencia de los restantes, “es el poder de oír y determinar todos los casos de ley y de hecho que ocurran entre el gobierno y partes, o entre partes, bajo esta Constitución, la ley de las naciones (derecho internacional) y las leyes y tratados... que sean legalmente llevados a conocimiento y jurisdicción de cualquiera de las cortes o tribunales judiciales establecidos bajo la constitución” (Paschal).

Ello significa que la actividad jurisdiccional se ejerce en la solución de concretos conflictos entre partes, por lo cual no le compete evacuar consultas o formular declaraciones de alcance general, sino que para que sea posible la intervención de los órganos jurisdiccionales es menester la existencia de un caso.

Por tanto, no pueden los tribunales de la Nación resolver cuestiones en abstracto, sino casos judiciales, o sea que la facultad de los tribunales para interpretar las leyes se ejerce solamente aplicándola a las controversias que se susciten ante ellos.

En segundo término, y a fin de asegurar la independencia del Poder Judicial, el art. 110 de la C.N. le confiere la garantía de inamovilidad en los cargos, es decir, que a diferencia de los integrantes de los poderes Legislativo y Ejecutivo cuyos mandatos son objeto de periódicas renovaciones, los miembros del Poder Judicial son inamovibles en sus cargos mientras mantengan buena conducta y previa remoción mediante juicio político o jurado de enjuiciamiento, cuando así no ocurra.

Tal como lo pone de resalto Hamilton, de los tres poderes, el Judicial “será siempre el menos peligroso para los derechos políticos de la Constitución, porque su situación le permitirá estorbarlos o perjudicarlos, en menor grado que los otros poderes. El Ejecutivo no sólo dispensa los honores sino que posee la fuerza militar de la comunidad. El Legislativo no sólo dispone de la bolsa, sino que dicta las reglas que han de regular los derechos y los deberes de todos los ciudadanos. El Judicial, en cambio, no influye ni sobre las armas ni sobre el tesoro; no dirige la riqueza ni la fuerza de la sociedad y no puede tomar ninguna resolución activa”.

Finalmente, el principio de supremacía constitucional emergente del art. 31 supone que dentro del orden jurídico de un Estado coexisten normas de distinta jerarquía, todas las cuales deben estar subordinadas a la Ley Fundamental; y si ocurriere que una ley del Congreso o una norma emanada del Poder Ejecutivo entraran en conflicto con el texto de la Constitución, corresponde al Poder Judicial restablecer la jerarquía alterada.

Ello fue expuesto por el citado Hamilton, al sostener que “la interpretación de las leyes es propia y peculiarmente de la incumbencia de los tribunales. Una Constitución es de hecho una ley fundamental, y así debe ser considerada por los jueces. A ellos pertenece, por lo tanto, determinar su significado, así como el de cualquier ley que provenga del cuerpo legislativo. Y si ocurriere que entre las dos hay una discrepancia, debe preferirse, como es natural, aquella que posee fuerza obligatoria y validez superiores; en otras palabras, debe preferirse la Constitución a la ley ordinaria, la intención del pueblo a la intención de sus mandatarios”.

Pero el mismo autor aclara que “Esta conclusión no supone de ningún modo la superioridad del Poder Judicial sobre el legislativo. Solo significa que el poder del pueblo es superior a ambos y que donde la voluntad de la legislatura, declarada en sus leyes, se halla en oposición con la del pueblo, declarada en la Constitución, los jueces deberán gobernarse por la última de preferencia a las primeras”. Tal principio tuvo su consagración en los EE.UU. en el célebre caso “Marbury vs Madison”, y en nuestro país en el precedente de “Sojo”.

En conclusión: cuando los jueces argentinos investigan casos de corrupción -alguien que le avise al Coqui que cuando la Iglesia aludió recientemente a este flagelo no se refería a los privados sino a los gobernantes- no lo hacen por propia iniciativa sino frente a casos concretos que les son sometidos y que, a diferencia del gobierno, no los mueve el afán de revancha -“el principio de acción-reacción”, como lo calificó el mismo funcionario en una de sus matinales “coquideces”- sino solamente para cumplir la función jurisdiccional que constitucionalmente les compete. De allí que el “olor a calas” del ciclo que inevitablemente fenecerá en 2015 haya hecho resurgir el lema que ya señaláramos en otra nota (“Algún día serás carátula”) y que todo conduce a pensar que el desfile de presuntos corruptos por Comodoro Py será intenso.