Bahía Blanca | Martes, 16 de abril

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El síndrome de Estocolmo

Escribe Roberto Fermín Bertossi

¿No habrá llegado el tiempo de interrogarnos individual y colectivamente, con todo el detenimiento, la introspección y el realismo que sean necesarios, si, en términos de ciudadanía, de democracia, de política, de economía, de usos y consumos, etc., de algún modo, cada uno y cada cual no se encuentra atrapado, alcanzado o contagiado por este síndrome?

El síndrome de Estocolmo es una reacción patológica cuyas víctimas desarrollan una relación de complicidad y hasta vínculos afectivos con quienes los han torturado, dañado, robado, mentido y perjudicado, una y otra vez: dictadores, tiranuelos, políticos, economistas, opinólogos y corruptos de toda laya. 

Las víctimas que experimentan ese síndrome desarrollan típicamente dos tipos de reacción ante múltiples y diversas situaciones vejatorias: 1) por una parte, expresan de alguna manera sentimientos, actitudes y decisiones favorables a sus victimarios (gobernantes, opinólogos, etc.); 2) anidan miedo e ira contra las autoridades, lo que explica y predice que puedan negar o defender lo manifiestamente adverso a su propio bienestar.

¿Acaso no escuchamos respecto de políticos o medios de comunicación, que “nadie los votó”, “nadie les cree”, “nadie los lee”, “nadie los escucha”, etc.? ¿Que los políticos “no saben nada y se roban todo”, que “todos son igualmente corruptos” o -¡y en cuántos casos!- “ingresó a la política sin una moneda y fíjese ahora”.

Los padecientes de dicho síndrome se vienen acostumbrando a aceptar pasivamente una constante intrusión sensorial y confiscaciones patrimoniales (más impuestos y tarifas para menos y peores servicios, más retenciones para peores infraestructuras, más populismo y privilegios para menos desarrollo humano ciudadano tanto como nada de nada en materia de economías regionales, etc.).

Tan tremenda actitud pasiva termina siendo una servidumbre mental, una verdadera esclavitud, así como la configuración de escandalosos despojos en el orden patrimonial, todo lo cual viene postergando bienestar, sacrificios compartidos, bien común y paz social.

¿Quiénes transaron dignidad y júbilo por ascuas en los haberes de jubilados, maestros rurales, etc.? ¿Quiénes se quedaron con tantísimo dinero ajeno? ¿Quiénes se guardan en sus bolsillos virtuales de paraísos fiscales, los dineros públicos de la corrupción en las licitaciones? ¿Quiénes llevan a la radio o a la televisión a esos sujetos que han contribuido a la miseria de sus semejantes tratándoles como señores?

¡Ésta es la gran obscenidad! ¿Cómo vamos a poder recuperar la Patria, los valores o educar si en esta confusión ya no se sabe si la gente es conocida por “cumplir con su deber” o por corrupta? ¿Acaso no es un crimen que a millones de personas -culposa o dolosamente empobrecidas- se les quite aún lo poco que les corresponde? ¿Cuántos escándalos hemos presenciado, y todo sigue igual, ninguno de esos va preso?

Igualmente, mucha gente sabe que ciertos políticos, medios y periodistas le mienten, pero parece una ola de tal magnitud como que ya no se la pudiera impedir ni revertir. Nos referimos a esos sujetos (superesponsoreados por los victimarios de los consumistas) que cual pseudometeorólogos prometen o afirman a tambor batiente verdaderas “certezas” y luego, sin parpadeo ni balbuceos, explican descaradamente porque sus afirmaciones no llegaron siquiera a subcategoría de conjeturas, denunciando invariablemente que sus afirmaciones fueron sacadas de contexto…

Solo la encarnación de este síndrome de Estocolmo puede explicar y predecir escenarios en los que una masa reafirmará a morir que nadie los votó pero “volverán” a votarlos; que nadie les creyó pero “volverán” a creerles, que nadie los leyó pero “volverán” a leerlos, que nadie los escuchó pero “volverán” a escucharlos. Infectados por un síndrome enrevesado, cuya fatalidad (no fatalismo) parece regirnos hasta hoy, sin solución de continuidad.

Mientras tanto, nos urge interpretar dichos trastornos para que, mancomunadamente, logremos ir sanando, curando y liberando de los mismos a demasiados argentinos ya que, como venimos observando con todo estupor y neutralidad, dichas minusvalías vienen aquejando aguda, crónica y prolongadamente a nuestra sociedad civil.

Finalmente, ante la posibilidad cierta de una afectación de la ciudadanía por este síndrome, en modo alguno podemos postergar la mejor y mayor recuperación de las estructuras ciudadanas cognitivas, psicológicas y psiquiátricas personales del conjunto enfermo de la civilidad argentina.