Bahía Blanca | Sabado, 20 de abril

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Una Argentina dividida

Escribe Alberto Asseff

No puede ser, pero es. Es inconcebible, aunque triste realidad, que pasados más de 200 años de existencia sigamos a las andadas, practicando el torpe ejercicio de dividirnos. Pretextando monumentales causas o planteando solemnes disyuntivas –patria o colonia, por ejemplo-, parece que es un motivo de regocijo levantar muros entre nosotros. Tienen más eco quienes generan abismos que los que construyen puentes. Presuntamente es idiosincrático, pero lo cierto es que nos hizo mucho daño desde los albores del país. Incluyo el mal que significó fracturar políticamente en tres países la cuenca del Plata-Paraná-río Paraguay y también en tres la región continental andina-Pacífico.

Que en este año 2016 no seamos capaces de ofrendarnos siete Políticas de Estado –Instrucción, Internacional, Institucional, Inseguridad y corrupción, Inversiones, Infraestructura y Equilibrio geográfico del desarrollo– parece un dislate propio de una nación inmadura, a partir de las notables carencias de su dirigencia.

En la grieta de este tiempo –como en las precedentes, pero con signos inequívocos de agudización– hay una sobredosis de fanatismo, una patológica ideologización y mucha hipocresía. Todo es acérrimo, está mal vista la moderación. La vehemencia le gana por varios cuerpos al razonamiento.

Uno de los polos arguye que es la inclusión, la igualdad, las políticas públicas y el combate a los privilegios y a los poderes concentrados. Sin embargo, al perder el poder, sus marchas son por los ñoquis, por las prebendas, por la intermediación de la asistencia social y las canonjías que se ven amenazadas por el cambio.

La contraparte intenta ser integradora so riesgo de ponerse una venda ante tantas desmesuras –y corrupción– que se padecieron durante largo tiempo. Es harto compleja la estrategia. Si se desenmascara el cinismo y la putrefacción se podría incurrir en un ahondamiento de la grieta disociadora. Empero, si se mira solo para adelante –que prima facie es el anhelo de la inmensa mayoría–, se corre el riesgo de cristalizar la corrupción y dejarla impune. Implicaría arriar legítimos objetivos y opacar hasta diluir el cambio. Una vez más, el camino pasa por el medio, el más difícil de todos. Ya lo dijo el ‘filósofo: ‘¡Oh sentido común! Eres el menos común de los sentidos’.

Existe otra acechanza: que a la ideologización –desgraciadamente, además, sustentada en dogmas atrasados y redondamente fracasados en el mundo entero– se la contraste con otra de signo opuesto. A una cerrazón se le contestaría con otra. Es un peligro que debemos eludir como al diablo. Verbigracia, al estatismo vetusto se le respondería con el añejo “dejar hacer” y con el Estado distraído. Otra vez, ¡por favor, equilibrio!

En lo atinente a la desideologización, es oportuno establecer que no es sinónimo de despolitización. Sufrimos de muy mala política durante años. El cambio no puede ser la no política, sino mejor política. Encontrar este punto es crucial para el encauzamiento de la Argentina.

Mientras, es desopilante que los ñoquis marchen o que doce amigos le ‘regalen’ un auto lujoso a una líder social-prebendaria que pudo hacer, como mínimo, un 50% más con los recursos dinerarios nacionales, que se le derivaron por encima de las instituciones del Estado, simplemente si hubiera sido honrada y bien controlada ¡Claro que las organizaciones sociales pueden contribuir y mucho al desarrollo humano de los argentinos! Pero sin control, esos fondos se desorbitan ineluctablemente hacia la peor corrupción, la que le hurta directamente a los pobres.

En fin, la vida exige una cuota de emociones que estimule al corazón y los sentimientos de las gentes y la buena política clama al cielo por un poco de racionalidad y de mucha honestidad administrativa. La ecuación es sencilla. La clave se halla en la impunidad. Si ésta es quebrada, se puede vislumbrar un futuro mejor.