Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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Occidente contra occidente

Escribe Agustín Laje

Los recientes atentados en París visibilizaron, una vez más, el hecho de la guerra. Como si su existencia dependiera de que con sangre nos fuera recordada,esa guerra se vuelve visible para las sociedades occidentales allí cuando la destrucción llega no al campo de batalla, como en otrora, sino a lo más cotidiano de la sociedad civil.

Hablar de terrorismo –concepto cuya polisemia ha devaluado en gran medida su significado− tiene sentido cuando una acción de violencia genera efectos psíquicos desproporcionados respecto de sus consecuencias materiales. Y son esos efectos psíquicos de un atentado que nuestro cuerpo no ha padecido, pues, los que nos recuerdan el horripilante hecho de la guerra; el hecho de que todos somos un potencial blanco para la metodología del terror.

La fuerza primaria de una organización terrorista se encuentra en sus mecanismos de socialización. Consustanciar a sus milicias con una identidad bien definida y con una causa que sea ubicada por encima de todo (aún la propia vida), es la clave del origen, conservación y expansión de cualquier grupo terrorista. En otras palabras: terrorista se hace, no se nace.

De tal suerte que para enfrentar una guerra de este tipo, con un enemigo de este tipo, es necesario robustecer la propia identidad y esclarecer los valores que nuestras sociedades desean preservar. En efecto, si el centro de gravedad de la guerra contra el terrorismo se halla en las contradicciones existentes entre dos mundos profundamente antitéticos, allí donde uno de estos dos mundos pierda su identidad, habrá perdido por añadidura la guerra.

Es en este sentido que Occidente ha venido atentando contra sí mismo por lo menos desde el último medio siglo, creando las condiciones ideológicas de su propia debilidad o, dicho de otra manera,edificando su propia ilegitimidad, aún en un contexto de guerra total. Y eso se lo debemos, naturalmente, a nuestros pensadores hegemónicos, aquellos que, al decir de Antonio Gramsci, establecen el “sentido común” de nuestra cultura.

En Occidente matamos a Dios (“Dios ha muerto”, Nietzsche); derrumbamos la centralidad del hombre (“El hombre ha muerto”, Foucault); destruimos los meta-relatos que hacían de nuestra identidad algo verdaderamente fuerte y lleno de sentido (“El fin de los meta-relatos”, Lyotard); deconstruimos el mundo de los valores y anunciamos, por añadidura, el fin del bien y del mal (la moda del “relativismo moral”, a caballo de “descontructivistas” como Derrida); nos tragamos el cuento de que las culturas ajenas son inescrutables y llevamos el igualitarismo también a ese plano (la moda del “relativismo cultural”, a caballo de relativistas como Levi-Strauss). Disolvimos, en una palabra, todo el sentido de nuestra propia existencia individual y social.

¿Qué podemos esperar de este cóctel de mal llamado “progresismo”? Pues un hombre suspendido en la nada misma, carente de identidad, carente de un código moral sólido, desinteresado de una verdad que para él ya no existe, de un bien que ya no es, repleto de culpa, ansiedad, desazón y abierto a cualquier moda ideológica que pueda llenar su vacío existencial. ¿Cuántos occidentales hoy luchan en las filas de ISIS? Cabe recordar que en los atentados en París participaron terroristas de nacionalidad francesa.

La consultora ICM realizó en julio de 2014 una encuesta que develó que el 32% de los franceses se identifica “muy favorable” (3%), “favorable” (16%) o “algo favorable” (13%) respecto de ISIS. Los resultados para británicos y alemanes no son sustancialmente distintos. ¿Qué evidencian estos números sino la crisis moral que sufre Occidente?

Una guerra contra el terrorismo no se define sólo en el plano estrictamente bélico. A ISIS no se lo destruye sólo con armas. Porque a veces las armas están, pero la legitimidad política e ideológica para usarlas con decisión es lo que falta; a veces las armas están, pero quienes deben accionarlas no saben bien el por qué ni el para qué. Por eso hoy muchos miran a Rusia esperando su contundente reacción; porque se sabe que allí el mal de la posmodernidad no ha llegado.

Occidente no solo necesita poderío militar para ganar esta guerra que ya ha comenzado. Necesita, también, nuevos pensadores que resuciten el espíritu de nuestra gente.