Bahía Blanca | Jueves, 18 de abril

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Juridismo, vida y política

Escribe Alberto Buela

Es sabido que fue Platón quien fijó, por primera vez en la historia, el esquema de las denominadas cuatro virtudes cardinales, término que viene del latín cardo que significa gozne o quicio.

Así la prudencia, justicia, fortaleza y templanza son las virtudes sobre las que giran el resto, que son múltiples y variadas según los autores, las épocas o las escuelas de filosofía.

Ahora bien, la teoría de la virtud, y esto corresponde a Aristóteles, sostiene que ella es el término medio entre dos extremos opuestos, así el exceso de prudencia es la cautela excesiva o inmovilismo y su defecto la precipitación.

En la fortaleza, el exceso es la temeridad y el defecto la cobardía.

En la templanza, el exceso es la insensibilidad y el defecto el desenfreno.

Pero como en ética no se puede exigir una exactitud matemática, el término medio de las virtudes siempre estará inclinado más hacia uno de los extremos: la prudencia más hacia la cautela excesiva, la fortaleza o valentía más hacia la temeridad y la templanza más hacia la insensibilidad.

En una palabra, se inclinan un poco más hacia su exceso que hacia su defecto. Pero ¿qué pasa en el caso de la justicia?

Es un lugar común afirmar que la justicia no tiene exceso, pues es muy raro encontrar a alguien demasiado justo o más que justo.

Sin embargo, el juez con la equidad y el santo con la misericordia van más allá de la justicia dando más de lo que corresponde, a pesar que muchas veces esos actos conllevan injusticia.

Ahora bien, si nos acercamos a la justicia desde la conducta justa vemos que ella es el término medio entre padecer injusticia o cometer injusticia.

Entonces podemos afirmar que la justicia es término medio de sí misma, mientras que la injusticia lo es de los extremos.

Hemos intentado explicar en breves líneas la justicia como virtud para poder aproximarnos con un conocimiento previo al hecho que queremos describir: la cada vez mayor judicialización de la vida cotidiana y de la política en nuestras sociedades de esta primera parte del siglo XXI.

Nosotros, en nuestra organización familiar y política, somos dependientes aun del derecho romano y de la filosofía griega.

En este sentido, ellos definieron la justicia como suum quique tribuere, dar a cada uno lo suyo.

Y sobre esa base y aquella teoría de la virtud construyeron un mundo que, aunque cascoteado, en muchos aspectos dura hasta hoy.

El hombre contemporáneo vive en sociedad bajo la forma jurídica, y el que no quiere hacerlo queda fuera de la humanidad.

Se repite hasta el hartazgo que el derecho de uno termina donde comienza el derecho del otro, pero lo que sucede, de facto, es que nadie practica libremente la autolimitación, sino que todos practican la autoexpansión.

El ejemplo más elocuente es el de las grandes compañías multinacionales, donde existe una patronal difusa y por ende no responsable, que firman con los gobiernos contratos, que en los papeles son intachables, pero que en los hechos, siempre son transgredidos.

Así, las multinacionales petroleras, mineras o pesqueras terminan no contabilizando lo que realmente extraen, destruyendo el medio ambiente, envenenado los ríos y depredando los mares, entre otras catástrofes y tragedias varias, por todos conocidos.

Se genera así un conflicto que solo puede recibir una sanción jurídica que siempre es tardía, limitada y no reparadora.

Y si bien es cierto que en las sociedades totalitarias no existe una justicia imparcial y entonces la vida se hace insufrible, en las sociedades democráticas limitadas solo a la forma jurídica la vida se hace mediocre.

El control democrático reducido a las formas jurídicas es lento, formal, pesado y no es una influencia benéfica para la sociedad.

Primero, porque consolida el simulacro político-económico como matriz de dicha sociedad y, segundo, porque mutila al hombre en su capacidad de poder ir más alto, de elevar sus metas.

Al respecto afirma el escritor ruso Alexandre Soljenitsyne: “Una sociedad que se instala sobre el terreno de la ley, sin querer ir más alto, utiliza solo débilmente las facultades más altas y elevadas del hombre”1

El hombre, esto es, el varón y la mujer, no está en la tierra solo para tener, jurídicamente reglado, su auto, casa, pareja, hijos, trabajo, vacaciones.

Esto no está mal y es preferible que todos lo tengan, pero esto no alcanza para lograr la plenitud de hombre.

Lo grave hoy día es que el juridismo ha invadido toda la actividad política y ésta ha cedido su carácter de arquitectónica de la sociedad. Ej. el reciente gobierno de Macri en Argentina y el más reciente de Temer en Brasil, pretenden solucionar todo por vía judicial.

Han renunciado a la decisión política de poner a disposición del poder ejecutivo a los mega ladrones de los gobiernos anteriores, con lo cual ninguno va preso y todos siguen disfrutando de sus magníficos robos.

Así, judicializar la política es el simulacro más grave y pernicioso que se le hace al sistema democrático.

Y si a eso le sumamos que el discurso político, no lo hacen ya los políticos, sino los medios masivos que lo pregonan a través de sus “analfabetos locuaces”, los periodistas; llegamos así al extrañamiento perfecto de la vida y la sociedad contemporánea: mediocre y estupidizada bajo un pensamiento único.